Por Emilio J. Bernal.
Consigna: CreepyPasta extensa sobre un personaje inventado por vos.
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Texto:
Recuerdo
que aquel día no salió el sol. Entendedme, no es que no saliera, es que le dejó
el protagonismo a una densa cortina de oscuras nubes. Asumió, por un día, el
papel de actor secundario en un verano en el que había trabajado de manera
abrasadora.
Los
conductores me miraban algunos curiosos, otros despectivamente, mientras
caminaba por el arcén de la autovía en sentido contrario al de la circulación.
Siempre había escuchado que era la mejor manera de caminar en una carretera. No
quedaba demasiado para llegar a la estación de servicio y llenar de gasolina el
bidón de veinte litros que llevaba en la mano. Por desgracia, no me fijé en el
nivel de gasolina que quedaba antes de arrancar el motor y encaminarme hacia el
trabajo. El resultado podéis imaginarlo. Dos kilómetros a mi espalda había
dejado el coche con los conos de seguridad, el triángulo y las luces de
emergencia puestos. El plan era simple: caminar hacia la gasolinera más cercana
comprar carburante y volver hasta mi vehículo para ponerlo de nuevo en marcha.
Pero a veces lo más simple se torna complicado.
La
más que previsible lluvia comenzó a caer de forma repentina y violenta. No
tenía donde cobijarme allí en medio de la autovía. Pero pensé que después de
todo estaba teniendo la suerte de encontrarme ya justo en frente de la
gasolinera. Sólo tenía que cruzar la carretera.
—Hola
joven, si quiere puede usar me paraguas. Es grande, cabemos los dos.
No
sé de donde había salido aquel hombre, no negaré que me asustó por un momento y
que incluso me dejó una sensación de repelús recorriendo mi espalda hasta
instalarse en la nuca. A pesar de todo le agradecí el gesto y reconocí su
exquisita educación. Hablaba con un tono suave, cálido, embaucador... y sin
embargo, bajo ese manto de bienestar podían intuirse unos puntiagudos témpanos
de hielo.
—Gracias
—le dije con desconfianza— se lo agradezco pero creo que si corro no me mojaré
demasiado.
—No
rechace mi ofrecimiento, como le digo: es grande. Déjeme ayudarle —insistió
haciendo ver un paraguas negro de grandes dimensiones.
Era
un tipo peculiar, chapado a la antigua. Vestía una gabardina negra, chistera
del mismo color y guantes de piel. La expresividad de su rostro no cuadraba con
con el tono que usaba al hablar. Había visto esa expresión con anterioridad, no
recordaba cuándo. Ahora sé que fue siendo yo pequeño, el día que vi a mi abuelo
tirado en el suelo del patio de casa. Muerto.
Era
el rostro del que ya no vive, con la nariz afilada, ojos hundidos y pómulos
marcados. Ahora lo recuerdo y casi que diría que en ningún momento llegó a
mover los labios mientras hablaba. Pero en aquel momento caí presa de una
especie de trance hipnótico. Un estado en el que mi voluntad se vio abducida
por una fuerza centrípeta que me sugería acceder a las peticiones del amable
hombre del paraguas.
—Creo
que aceptaré su ayuda, crucemos —acepté.
—Muy
bien, sígame —continuó el hombre amable.
La
carretera estaba vacía cuando comenzamos a cruzarla. De pronto me hizo parar,
justo en la linea discontinua que separaba los carriles.
—Espera,
no te muevas de ahí, quiero que veas algo.
Lo
dijo de manera tan persuasiva que ni dudé en hacerle caso a pesar de que divisé
que un vehículo se acercaba a gran velocidad. Miré hacia las luces y cuando
volví a mirar al frente el hombre ya no estaba allí. En cambio vi una pelota.
Una de esas de plástico. Se adentraba en la carretera botando hacia mí. Tras
ella un niño. No tenía más de cinco años. Como el hombre amable, también tenía
aspecto antiguo. Sus ropas. Y la cara de la muerte. Yo seguía estando en mitad de la calzada, tieso
como un palo y agarrando en paraguas negro. Del hombre ni rastro. El niño que
seguía corriendo y tras la pelota y el coche que se acercaba peligrosamente.
Fue
cuestión de segundos. La pelota fantasmal atravesó mi pecho y el coche, un
modelo americano clásico de los tiempos de la ley seca, se llevó por delante al
niño. Un golpe seco en la cabeza. El coche frenó en seco pero ya era tarde. De
su interior salió el hombre amable y vino hacia mi.
—Esta
es mi historia. Le quité la vida a un niño. No lo vi venir, lo juro, pero nunca
pude superarlo. ¿Ves aquel árbol que hay junto a la gasolinera? Allí, colgado
de una de sus ramas acabaron mis días. Y ahora me dedico a salvar vidas como la
tuya. Todas las que puedo. Cruza ya ¡AHORA!
Noté
un gran empujón que me tiró sobre la cuneta y la sombra de un camión de gran
tonelaje que pasó haciendo sonar el claxon a pocos centímetros de mi. Una
pareja de ancianos se acercaron a socorrerme desde el área de servicio.
—Pero
criatura, ¿Que hacías ahí parado, en mitad de la carretera? —preguntaron
preocupados.
—Yo
sólo quería gasolina —dije todavía en shock— ¿Y el hombre amable del paraguas?
¿Lo han visto?
Me
tomaron por loco o quizás pensaron que estaba bajo los efectos de algún tipo de
sustancia tóxica. No sé. Me ofrecieron un café, pude comprar algo de gasolina
me acercaron en su coche hasta el mio. Me despedí agradecido, puse en marcha mi
automóvil y hasta el día de hoy.
Es
la primera vez que cuento los hechos que
me ocurrieron en la tarde noche del 15 de agosto de 2003. Aunque estoy seguro
de que aquel hombre amable del paraguas sigue allí penando. Ayudando a todo
aquel que, por un descuido, pueda ser atropellado.
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