Son
las 11:30 de la mañana. El día está transcurriendo tal como Jaime Gutiérrez
tiene previsto. No ha sonado todavía el teléfono, y nadie ha traspasado la
puerta de su despacho. Está saboreando su tercer café de la jornada, con cuatro
bolas de fraile rebosantes de dulce de leche desparramadas por su escritorio,
mientras hojea el diario y planifica por internet la reforma de su casa. Qué
buen puesto es ese de subjefe de sección en el Ministerio de Cuidados Animales.
Los contactos valen para algo, ¿no? Además, su superiora, la jefa de sección
Paluzzi, cuyo despacho adjunto al suyo se comunica por una puerta, está bien
calladita, en lugar de estar jorobándole. Perfecto.
Pero
ya se sabe, los días buenos están para ser estropeados, y cuando está
masticando con fruición el primero de los cuatro bollos, un hombre enclenque y
pálido como la muerte aparece por la puerta.
—Bu, buenos días
—Quién es usted? ¿Cómo ha conseguido llegar
hasta aquí?
—No había nadie en la recepción.
—Por Dios. Qué pocas ganas de trabajar tiene
la gente. ¿Qué quiere?
—Trabajo en la reserva biológica de Arrechán.
Hemos tenido serios problemas esta noche. Muy, muy serios…
—¿A mí qué me cuenta? Acuda a su sindicato,
que para eso está.
—Lo he hecho —señala con respiración cada vez
más ruidosa—. Pero me retrasé con la última cuota y me han dicho que no pueden
atenderme. Así que he decidido venir aquí.
—Qué vergüenza. La profesionalidad es algo del
pasado, por lo que veo. Bien a ver, dígame qué es lo que le pasa. Lo más
probable es que yo no le pueda ayudar —comenta mientras comienza a masticar su
segunda bola de fraile.
—Soy de la brigada de mantenimiento de la
reserva. La noche pasada me llamó un compañero. Habían encontrado por
accidente, en una vaguada, una especie de féretro semienterrado, muy pesado.
Teníamos que extraerlo antes de que los lobos lo desenterraran y devoraran lo
que fuera que contuviera, no queríamos que se contagiaran de algo malo. Un
marrón de tomo y lomo. Cof, cof. Así que agarramos las motosierras y las palas,
y nos acercamos mis seis compañeros y yo al lugar.
—Este no es su departamento, señor mío. Debe
ir al Ministerio de Sanidad, si no le importa.
—No, espere. No fue todo tan sencillo —repone
el hombrecillo tembloroso, mientras las venas rojas de sus ojos empiezan a
adquirir el grosor de varices—. Al llegar allí, comprobamos que la caja de
madera estaba podrida por la humedad. Cuando la intentamos izar se descompuso,
y se abrió la tapa. Vimos entonces en su interior un cuerpo, vestido de negro y
de piel blanquísima, todavía bien conservado. Lo horrible fue cuando… Uf.
Cuando abrió sus ojos. Eran verde pálido, y empezó a mirarnos a todos como si
fuéramos choripanes.
—Ya, ya… —repone Jaime mientras considera
seriamente la posibilidad de llamar al departamento de salud mental.
—Y fue aún peor cuando, de un salto, se puso
de pie. Nos quedamos todos petrificados de terror.
—Claaaaro, claro. Lo supongo.
—No, no lo puede suponer. El ser aquel se
lanzó hacia uno de mis compañeros. Le agarró del cuello y… le, le arrancó la
cabeza. Con facilidad, de un tirón —el hombre se pone las manos en la cara—.
Todavía tengo en mi mente el esófago y el pedazo de tráquea sobresaliendo del
cuello. La sangre salpicándonos y poniéndonos perdidos. Dioss.
—Ya, ya… —Jaime considera ofrecerle su tercer
bollo, por eso de relajar el ambiente. Pero decide que, tal vez, no tenga
muchas ganas de comer en ese momento.
—Salimos corriendo como locos, gritando de
terror. Oíamos un trote detrás de nosotros, seguramente era aquel ser del
demonio.
En
ese momento de la narración, Jaime tiene la extrañísima sensación de que las
uñas del hombrecillo han crecido un poco en el último minuto. Y que su cuerpo
se está volviendo más grande mientras que —y esto sí lo puede verificar— el pelo
de su rostro y sus manos le está creciendo a ojos vista.
—Claaaaro. Cómo no. Un ser demoníaco en la
reserva, sí señor.
—¡Cállese! —grita desesperado— ojalá eso
fuera todo, COF COF, COF —la voz se le va haciendo más ronca y gutural—. Vimos
a lo lejos algunos animaleg que se acercaban. Quisimos ahuyentarlos para que no
fueggan atacados. Peo vimos que se dirigían diregtamente a nosotros. Éamos sus
presas. Log ciervos tenían los ojos rojos, les habían crecido unos dientes
beztiales… Comenzaron a devorag a mis cozpañeros. Uno de ellog le metió la
motozierra en el pecho a una de ezas begtias y ni aun así. El cieggvo le clavó
suz colmillos en el pecho y le agrancó el coazón y las entrañas. COF, COF,
ARRGHSPCHFT —comienza a soltar esputos de color rojo verdoso—. Fue una majacre,
una oggía de sangge.
—Y… dígame usted, ¿Qué tipo de queja quiere
realizar? ¿Le hirió a usted alguno de esos animales?
—Uno de los perrog-lobo. Caminaba a doz
patag. COF, COF. Me miró y ze lanzó hacia mí, me tumbó y me agañó er cuello.
Akkí pue veg la herida —gira el cuello enseñando entre una tupida pelambrera
gris un tajo de un palmo de longitud con sangre ya un poco reseca—. Guego fue
abatido pog un compañego y sobgeviví.
Jaime
percibe las dificultades de dicción de su interlocutor y sus convulsiones, cada
vez más frecuentes; sus orejas, que miden ya un palmo. Su rostro,
definitivamente peludo, se ha proyectado hacia delante en la zona nasal; y sus
incisivos miden ya más de dos centímetros cada uno.
Se
levanta distraídamente con la tercera bola de fraile todavía en la boca y mira
por la ventana situada a sus espaldas. Distingue numerosos cadáveres repartidos
por la calle, en distintos grados de despiece. Bestias peludas de dos metros de
altura, parecidos a lobos y a ciervos, solo que trotando a dos patas, están
buscando nuevas presas, mientras que algunos hombres pálidos como la nieve,
vestidos de negro, calvos y con ojos verdosos, parece que dirigen la cacería.
Hay coches empotrados contra tiendas, humanos desmembrados gritando y arrastrándose
por el asfalto. Una niña llora sin consuelo, sentada entre la orgía de sangre y
vísceras, buscando un adulto no bestializado que la abrace. Sí, parece que la
infección se ha extendido.
—Bieen, a ver… ¿quiere entonces hacer una denuncia contra el
animal que le mordió?
—Noorfff.. quieggo que logs defienda,
quiero... kiego commegggg.
Jaime,
sin girarse, se aproxima a la puerta de la pared lateral, de manera
indiferente, mientras oye a sus espaldas gruñidos y un respirar animal cada vez
más ansioso. Llegado ya a la puerta, siente en su nuca un aliento fétido. Se
vuelve, con lentitud, para ver el rostro de un lobo erguido, de ojos rojos y
odio ancestral, justo enfrente de su rostro. Seguramente lo último que vea en
su vida.
—ÑAM.
—Espere. Dice que le ha mordido un perro, o
un lobo ¿No?
Se
saca del bolsillo del pantalón la última bola de fraile que le queda, la más
olorosa y grasienta, mientras abre con rapidez la puerta que comunica con la
sección vecina. Lanza entonces el bollo a la habitación contigua y grita un
sonoro «¡BUSCA!»
El
joven hombre lobo que hasta hace poco fuera un técnico de mantenimiento siente
en lo profundo de su nuevo ser que debe morderle el cuello, y extraer su sangre
y sus vísceras. Ha nacido para ello. Pero ve volar el pastel esférico haciendo
una hermosa parábola, y siente un impulso irresistible, su esencia animal no
duda. Salta de un brinco canino hacia otra habitación, moviendo la cola,
dispuesto a cazar la bola de fraile por encima de todo, inmensamente feliz.
—¡GUAU!
Jaime
cierra entonces con rapidez la puerta con pestillo y llave, y luego hace lo
mismo con la entrada de su despacho. Mientras oye los gritos desesperados de la
vecina jefa de sección, y sus alaridos cuando comienza a ser devorada, piensa
en lo fácil que va a tener ahora el ascenso en el escalafón. Al fin y al cabo,
recién ha quedado vacante una plaza.
Tras
llamar al equipo de seguridad, e indicarles que abatan a la bestia con balas
del máximo calibre, se asoma de nuevo a la ventana. Parece que el ejército
puede conseguir sofocar la infección. Aunque el desenlace no está todavía
claro.
No
le inquieta. En cualquier sociedad, por bestial que sea, siempre se necesitan
jefes de sección que organicen las cosas. Ya que, como le resulta evidente,
nadie quiere nunca trabajar. Se sienta a seguir leyendo el periódico y decidir
el color del sofá.
Lástima
de último bollo.
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Consigna: Relato de hasta 4 hojas, en base a las imágenes recibidas
Seudónimo: Igor Náhuatl
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