Ya
estaban borrachos cuando Alex lo dijo. Había sido un día largo de trabajo y los
cinco amigos, en un desesperado intento por evitar a sus mujeres y por revivir
sus días de gloria en la secundaria, estaban, desde hacía horas, bebiendo
cerveza fría y contando memorables historias de conquistas calientes. Aunque,
en rigor de verdad, la cerveza estaba cada vez más tibia, los días de gloria
nunca fueron tan gloriosos y lo más memorable de las conquistas era lo
improbable que sonaban. Como suele pasar, cuando se acabaron las historias de
sexo comenzaron las historias de muerte. Al igual que la mayoría de los
habitantes del pueblo, los cinco amigos eran cazadores y, entre cazadores, nada
mejor para comparar el tamaño de sus rifles que calcular con matemática
precisión el número exacto de litros de sangre que tienen en las manos.
Entre
los cinco calculaban más de quinientas muertes. Algunas aves, algunos conejos,
pero, en su mayoría, las víctimas eran los ciervos que poblaban el cercano
bosque dónde los amigos solían trabajar. El pueblo había sido construido en un
claro, todo a su alrededor era un denso bosque de árboles macizos. La única
forma de llegar al pueblo era a través de una carretera ganada a la naturaleza,
pero a la vegetación parecía no gustarle la invasión del asfalto y cada día
intentaba recuperar el terreno. Los cinco amigos, formaban parte de una de las
tantas cuadrillas que recorría día a día la carretera para mantener a raya al
bosque. Después de cada arduo día de trabajo, solían sentarse en la camioneta
en los límites del claro para observar el resultado de su labor y beber
cerveza. Y fue ahí, después de que el número de muertes de Diego sobrepasara
por mucho al suyo, que Alex, con su masculinidad amenazada lo dijo: “Eso no es
nada, ustedes sólo mataron animales. Yo maté al Rey de los Ciervos”.
Los
amigos lo miraron en silencio. Charly esbozó una risa incómoda, pero se detuvo
de inmediato cuando entendió que nadie más se reía. El Rey de los Ciervos era
como todos en el pueblo habían comenzado a llamar al padrastro de Alex debido a
sus campañas de preservación del bosque y su fauna. Era un hombre corpulento,
que siempre vestía negro y que, a diferencia de la mayoría de los habitantes,
no había nacido ahí. Había llegado un día por la ruta, con un camión lleno de
muebles viejos y un maletín lleno de dinero con el que compró el viejo bar de
la avenida principal. La madre de Alex trabajaba para el dueño anterior y
continuó haciéndolo bajo la nueva administración. Nadie sabía demasiado sobre
el pasado del Rey de los Ciervos, solo que decía que había ido al pueblo a
retirarse y que no le gustaba que los vecinos cazaran en el bosque porque había
visto demasiada muerte en su vida. No permitía que nadie trajera armas a su bar
y, si alguien osaba detenerse en el estacionamiento con ciervos muertos, le
prohibía la entrada. Al principio no fue demasiado popular entre los vecinos,
pero invitaba muchos tragos, siempre sonreía, tenía una carcajada contagiosa y encima
era el dueño del único bar. Eso tiende a acarrear el peso suficiente como para
balancear ciertas excentricidades. Con el tiempo, la gente lo había aceptado,
respetado e incluso, tal vez, lo habían empezado a querer. Hasta que un día, de
la nada, desapareció.
El
padre biológico de Alex no se había quedado mucho en su vida, cuando tenía seis
años se lo había llevado al bosque, le había enseñado a disparar y, con eso, le
había enseñado también la única lección que Alex había aprendido de verdad: “el
más fuerte se come al más débil y nosotros somos más fuertes que nadie”. Unos
meses después, decidió irse a hacer fortuna fuera del pueblo y nunca más
volvió. Algunos decían que había conseguido mucho dinero y había formado una
nueva familia en la otra punta del país, otros creían que había muerto
realizando algún trabajo riesgoso, pero la mayoría simplemente concordaba en
que, para alguien que solía hablar de ser el más fuerte, el mundo afuera del
pueblo tan solo se lo había comido y él, avergonzado, había decidido no volver
a casa. Alex nunca aceptó esto y seguía esperando que su padre regresara algún
día. La que si lo había aceptado era la madre de Alex que, no mucho después de
la irrupción en el pueblo del Rey de los Ciervos, ya no solo compartía con él
el día de trabajo sino también la noche de placer.
Rodríguez
miró a Alex directo a los ojos cuando le dijo que no le creía. “Todos saben que
el Rey de los Ciervos era un asesino de la mafia que había testificado en
contra de sus jefes y cuando lo encontraron se lo llevaron en dos o tres
valijas”, dijo y todos los amigos asintieron. Esa era la explicación que más
había circulado en el pueblo sobre la desaparición del hombre, hasta la policía
la había adoptado y debido a eso la investigación había sido casi un trámite.
Pero Alex se mantuvo firme, “fui yo”, aseguraba y explicó que lo había hecho
con su rifle de caza, sobre una lona que había dispuesto para la ocasión, en el
descampado detrás del bar mientras su padrastro iba al depósito a buscar más
barriles de cerveza. Contó también como había arrastrado el cuerpo hasta la
camioneta, como lo había colocado en la gran caja de herramientas y lo había
enterrado en el bosque. Una vez más, Charly comenzó a reírse solo para
detenerse igual de rápido. Los amigos se miraron, era cierto que Alex había
tenido que comprar una nueva caja de herramientas, pero todos sabían que la
anterior estaba casi nueva. Diego rompió el silencio: “Si es verdad, queremos
verlo”. Todos esperaban que Alex se echara atrás, que admitiera la mentira,
pero lo que hizo fue abollar su lata vacía de cerveza, arrojarla al costado del
camino, eructar con una profundidad destinada solo al más serio de los
compromisos y comenzar a manejar en dirección al bosque.
Mientras
descendían de la camioneta frente a un tramo del bosque que se veía igual que
todos los demás Alex, que lideraba al grupo giró: “Mateo, traé la motosierra y
un par de hachas, que no es fácil llegar a donde está el cuerpo”. Los cinco
amigos se internaron en el bosque, deteniéndose apenas un momento cuando
Rodríguez tuvo que dejar contra algún árbol el líquido caliente en el que se
había convertido la cerveza fría. Al avanzar, todos se reían, contaban chistes
y se hacían bromas, como si en vez de ir en busca de un cadáver fuesen a comer
un picnic en una tarde de verano. Sin embargo, luego de caminar por un rato,
las palabras comenzaron a morir lentamente en las gargantas de aquellos hombres
que, ya empezando a dudar de su cometido, estaban más dispuestos a volver y
aceptar la historia sin necesidad de pruebas. Pero Alex, herido en su orgullo,
no lo permitió. Siguió avanzando sin notar que el bosque a su alrededor se
volvía, si era posible, aún más oscuro, como si los árboles hubieran sido
cubiertos de brea. Los ruidos de animales que podían escucharse cuando
empezaron el trayecto, habían decidido no acompañarlos más. Los cinco amigos
entendieron sin decirlo que si iban a llegar hasta su destino lo iban a hacer
solos.
Casi
no había luz cuando llegaron, la arboleda no permitía ya ver la Luna y el mismo
bosque parecía comerse los haces de las linternas. Mateo iba al frente con la
motosierra, no era tanto que la necesitaran ya para abrirse paso, pero la
mantenía encendida para que el ruido del motor llenara algo del silencio. De
repente, la tierra cedió bajo sus pies, por suerte, la motosierra cayó en el
suelo donde siguió emitiendo un rítmico sonido que se perdió bajo la puteada
del hombre. Iluminaron como pudieron el gran pozo en donde Mateo estuvo a punto
de caer, en el centro, rodeada de retorcidas raíces estaba la vieja caja de
herramientas de Alex, el metal se había oscurecido, casi no se distinguía de la
negra tierra que la rodeaba. “Al menos la hubieras tapado” exclamó Rodríguez ya
sin ningún atisbo de duda en su voz. “La tapé”, dijo Alex mientras intentaba
que no se notara el miedo, “seguro que las lluvias movieron la tierra suelta”,
agregó más para convencerse a sí mismo. “Mejor volvamos”, dijo Charly, pero
Alex, determinado a ser el más alfa de los machos, bajó tambaleante hasta la
caja y desafió a los demás a abrirla con él.
Y ahí
estaba el Rey de los Ciervos, tan enorme y tan vestido de negro como todos lo
recordaban, pero considerablemente más muerto. Manchado de barro y sangre seca,
con un orificio de bala que le atravesaba el cuello de lado a lado. Con los
negros ojos abiertos y la mirada perdida en la eternidad. Alex resopló
profundamente dispuesto a regodearse en el silencio que implicaba su victoria y
hasta estaba por proponer el regreso cuando lo escuchó. Venía de la profundidad
del bosque, el ruido de cascos en el piso, de aleteos de grandes aves, de
huesos reacomodándose y dientes golpeando. Luego del sonido llegó el olor a
carne podrida que se hacía cada vez más intenso. Lo supieron instintivamente y
comenzaron a correr sin mediar palabra. Apuraron el paso cuando detrás de
ellos, desde el agujero en el piso, desde la vieja caja de herramientas
comenzaron a escuchar ruidos de algo moverse y una carcajada profunda que resultaba
al mismo tiempo familiar y, debido a esa misma familiaridad, aterradora.
Diego
iba a la cabeza del grupo cuando los vio salir de entre los árboles, cuernos
afilados y colgajos de carne podrida. La estipulación estatal dictaminaba un
número máximo de ciervos por cazador por año, pero los cinco amigos nunca la
habían respetado y, como no podían arriesgarse a que los vieran sin contar con
que para ellos el punto de matar animales era simplemente matarlos, no tenían
problema en dejar los cuerpos en el bosque para ser devorados por otros
animales, para pudrirse en el sinsentido de la muerte. Y eran esos animales los
que se levantaban ahora para darles la bienvenida, tanto al bosque, como a la
muerte. Diego, responsable de la mayor cantidad de sangre derramada, recibió en
el estómago una cornamenta que penetró fácilmente la piel, la sintió subir por
su cuerpo y su grito solo fue cortado por el sonido de la motosierra con la que
Mateo, ya demasiado tarde, intentaba salvarlo.
Luego
de casi ser cortada en dos, la cosa que había sido un ciervo cayó al piso para,
de inmediato, empezar a levantarse otra vez. Rodríguez intentó correr para otro
lado, pero el hueso roto de una enorme pata se le clavó en el pecho cuando otro
ciervo se le abalanzó. No había salida por ningún lado. Los dos cayeron al
suelo debido a la fuerza de la embestida. Rodríguez era el más corpulento de
los cinco, ahora cuatro, hombres, e intentó dar pelea mientras Charly se
arrojaba sobre la bestia para intentar salvar a su amigo. Alex, por otro lado,
hizo lo que los más ruidosos machos alfa suelen hacer: se quedó helado mientras
su valor se le escapaba en forma líquida por la pierna izquierda del pantalón.
Lo sintió a sus espaldas antes de que el grito de Mateo llegara para
advertírselo. Olía a tierra y a sangre coagulada, emanaba un inesperado calor
para un cadáver. No pudo ni siquiera girarse a verlo, sabía que el Rey de los
Ciervos estaba detrás de él. Su mano en su hombro le resultó mucho más grande
de lo que la recordaba. Su otra mano lo tomó de la cabeza. Alex cerró los ojos.
Charly
y Mateo vieron cómo, con un rápido movimiento que hasta podría haberse
descripto como delicado, el gigantesco hombre vestido de negro separaba la
cabeza de Alex de su cuerpo para, sin soltarla, quedarse simplemente parado,
mirándolos con una sonrisa en el rostro. Podían oírlos a su alrededor, podían
olerlos. Cientos de cuerpos que antes habían sido animales. No había
escapatoria, los dos amigos dejaron caer sus armas y, cuando escucharon una vez
más esa familiar carcajada entendieron que después de terminar con ellos, el
Rey de los Ciervos y su séquito podrido iban a continuar con el pueblo, porque a
la vegetación no le gusta la invasión del asfalto y, tarde o temprano, el
bosque siempre recupera lo que le pertenece.
Milo
Mantenna
escribí
un relato de terror contando la historia que
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