Por Ángela Eastwood.
Consigna: Comedia de enredos
Consigna: Comedia de enredos
Texto:
—Ay,
cada día está usted más arrebatador —le dice Edelmira con cariño al ciego
Porras, que luciendo un aspecto muy elegante, se sienta a la mesa. El perro
lazarillo que le acompaña se echa a sus pies resoplando. Es un chucho viejo y
medio ciego.
—¡Tú
sí que eres preciosa, mi bella Edelmira! Pero ven que te toque esa carita de
porcelana, que hoy me levanté con el corazón lleno de tristeza. Es como si
presintiera la lluvia sin verla. ¡Ah, cuánto pesa esta obscuridad impía!
La
muchacha, conmovida, arrastra una silla y se sienta junto al ciego tomándole
una mano para llevarla a su rostro. El hombre recorre con dedos expertos las
mejillas de alabastro, luego pellizca la barbilla de la chica y le da un
cachete cariñoso en el muslo.
—Mis
dedos no me engañan: hoy estás mucho más bonita que ayer. Resplandeciente, como
la mismísima Diana Cazadora.
—¿Sabe
qué? —le informa la chica riendo, tierna—. Hoy las alubias pintas vienen con un
chorizo de chuparse los dedos. Ya sabe usted cómo le salen a mi madre.
—¡Qué
gran mujer esa madre suya! La intuyo enorme en todos los sentidos —exclama el
ciego, que la sabe de todo punto elefántica y contrahecha.
—La
más buena del mundo. Y mucho le quiere a usted, ya lo sabe —dice Edelmira.
Mientras la chica le anuda la servilleta al cuello, maese le mira los pechos
blanquísimos con avaricia y observa el temblor trémulo de la carne, intentando
no relamerse.
—Pues
vengan esas alubias, que si las manos que las han cocinado son la mitad de
dulces que estas… —dice alargando de nuevo las manos. La chica las rescata en
el aire y las toma entre las suyas. Así de esta guisa se los encuentra Andrés,
el opositor.
—Bajo
a cenar y me encuentro un ángel —dice sonriendo a la bella muchacha. Ella le
saluda cortés. Mamá Rosa le tiene dicho que hay que ser agradable con los
huéspedes, que son, al fin y al cabo, los que aprovisionan la despensa y
rellenan de monedas los agujeros del colchón.
—Don
Andrés, qué bueno verle tan contento. Que le decía a maese Porras que hoy las
alubias están de escándalo.
—De
escándalo son sus ojos, bonita mía —piropea el hombre, que es flaco y narigón.
El pecho es convexo como el de un palomo. El ciego lo mira mal, si se me
permite el oxímoron, y se dispone a replicar, pero Andrés lo enfrenta alzando
una ceja y el ciego calla y contiene los celos, que sabe que se juega mucho.
—Esta
noche, preciosa mía, me gustaría obsequiaros con un poema fruto de la
declinación del sol moribundo ¡Ah, qué atardecer el de hoy! —declama el
opositor.
—¿Pero
usted no andaba estudiando con frenesí? Tengo entendido que las pruebas para
esas oposiciones son en breve —replica Edelmira, resbalosa como una culebra.
—¿Y
quién piensa ahora en legajos y artículos con esta luna que se cuela ya por las
rendijas? Que bien pareciera que se nos quiere meter en la sangre y en los
huesos.
Ante
el despliegue de azúcar, el ciego lo mira enrabiado. En esas el perro ladra
porque oye un ruido: es doña Rosa, que llega de la cocina con un plato
humeante. Su cara es una rosa colorada y redonda como esa luna invasora. Los
ojos trasojados. La sonrisa de oreja a oreja.
—Aquí
llega el festín para mi maese Porras —exclama locuela. Con un golpe certero de
culo aparta al flaco Andrés y lo desplaza metro y medio. La cazuela despide un
aroma potentísimo y al ciego se le cierra la glotis del susto. La última vez que
la doña lo agasajó con un plato de tal calibre anduvo dos días sin salir del
excusado. Tal era la fluidez desmedida e imparable de su tránsito intestinal.
—¿Todo
esto es para mí? —resuella comenzando a sudar. Doña Rosa lo observa oler el
plato colmado y sonríe, arrobada como una quinceañera.
—Ay,
cómaselo todo, maese, que he estado todo el día en la cocina preparándolo para
usted. Y más fresco el chorizo no puede estar, que aún ruedan las tripas del
puerco por las baldosas de la cocina —dice cantarina, juntando las manos sobre
el corazón.
Andrés
mira al ciego y sonríe de medio lado, carroñero. Tienen estos hombres entre
manos un asunto peculiar. El ciego escribe a regañadientes esas poesías
trasnochadas que Andrés recita ardoroso a la espantada Edelmira para llevársela
al catre. El opositor, a cambio, guarda el secreto más inconfesable del ciego,
ese que le permite vivir como un rey mantenido. Cuando doña Rosa se retira, el
ciego, con un gesto de repulsión toma el plato y se lo pone al perro en el suelo,
que lo localiza por el olor y lo engulle con ansia; el animal, que no distingue
el chorizo debido al grosor de las cataratas, lo traga sin masticar. El
problema es que, además de la ceguera, pocos dientes le quedan al chucho y el
pedazo de marrano se le atraviesa en la garganta. Como quiera que el animal
comienza a emitir unos extraños estertores, acude presta doña Rosa, que
soliviantada, lo levanta y apretándolo contra su pecho le mete dos sacudidas
tan colosales que el animal escupe el puerco bien lejos, recobrando así el
resuello.
—Le
ha salvado la vida a mi perro lázaro –exclama el ciego empalidecido—. No sé
cómo agradecérselo. Ya sabe usted que yo sin él no soy nada.
—Seguro
que encuentra la manera —le dice ella zalamera.
—Parece,
maese Porras, que esta noche va a dormir muy calentito —le dice el opositor,
dándole un codazo pícaro—. Mucha mujer veo para usted. Fea, casi una aberración,
eso sí, pero en la oscuridad todos los gatos son pardos y unas buenas tetas lo
compensan todo. Ahora bien, no intente escapar por la puerta o por la ventana, que
ella es capaz de controlar las dos salidas a la vez, ya ve cuan amplio es el
radio de sus ojos.
Andrés estalla en carcajadas y el ciego se
levanta gruñendo y ayuda a su perro a ponerse en pie. El animal tiene algunas
costillas rotas y camina dándose golpes contra los muebles. Así los encuentra Apolo,
que baja las escaleras contento como un chicuelo. En una suerte de mezcolanza
verbal que cabalga entre el francés y el castellano saluda al ciego y acaricia
al perro efusivamente. Edelmira lo ve y suspira. Apolo es un nombre que le
viene perfecto. Rubio y blanco de piel, alto, pero no demasiado fornido, los
ojos azul cobalto y un bigotito muy bien cuidado. Pero lo que tiene subyugada a
la chica son los ojos, inocentes como los de un carnero. Apolo ni la mira,
porque al fondo de la posada está sentado Andrés, que aprovecha la tranquilidad
nocturna para estudiar un rato. La luna ilumina su cabeza inclinada sobre los
libros. No sabe Apolo qué tiene este hombre que le fascina de esa manera. Debe
ser esa despistada fragilidad de estudioso. Con la boca seca se acerca a
hablarle, pero a mitad de camino Edelmira se hace la encontradiza y choca con
él, introduciéndole una nota entre los dedos. El francés, indiferente, la
guarda en el bolsillo. Andrés levanta la cabeza, lo mira distraído y sigue
estudiando. Apolo toma asiento en otra mesa, compungido. El ciego se acerca
guiado por el perro, que camina quejumbroso, que para colmo hace un rato defecó
ríos de heces con pedazos de chorizo. Apolo se levanta y toma al ciego de la
mano, sentándolo a su mesa.
—Gracias,
muchacho. Te sentí suspirar desde el fondo de la posada y le dije al bueno de
Comesantos que me llevara hasta el dueño del quebranto.
—Gracias,
maese, es usted francamente amable. Oiga ¿Cómo es que le puso ese nombre
extraño al perro? —pregunta el joven, acariciando la cabeza del animal, que
respira con una suerte de pitido afónico.
—Porque
cuando era poco más que un cachorro le mordía los tobillos a los curas. Intuyo
que nunca le gustaron las sotanas. Pero, dígame joven, ¿y ese suspiro tan
hondo? De pronto pensé que el invierno se había colado por la ventana. Mi viejo
corazón me dice que es un suspiro de amor. ¿La joven Edelmira tal vez? Me
parece que todos andamos enamorados de ella. Hasta yo, que ya me castañetean
los huesos de puro viejo.
—¿La
hija de la posadera? Ese sería un asunto harto fácil —exclama el joven francés
mirando a Andrés, con la confianza de que el ciego no ha de seguir su mirada.
El ciego sonríe, travieso, porque se le ocurre un plan para joder al
contrincante almibarado.
—Bueno,
tal vez exageré un poco. El opositor nunca mostró ningún interés por ella. Cierto
es que la piropea, pero lo hace de modo candoroso. Para ser sincero, nunca vi lujuria en sus
pupilas y eso que la chica es un primor. El corazón me dice que no siente
atracción por las faldas —dice por fin y de pronto se lleva una mano a la boca
para simular que ha dejado escapar una indiscreción de lo más incorrecta.
—¿Entonces
cree usted que él…? —balbucea el francés, sorprendido.
—Juraría
que sí —responde el ciego, categórico, dando un traguito al vino. Por dentro
tiene una fiesta. Esta noche podrían ser dos los visitados. Este pensamiento le
arranca una risotada interna y pide un poco más de vino, para festejar la
brillante ocurrencia. A la demanda acude presta doña Rosa, que se ha cambiado
el vestido por otro que deja a la vista las apoteósicas ubres. Esta mujer como
cocinera no tiene precio, mas como mesera no es infalible, que tiene la pobre
un verdadero problema con la perspectiva. Es por eso que buscando el centro de
la mesa deja caer la botella, con tan mala fortuna que esta cae al suelo y
estalla en mil pedazos. El perro se asusta y se incorpora clavándose los
cristales en las patas. Un fragmento ha ido a alojarse también a su hocico y es
una lástima, que era este uno de sus sentidos sanos. La mujer se agacha, toma
al perro entre sus brazos y lo acuna muy fuerte contra su pecho maternal. El
animal gruñe, que aún le duelen las costillas y con el abrazo los cristales se
le hunden más en la carne. Rosa lo besa con pasión, luego lo deposita en el
suelo y le va a buscar un plato que llena hasta los bordes de vino.
—Mi
padre siempre decía que el vino es la mejor medicina para todo tipo de heridas —dice
melancólica.
—Parece
que hoy le ha salvado dos veces la vida al pobre Comesantos.
—Me
lo va a tener que agradecer dos veces, pues —ríe ella, descorchando una nueva
botella. Cuando doña Rosa se retira, maese coloca una mano sobre el hombro del
joven y suspira en una demostración de conocimiento y complicidad.
Reconfortado,
el joven se incorpora y la nota, que dormía en su bolsillo, cae. El viejo la ve
caer y la lee con disimulo: “ven a mi cuarto cuando todos duerman, pero no
enciendas la luz”. Maese Porras sofoca el alborozo que le inunda el pecho,
porque un plan mucho mejor que el anterior le viene a la mente para fastidiar a
Andrés. Guiado a duras penas por el chucho, que camina haciendo eses, llega
hasta el opositor, coloca la nota sobre la mesa y le dice así:
—No
vas a creer tu suerte, bribón. La paloma venía hacia tu mesa cuando chocó con
ese francés. La nota cayó al suelo, el francés la recogió y sin darse cuenta la guardó en su bolsillo,
mas nos pusimos a charlar de política y se olvidó de devolvérsela a ella.
Cuando se levantó cayó de su bolsillo y así es como ha sido posible que por fin
tú la veas.
Andrés
la lee y enrojece. El pulso se le dispara y comienza a sudar.
—¿Y
si no fuera para mí? —pregunta alterado. Una gran erección se abre paso.
—Venía
hacia tu mesa ¿Para quién habría de ser? —Argumenta el viejo levantando las
cejas—. Todos esos poemas encendidos que le declamaste han dado su fruto. Escritos
por mí, dicho sea de paso. Por fin te abre su puerta. Y sus piernas.
—Esas
piernas largas y fuertes como las de una leona en celo —suspira el opositor con
la mano sobre el pecho—. Pero eso resulta de todo punto inviable, pues la gorda
duerme al lado.
—¡Oh!
Eso no es problema. Por desgracia a esas horas estará muy ocupada inmovilizando
mi cabeza entre sus piernas.
—¡Válgame
Dios! —exclama Andrés con ojos conmiserativos, que la imagen es escalofriante.
Maese Porras le explica que no hay salida, que mucho es lo que le debe ya a la
dama bisoja y que es tiempo de pagar, si no quiere verse con los huesos en la
calle. Andrés escucha la disertación y le pone una mano sobre el hombro. Acaso
no sea este falso ciego tan mal hombre como pensaba.
La
noche cae sobre la posada y las luces se atenúan. En su cuarto, Andrés esparce
polvos de azahar sobre sus partes nobles, para eliminar el acre olor de la
orina. Perfuma luego los negros arbustos de las axilas y se coloca una camisola
de dormir limpia y almidonada, que le llega por las rodillas. Luego, en la
penumbra, camina ufano hasta la puerta del cuarto de la casera, que a buenas
horas no se hallará allí, sino debajo o encima del pobre invidente. Mejor
debajo, piensa, redimido al fin del odio. Se encuentra la puerta entreabierta y
se dispone a entrar, mas antes se huele el aliento en el cuenco de la mano y hallándolo
mentolado la empuja suavemente. Se envalentona al oír el tibio respirar de la
avecilla dormida y ni respira, por no asustarla. Ah, pero entonces la cama
cruje y una zarpa carnosa, acompañada de un gañido animal lo atrapa, y sin
saber cómo su almidonada camisola vuela por los aires y se encuentra desnudo y
con las vergüenzas encogidas del susto. Balbucea o acaso lo intenta, pero unos
labios lo acallan con hambre y ya no puede hacer más, sobre todo cuando de
pronto se encuentra abajo y no arriba.
Maese
Porras lo ve todo desde la rendija de la puerta entreabierta, sofocando la risa
de hiena. Oye cómo chirrían los huesos del pobre opositor y cómo aúlla el
somier bajo los embistes de la hembra que ya ha coronado la cima. Y ríe para
sus adentros, discerniendo cuan cierto era eso de que en la noche todos los
gatos son pardos. Pobre gato este. Va a darse la vuelta, satisfecho, cuando
escucha el alarido de Andrés.
—Noooooooooo,
doña Rosa ¡Por Dios supremo! Otra vez no, que me rompe por la mitad. Permítame
al menos que ahora sea yo el que se coloque encima.
—¡Cómo!
¡Esa voz! —chilla ella—. ¡Usted! Pero… yo pensé que se trataba de maese Porras…
Andrés,
lúcido y vengador, se pone de pie en la cama dando saltos y de pronto parece un
paladín. Saca el pecho convexo y enarbolando el dedo índice como si de una
espada se tratase le dice así a la doña:
—Sepa
usted, lujuriosa mujer, que la deseo desde el primer momento en que la vi. Esta
noche ya no pude contener más este ardor furioso y dispuesto a todo invadí su lecho. ¿Y ahora me habla usted de
ese ciego maricón? ¡Ah! ¡Cómo me duele oír eso de esa boca suya que segundos
antes mordía, inmisericorde, la mía! Pensé que su devoción por él se debiera a
la pena, que bastante tiene el pobre con ser ciego y desviado. ¿Qué no lo ha
notado? ¿No lo vio acaso esta tarde sin ir más lejos toqueteando a ese pobre
francés? Y le voy a decir más, mi dulce colibrí: si yo fuese usted lo ponía de
patitas en la calle, a él y a ese chucho infecto y lleno de piojos. Por no
hablar de las barbaridades que ha dicho de usted, que es una santa y como tal
se ha portado con él, proporcionándole alojamiento gratis.
Doña
Rosa, impactada, observa al joven que parece un gladiador romano y siente de
pronto algo removerse en su bajo vientre. Es hambre acumulada.
—Yo
podría, si usted quiere, regalarse toda esa poesía que guardo en mis cajones —le
dice, villano—. Poemas que le recitaría en noches como estas, al oído,
desnudos.
—Y
usted podría abandonar esos estudios inútiles que le roban tanto tiempo para
escribir esos poemas. Conmigo no le haría falta trabajar, ya ve cuánto
beneficio da esta fonda. ¿O no escuchó el tintinear de los dineros en el
interior del colchón mientras me hacía locamente el amor? De plata y de oro hay
—dice ella, húmeda y arrobada.
—Nada
me seduce más que remar con usted y su joven paloma en esta corriente que es la
vida —finaliza Andrés, con un brillo en los ojos.
—Pero
la noticia será un escándalo —exclama ella, tontuela.
—Un
escándalo son sus ojos, querida mía —contesta él, besándole la mano.
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