domingo, 18 de junio de 2023

El Rey de los Ciervos

Ya estaban borrachos cuando Alex lo dijo. Había sido un día largo de trabajo y los cinco amigos, en un desesperado intento por evitar a sus mujeres y por revivir sus días de gloria en la secundaria, estaban, desde hacía horas, bebiendo cerveza fría y contando memorables historias de conquistas calientes. Aunque, en rigor de verdad, la cerveza estaba cada vez más tibia, los días de gloria nunca fueron tan gloriosos y lo más memorable de las conquistas era lo improbable que sonaban. Como suele pasar, cuando se acabaron las historias de sexo comenzaron las historias de muerte. Al igual que la mayoría de los habitantes del pueblo, los cinco amigos eran cazadores y, entre cazadores, nada mejor para comparar el tamaño de sus rifles que calcular con matemática precisión el número exacto de litros de sangre que tienen en las manos.

 

Entre los cinco calculaban más de quinientas muertes. Algunas aves, algunos conejos, pero, en su mayoría, las víctimas eran los ciervos que poblaban el cercano bosque dónde los amigos solían trabajar. El pueblo había sido construido en un claro, todo a su alrededor era un denso bosque de árboles macizos. La única forma de llegar al pueblo era a través de una carretera ganada a la naturaleza, pero a la vegetación parecía no gustarle la invasión del asfalto y cada día intentaba recuperar el terreno. Los cinco amigos, formaban parte de una de las tantas cuadrillas que recorría día a día la carretera para mantener a raya al bosque. Después de cada arduo día de trabajo, solían sentarse en la camioneta en los límites del claro para observar el resultado de su labor y beber cerveza. Y fue ahí, después de que el número de muertes de Diego sobrepasara por mucho al suyo, que Alex, con su masculinidad amenazada lo dijo: “Eso no es nada, ustedes sólo mataron animales. Yo maté al Rey de los Ciervos”.

 

Los amigos lo miraron en silencio. Charly esbozó una risa incómoda, pero se detuvo de inmediato cuando entendió que nadie más se reía. El Rey de los Ciervos era como todos en el pueblo habían comenzado a llamar al padrastro de Alex debido a sus campañas de preservación del bosque y su fauna. Era un hombre corpulento, que siempre vestía negro y que, a diferencia de la mayoría de los habitantes, no había nacido ahí. Había llegado un día por la ruta, con un camión lleno de muebles viejos y un maletín lleno de dinero con el que compró el viejo bar de la avenida principal. La madre de Alex trabajaba para el dueño anterior y continuó haciéndolo bajo la nueva administración. Nadie sabía demasiado sobre el pasado del Rey de los Ciervos, solo que decía que había ido al pueblo a retirarse y que no le gustaba que los vecinos cazaran en el bosque porque había visto demasiada muerte en su vida. No permitía que nadie trajera armas a su bar y, si alguien osaba detenerse en el estacionamiento con ciervos muertos, le prohibía la entrada. Al principio no fue demasiado popular entre los vecinos, pero invitaba muchos tragos, siempre sonreía, tenía una carcajada contagiosa y encima era el dueño del único bar. Eso tiende a acarrear el peso suficiente como para balancear ciertas excentricidades. Con el tiempo, la gente lo había aceptado, respetado e incluso, tal vez, lo habían empezado a querer. Hasta que un día, de la nada, desapareció.

 

El padre biológico de Alex no se había quedado mucho en su vida, cuando tenía seis años se lo había llevado al bosque, le había enseñado a disparar y, con eso, le había enseñado también la única lección que Alex había aprendido de verdad: “el más fuerte se come al más débil y nosotros somos más fuertes que nadie”. Unos meses después, decidió irse a hacer fortuna fuera del pueblo y nunca más volvió. Algunos decían que había conseguido mucho dinero y había formado una nueva familia en la otra punta del país, otros creían que había muerto realizando algún trabajo riesgoso, pero la mayoría simplemente concordaba en que, para alguien que solía hablar de ser el más fuerte, el mundo afuera del pueblo tan solo se lo había comido y él, avergonzado, había decidido no volver a casa. Alex nunca aceptó esto y seguía esperando que su padre regresara algún día. La que si lo había aceptado era la madre de Alex que, no mucho después de la irrupción en el pueblo del Rey de los Ciervos, ya no solo compartía con él el día de trabajo sino también la noche de placer.

 

Rodríguez miró a Alex directo a los ojos cuando le dijo que no le creía. “Todos saben que el Rey de los Ciervos era un asesino de la mafia que había testificado en contra de sus jefes y cuando lo encontraron se lo llevaron en dos o tres valijas”, dijo y todos los amigos asintieron. Esa era la explicación que más había circulado en el pueblo sobre la desaparición del hombre, hasta la policía la había adoptado y debido a eso la investigación había sido casi un trámite. Pero Alex se mantuvo firme, “fui yo”, aseguraba y explicó que lo había hecho con su rifle de caza, sobre una lona que había dispuesto para la ocasión, en el descampado detrás del bar mientras su padrastro iba al depósito a buscar más barriles de cerveza. Contó también como había arrastrado el cuerpo hasta la camioneta, como lo había colocado en la gran caja de herramientas y lo había enterrado en el bosque. Una vez más, Charly comenzó a reírse solo para detenerse igual de rápido. Los amigos se miraron, era cierto que Alex había tenido que comprar una nueva caja de herramientas, pero todos sabían que la anterior estaba casi nueva. Diego rompió el silencio: “Si es verdad, queremos verlo”. Todos esperaban que Alex se echara atrás, que admitiera la mentira, pero lo que hizo fue abollar su lata vacía de cerveza, arrojarla al costado del camino, eructar con una profundidad destinada solo al más serio de los compromisos y comenzar a manejar en dirección al bosque.

 

Mientras descendían de la camioneta frente a un tramo del bosque que se veía igual que todos los demás Alex, que lideraba al grupo giró: “Mateo, traé la motosierra y un par de hachas, que no es fácil llegar a donde está el cuerpo”. Los cinco amigos se internaron en el bosque, deteniéndose apenas un momento cuando Rodríguez tuvo que dejar contra algún árbol el líquido caliente en el que se había convertido la cerveza fría. Al avanzar, todos se reían, contaban chistes y se hacían bromas, como si en vez de ir en busca de un cadáver fuesen a comer un picnic en una tarde de verano. Sin embargo, luego de caminar por un rato, las palabras comenzaron a morir lentamente en las gargantas de aquellos hombres que, ya empezando a dudar de su cometido, estaban más dispuestos a volver y aceptar la historia sin necesidad de pruebas. Pero Alex, herido en su orgullo, no lo permitió. Siguió avanzando sin notar que el bosque a su alrededor se volvía, si era posible, aún más oscuro, como si los árboles hubieran sido cubiertos de brea. Los ruidos de animales que podían escucharse cuando empezaron el trayecto, habían decidido no acompañarlos más. Los cinco amigos entendieron sin decirlo que si iban a llegar hasta su destino lo iban a hacer solos.

 

Casi no había luz cuando llegaron, la arboleda no permitía ya ver la Luna y el mismo bosque parecía comerse los haces de las linternas. Mateo iba al frente con la motosierra, no era tanto que la necesitaran ya para abrirse paso, pero la mantenía encendida para que el ruido del motor llenara algo del silencio. De repente, la tierra cedió bajo sus pies, por suerte, la motosierra cayó en el suelo donde siguió emitiendo un rítmico sonido que se perdió bajo la puteada del hombre. Iluminaron como pudieron el gran pozo en donde Mateo estuvo a punto de caer, en el centro, rodeada de retorcidas raíces estaba la vieja caja de herramientas de Alex, el metal se había oscurecido, casi no se distinguía de la negra tierra que la rodeaba. “Al menos la hubieras tapado” exclamó Rodríguez ya sin ningún atisbo de duda en su voz. “La tapé”, dijo Alex mientras intentaba que no se notara el miedo, “seguro que las lluvias movieron la tierra suelta”, agregó más para convencerse a sí mismo. “Mejor volvamos”, dijo Charly, pero Alex, determinado a ser el más alfa de los machos, bajó tambaleante hasta la caja y desafió a los demás a abrirla con él.

 

   Y ahí estaba el Rey de los Ciervos, tan enorme y tan vestido de negro como todos lo recordaban, pero considerablemente más muerto. Manchado de barro y sangre seca, con un orificio de bala que le atravesaba el cuello de lado a lado. Con los negros ojos abiertos y la mirada perdida en la eternidad. Alex resopló profundamente dispuesto a regodearse en el silencio que implicaba su victoria y hasta estaba por proponer el regreso cuando lo escuchó. Venía de la profundidad del bosque, el ruido de cascos en el piso, de aleteos de grandes aves, de huesos reacomodándose y dientes golpeando. Luego del sonido llegó el olor a carne podrida que se hacía cada vez más intenso. Lo supieron instintivamente y comenzaron a correr sin mediar palabra. Apuraron el paso cuando detrás de ellos, desde el agujero en el piso, desde la vieja caja de herramientas comenzaron a escuchar ruidos de algo moverse y una carcajada profunda que resultaba al mismo tiempo familiar y, debido a esa misma familiaridad, aterradora.

 

Diego iba a la cabeza del grupo cuando los vio salir de entre los árboles, cuernos afilados y colgajos de carne podrida. La estipulación estatal dictaminaba un número máximo de ciervos por cazador por año, pero los cinco amigos nunca la habían respetado y, como no podían arriesgarse a que los vieran sin contar con que para ellos el punto de matar animales era simplemente matarlos, no tenían problema en dejar los cuerpos en el bosque para ser devorados por otros animales, para pudrirse en el sinsentido de la muerte. Y eran esos animales los que se levantaban ahora para darles la bienvenida, tanto al bosque, como a la muerte. Diego, responsable de la mayor cantidad de sangre derramada, recibió en el estómago una cornamenta que penetró fácilmente la piel, la sintió subir por su cuerpo y su grito solo fue cortado por el sonido de la motosierra con la que Mateo, ya demasiado tarde, intentaba salvarlo.

 

Luego de casi ser cortada en dos, la cosa que había sido un ciervo cayó al piso para, de inmediato, empezar a levantarse otra vez. Rodríguez intentó correr para otro lado, pero el hueso roto de una enorme pata se le clavó en el pecho cuando otro ciervo se le abalanzó. No había salida por ningún lado. Los dos cayeron al suelo debido a la fuerza de la embestida. Rodríguez era el más corpulento de los cinco, ahora cuatro, hombres, e intentó dar pelea mientras Charly se arrojaba sobre la bestia para intentar salvar a su amigo. Alex, por otro lado, hizo lo que los más ruidosos machos alfa suelen hacer: se quedó helado mientras su valor se le escapaba en forma líquida por la pierna izquierda del pantalón. Lo sintió a sus espaldas antes de que el grito de Mateo llegara para advertírselo. Olía a tierra y a sangre coagulada, emanaba un inesperado calor para un cadáver. No pudo ni siquiera girarse a verlo, sabía que el Rey de los Ciervos estaba detrás de él. Su mano en su hombro le resultó mucho más grande de lo que la recordaba. Su otra mano lo tomó de la cabeza. Alex cerró los ojos.

 

Charly y Mateo vieron cómo, con un rápido movimiento que hasta podría haberse descripto como delicado, el gigantesco hombre vestido de negro separaba la cabeza de Alex de su cuerpo para, sin soltarla, quedarse simplemente parado, mirándolos con una sonrisa en el rostro. Podían oírlos a su alrededor, podían olerlos. Cientos de cuerpos que antes habían sido animales. No había escapatoria, los dos amigos dejaron caer sus armas y, cuando escucharon una vez más esa familiar carcajada entendieron que después de terminar con ellos, el Rey de los Ciervos y su séquito podrido iban a continuar con el pueblo, porque a la vegetación no le gusta la invasión del asfalto y, tarde o temprano, el bosque siempre recupera lo que le pertenece.         

 

 

 

Milo Mantenna

escribí un relato de terror contando la historia que

nos brinda el conjunto de estas imágenes.

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