Por Yol Anda.
Consigna: Weird Fiction (ficción extraña)
Consigna: Weird Fiction (ficción extraña)
Texto:
La
mansión apareció de la nada en cuanto el vehículo tomó la última curva del
angosto camino. Las corpulentas salamandras que tiraban de la cabina se revolvieron
y liberaron pequeñas volutas de humo por los orificios nasales, ansiosas por
llegar a su destino. Majestuoso, el reflejo de la antigua casa se desplomaba
sobre los charcos de agua que la lluvia había formado minutos antes. Las
salamandras emitieron unos chillidos atronadores al detenerse frente a ella que
hicieron estremecerse a los dos ocupantes del cubículo. Las fauces abiertas,
mostraron con veneración sus afilados colmillos y emitieron pequeños bufidos
llameantes.
—Tranquilas,
tranquilas —intentó sosegar uno de los ocupantes al tomar tierra—. Sí, hemos
llegado. —El hombre renqueó y, haciendo uso del bastón, acertó a dar cuatro
pasos.
—¡Oiga!
No me imaginaba así la morada. ¿Fue esta la calle Garay? ¿En serio me lo dice
usted? Recuerdo tan poco de la otra vida… Oh, aquella placentera vida plagada
de avenidas, gentío, revoluciones, fama, literatura y contaminación. Porque me
lo dice usted, que si no…
—Calma,
amigo. Las cosas cambian. A veces, para bien. Es normal que todavía no recuerdes
con claridad.
El
palacete no era gran cosa visto desde la fachada principal. Perdía parte de la
elegancia que el espejismo mostraba en la distancia. Si bien monstruosas
cabezas de diversos animales la defendían de los intrusos, el halo que
desprendía era más de serenidad que de desasosiego. Las enormes salamandras se
desanclaron del vehículo y, ávidamente, comenzaron a olisquear entre los
arbustos en busca de alguna presa.
Los
dos tipos formaban una curiosa estampa frente a la casa, que aparecía solitaria
en una parcela totalmente descuidada: el de menor edad, con los cuatro pelos canos
que le quedaban en el cráneo peinados hacia atrás, se mantenía en pie
intentando disimular el temblor humillante que producía un balanceo en todo su
cuerpo. El otro cubría sus ojos con unas gafas de cristales oscuros y redondos.
La mano derecha aferraba con fuerza el puño del bastón de laca que portaba y de
su tímpano derecho emergían gusanos grises que se balanceaban para acabar,
algunos pisoteados en el suelo y, otros más afortunados, en la solapa raída de
la americana.
—Entremos
—sentenció este último. Y, en una lenta marcha, llegaron a la puerta principal.
—Pasa,
pasa Daneri. Acomódate como puedas en esa butaca, pues no es solamente
asombroso lo que he de relatarte, sino completamente extraordinario. —El salón
les recibió prácticamente desnudo, con un cuadro de ella y otro de su padre
como única decoración. Los lienzos dejaban entrever los rostros demacrados por
el desgaste del óleo.
—Está
usted inquietándome, si es posible estar todavía más nervioso por escuchar su
historia —confesó el desmemoriado casi con devoción—. ¿Fue aquí donde me
conoció y también a ella, a Beatriz? ¿Es este lugar mi hogar? Porque me lo dice
usted, que si no… —añadió marcando las eses y gesticulando con vehemencia.
—Oh,
aquí están, ¿no es así, amigo?, los retratos de Beatriz y de su padre
presidiendo la sala. Pero deja, déjame que te explique. Mira, tú no lo
recuerdas, pero la mañana en que Beatriz Viterbo volvió a la vida, el cielo
relampagueaba suavemente a millas de distancia. La tormenta se hallaba lejos y
era hermoso admirar los rayos silenciosos, pero la tempestad en los todavía
vidriosos ojos de Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz querida, se adivinaba
inminente. Con paso más firme que el mío y las falanges todavía entumecidas,
dirigió la mirada hacia mi pitillera e hizo el amago de alargar el brazo.
—¡Ja,
ja, ja! Eres la auténtica, la misma Beatriz Elena Viterbo de siempre. Ahora lo
sé —proferí con vehemencia mientras le alcanzaba un Continental todavía
asombrado de tener frente a mí semejante espectro.
Tras
la primera calada, se derrumbó sobre la butaca en la que reposas tú ahora mismo
y, exhalando el humo del pitillo entre las tres piezas dentales que le
quedaban, clavó en mí sus cuencas oculares. Sí, Beatriz me habló. Tuve esa
magnífica suerte.
—¿Desde
cuándo fumas? Los años han pasado por ti, querido. —Sonrió con picardía—. ¿Qué
fue de aquel joven escritor que rivalizaba en ingenio con mi primo? ¿Qué ha
hecho el destino del gran literato Jorge Luis Borges? —preguntó intrigada
mientras tú estabas en el sótano y tu padre al teléfono en otra habitación.
—Esa
primera conversación, anodina, de ascensor, trivial y censurable, blanquiceleste,
como habrías dicho en tiempos pasados. ¡Ja, ja, ja! ¿Recuerdas, amigo?
¿Recuerdas cuando…, cuando…, el Aleph te llenó de alejandrinos huecos, estrofas
inmundas y otras negligencias literarias? Esa primera conversación, desencadenó
todo lo demás.
El
eco respondió a las cuestiones formuladas con un quejido molesto y, diríase,
hasta irónico. Daneri, con la mandíbula literalmente desencajada, logró
proferir varios titubeos al tiempo que intentaba incorporarse en la butaca.
—Por
todos los santos. ¿Quiere decir usted, quieres decir, Borges, que volvemos a la
vida los muertos? ¿He estado yo anteriormente con usted, contigo, y con Beatriz
en este estado? ¿Cómo no lo recuerdo? ¿Qué sucede aquí? ¿Por qué perturbar la
paz del cuerpo en la tierra húmeda y dulcemente perfumada?
—Tranquilo,
tranquilo, Daneri. Tus preguntas siempre son las mismas. Es inherente a nuestro
estado sufrir amnesia en ocasiones, aunque lo tuyo tiene mal remedio. Pronto
aparecerá Beatriz —confirmó el individuo de las gafas oscuras mostrando una
macabra sonrisa.
La
poca carne y el pellejo que quedaba en su rostro, lo malignizaba. Las tiras de
piel reseca colgaban divertidas y los numerosos agujeros putrefactos de su
rostro mostraban los amarillentos huesos de los pómulos y barbilla. Hizo el
ademán de quitarse las lentes, pero algo lo detuvo.
Súbitamente,
lo que debía ser el todavía gracioso cuerpo de Beatriz Viterbo, apareció
oscilando de lado a lado de la sala propinándose fuertes golpes contra las
paredes. Una figura desmadejada y considerablemente más corpulenta que la de
ella consiguió mantener el equilibrio hasta que los ocupantes del salón lo
tuvieron frente a ellos para, seguidamente, volver a trastabillar y golpearse
de forma contundente la cabeza contra el suelo.
—Señor…
Dios santo… ¡Borges! ¿Es que no ve lo que yo? ¿Cómo puede mantener esa
serenidad? ¡Engendro del demonio! ¡Satanás! —Daneri, fuera de sí, se alzó de la
butaca y acabó con la espalda contra la mismísima puerta de entrada a la casa—.
¡Borges! ¡Borges! ¿No lo ves? ¡Reacciona!
—Tú
lo has dicho, amigo. No lo veo. Pero intuyo a quién tenemos aquí… ¡Ja, ja, ja!
—La sonrisa era maléfica; casi imposible—. ¡Asterión! ¿Eres tú? ¿Has vuelto por
aquí? ¡Menuda aparición prodigiosa! —Y continuó riendo.
El
amasijo de carne y huesos se limitó a quedarse sentado en el frío suelo con las
piernas abiertas como un niño de parvulario y contestó con un rugido pavoroso.
—¡Lo
sabía!
—¡No
es humano!
—¡Asterión!
—¡Que
se te lleven los demonios, Borges!
El
ser, más calmado, comenzó a babear profusamente y a sangrar por los trozos de
intestino que sobresalían de su cuerpo sin saber a cuál de los dos personajes
mirar.
—¡Por
favor! Es inofensivo. Daneri, ¿dónde andas? Ven, no te retuerzas de miedo.
Nadie va a devorarte…, ¡por el momento! —La carcajada heló la sangre de su
amigo y rival, pero le convenció para acercarse y conseguir explicación a todo
lo que estaba ocurriendo—. Oh, Honorato es un chico travieso. A veces hay
filtraciones de otros…, otros mundos, otras realidades. Este niño malo se ha
escapado y ha aparecido aquí. Sucede a veces, no temas —finalizó buscando la
pitillera en lo que quedaba del bolsillo delantero de la americana.
—¿Niño
malo? Pero, ¿tú has visto…? —Extendió la mano hacia su amigo—. No, claro que no
lo has visto. ¿Qué te ocurrió? ¿Desde cuándo fumas?
—Te
has perdido mucho, Daneri, mucho. Toma, aquí tienes. Un Coronas que hará tus
delicias. —Asterión lanzó un segundo bramido y dirigió lo que parecía la cabeza
hacia ellos—. Ah, no. De eso nada, monstruito. Fumar es malo —dictaminó Borges
con autoridad—. Bien, por dónde íbamos… Beatriz, sí, Beatriz es la razón de…
Pero
en ese preciso instante, comenzaron a oírse unas suaves pisadas que bajaban por
la escalera. Los dos hombres callaron y el engendro se limitó a respirar
ruidosamente jugando con sus fluidos corporales extendidos por el suelo. Por
fin, apareció.
—¿Me
nombrabas, Borges? —preguntó una melódica voz—. ¡Carlos! ¡Querido! Otra vez tú.
—E intentó correr hacia donde permanecía petrificado ofreciendo un espectáculo
casi hilarante. Esquivó con torpeza al monstruo que la miraba embobado y saltó
con la gracia que sus fémures desnudos le permitieron. Al caer, un chasquido
expulsó algunos fragmentos astillados de la rótula izquierda.
—Beatriz…
—¡Beatriz!
—En
cuerpo y alma. ¿O debería decir en carne y huesos? —La aguda carcajada que
profirió dejó mudos a los presentes. Seguidamente, dio unos pasos y se sentó encima
de las rodillas de Daneri—. Querido primo, te has sentado en mi butaca. ¿Cómo
van las cosas? ¿Eres capaz de recordar algo esta vez?
Daneri
no pudo parpadear ni palidecer, pero el temblor habitual de su osamenta se
intensificó. Acercó su rostro al de Beatriz y comprobó que todavía le quedaba
algo de tejido cartilaginoso en la respingona nariz que siempre le había
gustado tanto. Los labios no habían corrido la misma suerte y qué decir de las
marcas amoratadas que lucía por todo el cuerpo.
—Estás
magnífica, Beatriz. Exuberante, como siempre —acertó a decir.
—Bueno,
che, bueno. Dejémonos de preámbulos —cortó tajantemente Borges—. ¿Vas a
mostrarme dónde está, Beatriz? Sé que debo traer a tu primo para que aparezcas,
que con mi sola presencia no te dignas a bajar esas escaleras con arte y
esmero. Aquí lo tienes, te lo traigo como una ofrenda, con su lazo incluido.
Tuyo es, como tantas otras veces. Recuerda las cartas que le escribiste, piensa
en lo que le decías al oído. Yo te lo he traído de nuevo. Cumple con tu parte
del trato y muéstrame dónde está el Tau.
El
silencio solo fue interrumpido por una especie de gorjeo y una tos angustiosa
que sacudió la garganta de Asterión. Borges se alzó de su asiento y, con paso
más seguro que cuanto entró en la casa, se dirigió hacia Beatriz. El ligero
pero resistente bastón de bambú repicó varias veces en el suelo hasta que
enfrentó su rostro al de ella. Dos rostros, por llamarlos de alguna manera, que
dejaban ver el paso del tiempo, la carne muerta, los intentos fallidos de
regeneración de sus células, la lascivia de los diminutos insectos que
deambulaban por sus casi inexistentes párpados. Frente a frente.
Beatriz
se incorporó dejando una desasosegante sensación de frío en las rodillas de
Daneri y, con un ligero temblor en las manos, las dirigió hacia las lentes
oscuras de Borges. Las apartó de lo que quedaba de sus orejas y puente nasal y
vio. Vio cómo el Aleph brillaba incrustado en una de sus cuencas. Se había quedado
ciego en vida, pero ahora tenía el universo en sus manos.
—Te
he preguntado dónde está el Tau, Beatriz Elena, Beatriz querida —repitió algo
exasperado.
Pero
Beatriz no podía dejar de sucumbir a la presencia de esa pequeña esfera de
apenas tres centímetros de diámetro que brillaba. Brillaba como la mañana había
dañado sus preciosos ojos en verano. Le sacudía la nariz con pequeños picores y
estornudos al igual que en vida lo habían hecho los potentes rayos del sol porteño
cuando iba de vacaciones con su padre. Le arrancaba recuerdos de cuando estuvo
viva. Y sonreía.
Tau.
El Tau. En buen momento se le ocurrió contárselo. Ella fue la primera que
volvió a la vida tras la muerte y quien se apareció a Borges una mañana para
contarle cómo. El hallazgo era extraordinario: conocedora del Aleph, supuso que
debía existir un Tau. Un contrario, un opuesto, como lo hay para todas las
cosas. Desde niña había admirado el Aleph, lo veneraba desde el vértigo y la
lágrima, y no en pocas ocasiones se preguntó sobre el Tau. La nada, el pozo
oscuro; un agujero negro. Y lo encontró. Vaya si lo encontró.
Días
antes de morir, Beatriz Viterbo bajó al sótano del salón por la angosta
escalerilla para, de nuevo, contemplar la totalidad desde todas sus
perspectivas simultáneamente. Solo tuvo que agacharse, tumbarse en el piso del
decimonono peldaño para encontrarlo tan maravilloso como siempre. La llenaba de
vida, sabiendo que su fin estaba cerca, y vivía junto con los nibelungos, los
atenienses y vikingos las aventuras que jamás tendría en vida. Cerró los ojos
un segundo y, entonces, lo vio. Justo al volver a abrirlos, cerca del Aleph,
una masa más opaca que la propia oscuridad, más negra que la noche más cerrada,
llamó su atención. Intentó tocarla con la mano y sintió un escalofrío que
electrizó todo su cuerpo. Miró la esfera oscura y vio. Vio un agujero negro, la
Nada. La serenidad inquietante y la tranquilidad absoluta en tantas ocasiones
buscada. Oh, aquello era mejor que el Aleph: aquello era un Tau, y significaba
que la paz existía. ¿Dónde reposar mejor que ahí el resto de su no existencia?
¿Dónde dejar de vivir para no ser? Deseó dejar de existir y, sin contárselo a
su primo, lo tomó delicadamente con la mano y lo guardó.
Claro,
que todos somos desconocedores de las consecuencias de nuestros actos. Uno
piensa que llevándose una pulserita que acaba de encontrar tirada en el asfalto
de la Plaza Constitución solo puede contribuir a la desdicha de la persona que
la perdió. Pero, cuidado, también puede producir el disgusto de quien regaló
esa joya, reproches, discusiones, desconfianzas y, por qué no, sacar a relucir
cuando anteriormente perdió también la gargantilla que le trajo de Panamá. Ah,
las consecuencias. El Tau ocultaba algo más que vacío. Ocultaba el poder
extraordinario e incomprensible de volver a la vida como un desecho, un
fantasma. Un ser pavoroso que podría viajar por los infinitos túneles del
espacio-tiempo y así comprobar, eso sí, en un estado perecedero de agonía post mortem, las realidades paralelas.
No contemplando el Aleph, no. Viviéndolas, aunque fuera muertos. No desde el piso
del escalón número diecinueve en decúbito dorsal, sino viajando a cada lugar.
—Cuando
te conté el hallazgo del Tau, pues te consideré un intelectual más avezado que
mi primo, no pudiste salir de tu asombro. ¿Un Aleph? ¡Obvio! ¡Debía existir un
Tau! Me miraste con algo de desconfianza, pero sabía que me creías. No en vano
ya habías conseguido ver el Aleph. Y, ¿ahora esto? ¿No te basta con viajar en
el espacio-tiempo de vez en cuando? Ah, no. Lo quieres para ti. Siempre fuiste
un envidioso, Borges —finalizó Beatriz arrastrando sus tacones por la sala.
Carlos
Argentino Daneri no salía de su asombro. ¿Qué era todo aquello? ¿Borges se
apropió del Aleph antes de que su casa fuera derruida cuando él creyó haberlo
perdido para siempre? ¿Cómo no se le había ocurrido a él? Ah, la vieja
rivalidad siempre ahí. ¿Y Beatriz? Fue con él con quien yació y descubrió
placeres oscuros, no con Borges. ¿Por qué a él?
—Beatriz.
No quiero ser esclavo tuyo por más tiempo —añadió Borges impertérrito—. Ya en
vida me tuviste siempre a tus pies. Gozaba solo con la idea de una mirada tuya
y de disfrutar unos segundos tu perfume. Así continué tras tu muerte, visitando
esta vieja casa ubicada entonces en la calle Garay para poder seguir teniendo
tu recuerdo. Observar tus retratos, oír a tu padre y a Daneri hablar de ti.
Cautivo incluso después de tu muerte. ¡No puedo seguir así! ¡No vas a tenerme a
tu merced en esta muerte andrajosa por los siglos de los siglos! ¡De realidad
en realidad! —Se acercó agresivamente a ella.
—No,
Borges, escucha, no. Para. El descubrimiento es mío. Ese Aleph te está
volviendo loco. ¡No!
Pero
la embestida de Carlos Argentino Daneri llegó tarde. Borges había horadado el
pecho de Beatriz con el puño y extraído una masa negruzca junto con algunas
vísceras putrefacta y fragmentos de costillas. Ahí estaba su trofeo. Lo
merecía.
Soltó
una carcajada monstruosa al tiempo que se colocaba el Tau, oscuro como un
abismo, en la cuenca ocular que le quedaba vacía. En ese mismo instante,
desapareció.
Beatriz,
descompuesta, se refugió en los brazos de Daneri quien, sin todavía acabar de
comprender la situación, acarició con ternura el corroído occipital de su
prima.
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