Un libro
nunca pertenece a nadie. Lo sé porque yo soy uno. Soy una novela, para ser
exactos la opera prima de un autor desconocido, un escritor novel al que
cariñosamente llamo mi Padre. Puedo sentir en cada una de las palabras impresas
en mi interior el amoroso cariño profesado por mi padre durante el largo parto
que supuse. Cada palabra, cada frase, revisada hasta la extenuación en un
clímax de perfeccionismo delirante. Recuerdo aquella rotativa modesta, en un
periférico barrio de Lima, conozco ese dato porque en la página posterior a mi
portada poner “Impreso en Lima”. Sé que era modesta porque apenas se
imprimieron copias de mi, apenas un centenar de hermanos. La rotativa, a la que
llamo Madre, imprimía una página tras otra y nos depositaba en una larga cinta
donde un especializado brazo mecánico se dedicaba a apilarnos, para
inmediatamente pegar nuestras páginas a la portada y contraportada que se
habían confeccionado en otro lugar. Reunidas todas las páginas con aquel
pegamento a mi lomo, quedando portada y contraportada perfectamente ajustadas a
mi contorno, nací.
A
diferencia de los humanos, los libros poseemos una conciencia muy vívida desde
nuestro más tierno nacimiento. En aquel instante, de mi venida a este mundo,
miré en derredor y conté unos cien ejemplares. Todos mis hermanos, iguales en
nacimiento, pero con destinos diferentes.
Recuerdo
que la mitad fuimos separados y apilados en cajas de cartón. A mi me colocaron
en el fondo de una de aquellas cajas, y pude sentir el peso de mis hermanos
encima de mi. Acabamos en una librería de una ciudad desconocida. Aquella caja
de cartón donde yacíamos se apiló en un rincón del modesto almacén. Y en
aquella esquina permanecimos mucho tiempo mis hermanos y yo. Recuerdo el júbilo
de uno de mis hermanos al ser escogido para ser expuesto en la estantería del
mostrador de entrada.
Con el
paso del tiempo algún lector compraba al hermano expuesto en el mostrador de
entrada. Este acto tan simple suponía una gran alegría para todos nosotros,
pues posibilitaba que otro hermano idéntico al que marchaba ocupara dicho lugar
en el mostrador de entrada. Y así el tiempo fue pasando. Un hermano tras otro,
con una lentitud terrible, marchaban de la caja de cartón, hasta que el final
sólo quede yo.
Mi
destino, no obstante, no era ser expuesto al público. Mi ego se sintió un tanto
denostado aunque el futuro me deparaba una grata sorpresa. Era ya de noche
cuando las luces mortecinas de la calle se comenzaron a encender, las ya
acostumbradas manos arrugadas que a tantos hermanos habían agarrado, se
apoderaron en esta ocasión de mi. Eran las manos que reponían hermanos uno tras
otro en el escaparate de entrada. Deduje, con cariño, que era la librera. Me
recogió tiernamente del fondo de la caja y me apretó contra sus viejos y caídos
pechos. Cerró la puerta con llave y bajó la verja metálica del establecimiento.
De esta forma deambulé por vez primera por las calles de esa ciudad hasta
entonces desconocida para mi. En una pequeña pintada en una pared de ladrillos
leí “Barrio de Huaranguillo resiste”. Pasadas unas cuantas calles, la librera
se paró en un portalón grande, con metálicas verjas negras acabadas en punta, y
una casa pequeña de dos plantas me recibía.
Aquella
noche realicé el amor por primera vez. Fui leído, toda mi virginidad perdida en
un acto de amor inconmensurable, y la librera leía con apasionamiento cada
letra de mi interior, devorando cada capítulo con ansía. Pude observar por las
arrugas de su cara y la comisura de sus labios el impacto de mis palabras en
ella. Apartaba constantemente de la linea de visión su melena tímidamente
recogida en una exigua cola de pelo blanco. Al llegar a la pagina setenta y
siete lloró amargamente. No la culpo, ese es un capítulo realmente triste,
cuando el pequeño Tomás pierde a su querido perro "Lobo" en el
interior del bosque. Y así, con lagrimas en sus ojos, acabó mi primera noche de
amor.
Al otro
día continuamos el apasionamiento desmesurado de nuestra secreta pasión. La
librera continuó ojeandome extasiada, estábamos hechos el uno para el otro. Esa segunda noche leyó a un
ritmo más rápido todavía, quizás fuera porque estaba menos cansada o porque
quizás me encontraba interesante. Nuevamente lloró en dos ocasiones más aquella
noche, cuando Tomás, ya convertido en adolescente marchó a la guerra
abandonando todo lo que quería que no era mucho. Finalmente una lágrima suya se
derramó en la entrada del capitulo veinticuatro, cuando Tomás pierde en batalla
a Jeffrey Miranda, un hermano de armas y amigo, una amistad forjada en la
necesidad del campo de batalla. Esa noche nuestro apasionamiento acabo en ese
punto. Estuve esperando con ansia todo el día en la mesita de noche.
La ultima
noche me leyó tan rápido que no me dio tiempo ni a despedirme. Cerró con fuerza
la ultima página. Quizás le disgustó mi final o esa noche estaba cansada. Cenó
y después de ducharse, mucho más tranquila, me recogió de la mesita de noche y
me depositó en una gran estantería gigantesca repleta de libros, su arrugada
mano me ubicó al lado de un serio "Diccionario de Gramática". Y allí
permanecí durante mucho tiempo. Acabé intimando con el viejo "Diccionario
de Gramática" y aprendí interesantes cosas de él. Algunas noches veía
pasar a mi librera y rememoraba aquellas tres noches junto a ella. Pero ella
siempre poseía nuevos amantes en ocasiones más jóvenes. Sin embargo, lejos de
sentir celos de ellos, veía a todos esos libros como futuros hermanos de
estantería con un amor común por aquella mujer.
Entonces
sucedió algo triste. Un día la librera se desmayó y cayó al suelo. No se volvió
a levantar. Pasaron muchos días hasta que unos hombres vestidos de blanco
entraron en la casa y se la llevaron.
Hubo de
pasar mucho tiempo hasta que otros hombres volvieron a hollar aquella vivienda.
Uno de ellos poseía un cierto parecido en fisonomía a la librera. Mi amigo el
“Diccionario de Gramática” me susurró que efectivamente era un nieto. Mientras
paseaban por delante de nuestra morada, la estantería, discutían acerca de algo
denominado precio de venta.
Aquel
mismo día, todos mis recién adquiridos hermanos y yo acabamos en una furgoneta
muy vieja y destartalada, con un cartel mohíno en el que se podía leer:
"~Vello
libro~. Libros de segunda mano y ocasión."
Estábamos
todos almacenados en una húmeda caja de madera en un caos de perfecto desorden.
La estantería de nuestra amada librera me parecía ya un lugar cálido y lejano.
Recorrimos lo que me pareció una infinidad de kilómetros.
Nuestro
nuevo dueño, un tal Oscar, nos llevaba cada Domingo a un mercado de viejo
situado en la Plaza de Armas de una gran ciudad de nombre desconocido para mi.
Nos depositaba en el suelo de aquella plaza cuadrada, donde a decenas de metros
una estatua de un hombre vestido de época y con un libro en su mano, acompañado
de varios ángeles y un león, nos observaban impertérritos desde su altura. Ante
mi gran ignorancia e incipiente curiosidad decidí preguntar a mi docto amigo el
"Diccionario de Gramática". La estatua pertenecía a un tal Pedro
Domingo Murillo y nos encontrábamos en una ciudad muy importante de una país
llamado Bolivia. En aquel lugar quizás pudieramos encontrar un nuevo amante que
quisiera realizar el amor con nosotros, me aseguró mi amigo. Es curioso pensar
que con tan sólo apenas cinco años en mi lomo, ya pudiera ser considerado viejo
y ser vendido en un mercado como tal.
La rutina
se repitió cada Domingo. Oscar, con su pelo oscuro y su cansada cara, empujaba
nuestra caja hacia la furgoneta muy temprano, a una hora en que el astro rey
aun no había despuntado en la linea de cielo. Al llegar al destino montaba una
roída manta en el suelo, que en ocasiones aderezaba con un tenderete de techo
de plástico para protegernos de las finas lluvias. Una vez colocado el puesto,
nos amontonaba sin ningún orden concreto en aquel improvisado mostrador, para
ofrecernos a los futuros amantes-lectores.
Entonces
apareció él. Juan Carlos era bajito y poseía esa cara de inocencia de los
humanos de corta edad. Fue un amor a primera vista, aunque creo que se enamoro
más de mi tapa que de la sinopsis de mi historia. Debo reconocer que la imagen
de mi portada es muy llamativa. Es una foto antigua de un soldado, en la imagen
se representaba al personaje principal, Tomás, mirando valientemente desde una
loma. Juan Carlos, o Gauchito, como lo llamó con cariño su papa, se enamoró de
mi y ya dicen que en el amor la edad no importa. Gauchito, o sea el pequeño
Juan Carlos, convenció a su papa de mi adquisición. El padre me agarró de la
tapa, comprobó con un análisis casi forense mi contenido en busca de taras o
páginas arrancadas, yo no era tan viejo, pero los días expuesto al sol
abrasador, la lluvia, y al cajón de madera donde nos deformabamos cada día los
unos apretados contra los otros, habían realizado pequeñas mellas en mi. Una de
mis esquinas estaba ligeramente doblada y mis tapas andaban un tanto
descoloridas. Aunque lejos de parecer menos atractivo, esas imperfecciones
mejoraban y realzaban lo interesante que había en mi. Supongo que el papa de
Gauchito llegó a la misma conclusión puesto que contento de infinita alegría mi
nuevo amor me recibió entre sus manos con una alegría desproporcionada. Me
despedí secretamente de mis hermanos de estantería. Mi amigo, el
"Diccionario de Gramática", se despidió con su conocida solemnidad y
vasto apego.
Gauchito
no era lo que se podría definir un lector ávido. Su ritmo de lectura era de
apenas una página al día. Sin embargo me enamoró su tesón. Yo se que echaba en
falta alguna ilustración en mi interior, pero esa carencia no le hizo
abandonarme, ni desistir en nuestro apasionamiento. Impelido quizás por su afán
de querer finalizar mi historia, me leía con autentico esfuerzo, preguntando en
mil ocasiones a su papa por cada nueva palabra desconocida que hallaba en mi
interior.
Fueron
días muy tiernos aquellos. Mi relación con Gauchito era perfecta. Hasta que
llego Martín. Este personajillo, triste matón de patio de colegio,
entroncó mi felicidad al lado de mi
segundo amor. Con el poder de la fuerza me arrancó del lado de Gauchito en una
mañana de colegio en el patio de la escuela. Gauchito intentó recuperarme por
todos los medios a su alcance, pero Martín era un año y dos palmos mayor. El
combate desigual duró apenas unos minutos. El matón Martín se alejó conmigo en
sus manos mientras reía estúpidamente su malvada acción.
Durante
un rato, este personajillo fruto del fracaso escolar, me llevo camino arriba
ojeando curiosamente su recién adquisición. Quizás debería haberme hecho a la
idea de este nuevo dueño, pero esa idea pasó por mis páginas muy rápidamente.
Martín era una mente grave, me abrió por la mitad y cuando vi su palurda cara
de sorpresa al no encontrar ninguna ilustración en mi interior supe que jamas
podríamos encontrarnos en un lugar común. Era una relación rota desde el
inicio. Al doblar la esquina me lanzó sin ninguna clase de preocupación al
suelo.
Allí
tirado el tiempo pasó y pensé, no sin cierto desánimo, en mi triste final
tirado en el sucio suelo. También imaginé la tristeza de Gauchito en este
'coitus interruptus' . Ya nunca conocería mi final.
Al alba
aparecieron unos humanos con trajes verdes reflectantes. Ambos llevaban sendos
utensilios de limpieza, que si no equivoco con mi mal formado vocabulario
humano, ambos utensilios son llamados escobas. Uno de ellos me barrió al interior de un cubículo cuadrado y oscuro. Un mar de
basura me envolvía estrechamente y de suerte que no poseo olfato, pues ni
siquiera quise imaginar la pestilencia de mi alrededor.
Fui
zarandeado de un lado a otro en la oscuridad de aquel receptáculo lleno de
porquería inmunda. Entonces el reducido habitáculo permaneció en quietud
durante un tiempo indefinido mientras un ruido de motor se encendía y nos
poníamos en marcha. Este proceso se repitió un rato. Hasta que llegamos a un
lugar donde pude escuchar ruidos de maquinaria. Un ruido conocido llegó a mi,
pues era muy similar a la cinta transportadora donde nací e inevitablemente me
acordé de Madre, ¿estaba en una imprenta?
El tiempo
pasó agotadoramente entre aquella inmundicia, y de nuevo mi sucia comodidad fue
sacudida. El receptáculo donde estábamos se inclinó cuarenta y cinco grados con
un movimiento brusco. A todo este movimiento fue acompañando un fuerte ruido
metálico. Entonces la gravedad realizó su natural aparición, el techo de
nuestro receptáculo fue abierto, y caí junto con toda la basura de mi alrededor
a una cinta transportadora. Definitivamente no era una imprenta, aunque el
ruido característico de la cinta era igual. Supongo que estas cintas
transportadoras se fabrican en el mismo lugar, en cadena, al igual que yo y mis
hermanos. Este mundo sólo sabe construir piezas en serie, no hay lugar para la
individualidad. Entonces, gracias en parte a mucho del conocimiento transmitido
por mi amigo el “Diccionario de Gramática”, pude suponer que me encontraba en
una planta de tratamiento de residuos. La cinta nos acercaba a unas pinzas que
sesgaban la basura. Ya intuí cual sería mi final. Sesgado y troceado hasta
formar parte de un todo de despojos unido ‘ad eternum’ con la basura que me
rodeaba.
Esto me
recordó a aquel capítulo, cuando Tomás volvió a su pueblo natal inválido de
guerra. Ya nadie de sus conocidos quedaban en aquel lugar, pero la fuerza de la
nostalgia le pudo y supuso (equivocadamente) que su villa natal le acogería con
los brazos abiertos. Tomás fue repudiado por indigente e inválido, por suerte
la guerra abre las miras de la supervivencia y dejando de lado su pena, rebuscó
entre la basura. De aquella manera logró sobrevivir durante mucho tiempo. Es un
capitulo realmente lamentable, sobretodo después de haber leído sobre sus actos
heroicos, leer como un héroe de guerra vuelve a su hogar para tan sólo encontrar
un patético final.
En aquel
momento imploré ayuda a Gutenberg. Reconozco que fue por pura desesperación
porque todos los libros de mi generación ya sabemos que Gutenberg no existió
nunca. Aun así, movido por ese sentimiento de angustia, seguí implorando la
ayuda milagrosa de Gutenberg. Justo a escasos metros de las cuchillas segadoras
unas enguantadas manos me extrajeron de aquella cinta transportadora del
infierno. "¿Que haces aquí pequeñín?" pude escuchar la voz de una
mujer relativamente joven que me miraba con curiosidad.
Me llevó
aparte y me depositó en una cajonera abierta por arriba y llena de agujeros a
los lados, en uno de sus laterales obserbé una etiqueta adhesiva con el titulo
"material de oficina y similares".
Tiempo
después, otros operarios con distinta vestimenta, comenzaron a separarnos según
una clasificación que al principio no supe discernir. Al final de un extraño
proceso de separación fui agrupado junto con otros doce libros. Me sorprendió
ver una antigua edición de “Don Quijote de la mancha”, bastante valiosa. Realmente
los humanos desconocen el valor de las cosas de las que se desprenden. De la
cajonera con agujeros nos embarcaron al interior de una furgoneta repleta de
más libros. Así estuvimos bastantes semanas. Cada día aparecían más cajoneras
llenas de libros. Un buen día, cuando la furgoneta estuvo atestada hasta arriba
de cajoneras con libros, otro humano vestido con un extraño vestido azul se
introdujo en la parte delantera del vehículo y partimos de la planta de
reciclaje.
Todos los
libros nos encontrábamos en una inquietante espera. Ninguno conocía cual seria
nuestro paradero final. "¿Quizás nos incineren?" comentaba
pésimamente una obra de Edgar Allan Poe. Los rumores y suposiciones iban en
aumento.
Nuevamente
esto me recordó a los capítulos finales de Tomás en su ciudad natal. Su estado
de salud menguaba. Su estado físico no era ya el del antaño soldado dispuesto a
morir por sus amigos en el campo de batalla. Para suerte de Tomás, Nataly se
cruzó en su paso, era ella una bondadosa enfermera de la región que regentaba
un antiguo hospital de acogida. Entablaron conversación y después de una serie
de felices acontecimientos Tomás emprendía viaje con Nataly en su furgoneta.
Días después moría feliz en el hospital de Nataly, recordando brevemente todos
los momentos intensos de su vida. Y dando las gracias por ir a morir a un lugar
bueno y con dignidad.
La
furgoneta paró. Supuse que habíamos llegado a nuestro destino. Un secreto
chillido, tan solo perceptible por nosotros los libros, explotó en el interior
de la furgoneta. Temí lo peor al principio, pero después el chillido se
convirtió en una explosión de alegría que sobrevino a los libros apilados
encima de mi. Es un ‘déjà vu’ pues mi destino parece intimamente ligado a estar
debajo del todo de la pila. Y en esa situación no comprendía el inesperado
júbilo. Entonces el humano vestido de azul fue extrayendo cajonera a cajonera.
Las cajas y hermanos que estaban apilados encima de mi desaparecían a un ritmo
constante uno detrás de otro. Hasta que la luz del interior se coló por entre
las rendijas de agujeros y huecos de los libros apilados. Entonces pude
comprender aquel estallido de felicidad entre mis hermanos de infortunio.
Estábamos en una calle estrecha delante de un edificio de cuatro plantas de apariencia
bastante antigua. En el letrero de madera antigua se leía "La biblioteca
de libros perdidos".
FIN
Consigna: Escribir un relato ―género y tiempo
verbal a elección― donde cuentes una historia que creas que va a ganar,
inédita, escrita especialmente para el torneo.
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