Ella
se apoya en la pared tratando de recuperar el aliento. Está agotada y eso se
nota en su cara. Bajos sus ojos, grandes bolsas violáceas dan fe del esfuerzo
titánico al que ha sometido a su cuerpo durante los últimos días. Las mangas
del blusón blanco, manchado por el barro del camino, están arremangadas más
allá del codo. Un ramalazo de rebeldía hace que sonría al pensar que cualquiera
que la vea la tildará de todo menos de decente por enseñar la blanca piel de
sus brazos. Pero que más le da, sabe que en cuanto descubran lo que lleva consigo
ya nadie se acercará a ella. Así era como trataban a su marido.
Aún
recuerda cómo, cada noche junto al fuego, él maldecía al mundo que le daba de
lado al verlo entrar en el pueblo cargado con las pieles ensangrentadas de las
alimañas que había cazado. Detestaba oírlos susurrar a sus espaldas y odiaba la
hipocresía de aquellos que solo le toleraban cuando oían sonar la bolsa cargada
de monedas. Y ahora es a ella a quien le va a tocar lidiar con esas buenas
gentes si quiere sobrevivir.
Tras
descansar un poco, acomoda las piezas que lleva al hombro y vuelve a andar en
dirección a la casa consistorial. Con cada paso que da sus botas desgastadas
sisean contra el empedrado de la calle. Los pies doloridos y llenos de llagas
la acercan despacio a su destino. Al llegar a la entrada se detiene. Si la cruza
ya será, por y para siempre, la alimañera y deberá vivir con ello. Por
un instante está a punto de retroceder al soñar con otra vida, pero esos
anhelos se desvanecen ante la cruda realidad: desde que murió su marido todo ha
ido a peor y ya no le queda nada de lo poco que habían ahorrado. Así que,
decidida, entra dispuesta a enfrentarse a los poderes fácticos que gobiernan
este lugar en busca de una oportunidad que no se desmorone. Sube la escalera
señorial y llega al piso superior donde está el despacho del alcalde. Se planta
frente a la recia y noble puerta y llama con urgencia.
—Adelante —la voz que
viene del interior suena fuerte y clara.
La
chica empuja el portón y entra en la estancia. Trata de hacerlo con seguridad,
pero al ver que su señoría arruga la nariz ante el olor que ella trae consigo,
baja la cabeza avergonzada.
—Bienvenida, chiquilla.
Entra sin miedo que no te voy a comer —dice su interlocutor con voz sibilina y
peligrosa.
Ella
avanza unos pasos y deja caer su carga sobre el brillante suelo de mármol. El
alcalde se acerca y mira las pieles que hay a sus pies con cierto desagrado. No
se digna siquiera a rozarlas con sus zapatos.
—¿Cuánto quieres por todo
esto?
—Lo que es de ley, ni
más ni menos. 40 reales por el macho, 80 por la hembra y 20 por el lobezno.
—Estás de broma, ¿no?
—¿Por qué lo dice? Mi
marido, que en paz descanse, me dijo que estos eran los precios que vuestra
vuecencia le pagó la última vez que vino a hacer negocios con usted.
—Mi pequeña paloma, tu
marido era un buen alimañero, no te lo niego, tal vez el mejor y por eso me
sacaba esas plusvalías cada vez que me traía mercancía. Pero he de decirte que
tú tienes dos problemas: el primero es que los tiempos están cambiando y por
eso solo puedo ofrecerte una cuarta parte de lo que me pides. Y segundo, que
podría hacerlo si lo que me trajeses fuera de buena calidad.
—Lo son —dice ella con
voz trémula.
—Querida, no me puedes
engañar. Estos bichos llevan más tiempo muertos que mi santa madre. Esos
pellejos que me quieres colar están tan resecos que han perdido todo su color y
suavidad y por tanto no valen nada. Algo me dice que tú no los has matado. Si
mis cálculos no son erróneos me imagino que te los has encontrado descomponiéndose
en algún páramo perdido y has pensado que te servirían para continuar con el
negocio de tu marido. Déjame decirte algo, por lo que conozco a las personas,
tú no estás hecha para este trabajo.
Al
verse descubierta un rubor incontrolado estalla en sus mejillas, visible aun
estando su cara cubierta por una buena capa de suciedad.
—Tiene razón su
excelencia. No he sido capaz de matar a ningún lobo, pero compréndame, necesito
venderle estas pieles, aunque sea por la mitad de lo que le daba a mi marido.
Sepa que he tenido una falta y sin ese dinero no creo que pueda sobrevivir al
invierno y ver nacer a mi hijo. Necesito su ayuda, por favor. No me queda nada.
—De verdad que estaría
encantado de ayudarte, pero es que no puedo. Te lo explicaré: mis clientes
están esperando ansiosos bellas pieles con las que decorar sus grandes salones,
y las quieren sedosas y lustrosas, de esas que se obtienen cuando el corazón de
la bestia aún está caliente después de su postrer latido. Lo que me has traído
no me sirve para nada, es basura.
—No entiendo lo que me
dice. Creía que mi marido solo mataba a los lobos que habían atacado a rebaños,
a personas o cuando había demasiados.
—Me encanta tu
inocencia. Es verdad que de vez en cuando algún lobo se aventura fuera de los
riscos y de los bosques para bajar al valle y comerse alguna que otra oveja.
Pero yo le pagaba a tu marido no por acabar con esos lobos descarriados sino
para congraciarme con las altas esferas de la capital. Y si para cubrir pedidos
tenía que mentir o inventarme algún bulo macabro con un niño de protagonista,
pues lo hacía.
—No le creo. Mi esposo
siempre me contó que él amaba la naturaleza y que lo que hacía servía para
mantener el equilibrio natural, evitando así el descontrol y el caos.
—Qué ingenua. Ya te
digo yo que tu maridito te engañó. Él estaba en el ajo tanto como yo. Es más,
te diré que la pobreza que ahora te ahoga es fruto de su afición al buen vino y
a las piernas abiertas del burdel del pueblo. Pregunta allí si no me crees. Te
confirmarán que él era un cliente generoso, vicioso y habitual —dice el alcalde
riendo con ganas—. Ahora márchate y no me hagas perder más el tiempo. Y llévate
contigo esta bazofia ya que no aguanto su peste —dice mientras se da la vuelta.
—¡Se lo suplico! —dice
ella cogiéndolo del brazo—. ¡Cómpremelas por lo que sea! ¡Moriré si no lo hace!
El
alcalde se gira y la mira con desdén, pero al mismo tiempo hay deseo en sus
ojos. Con firmeza aparta la mano de ella y aprovecha para agarrarla con fuerza
de la muñeca y, de un tirón, la acerca a su cuerpo.
—¿Sabes que tengo una
habitación tras esa puerta de ahí? —dice señalando con la cabeza a sus
espaldas—. En ella, junto a una cómoda cama, hay una enorme bañera con una balda
repleta de los más exquisitos jabones y las más lujosas sales aromáticas de la
ciudad. Si quisieras no tendrías que ejercer este asqueroso trabajo de mierda.
El tiempo de este oficio ha acabado. Tu marido, aun sirviéndome bien, era una
reliquia del pasado con la que iba a terminar más pronto que tarde, ya que tengo
decidido usar métodos más modernos para conseguir los trofeos que necesito. Así
que date un buen baño y mientras lo haces, recapacita, tu futuro en este pueblo
dependerá de lo que suceda aquí en la próxima hora —dice mientras mete la mano
libre bajo la blusa de ella y acaricia con lujuria una de las tetas de la
chica—. La verdad es que ya se te están poniendo unas buenas ubres, eso hay que
reconocerlo. Además, como ya no hay riesgo de que tengas un hijo bastardo mío
pues mejor que mejor —trata de besarla en la boca, pero antes de que sus labios
lleguen siquiera a rozarla, ella lanza su mano libre y le araña en la cara con
sus sucias uñas rotas.
—¡Puta! —grita el
alcalde tocándose con la mano la piel dañada y viendo con aprensión que está llena
de sangre. Furioso, agarra por el pelo a la muchacha antes de que esta consiga
llegar a la puerta y la arroja con ganas contra la mesa que domina el despacho.
El golpe es tan brutal que ella cae al suelo como un fardo. Él, aprovechando su
indefensión, se acerca y le da una patada en el estómago que hace que ella se
desmaye de dolor. Sin mirar atrás, él se aleja de ella y sale de su despacho.
—¡Luis! ¡Ramón! ¡Venid!
—al momento, sus dos secretarios acuden a la llamada y se detienen, sin entrar,
a la espera de órdenes—. ¿Qué hacéis ahí parados? Quitadla de mi vista —dice
señalando a la muchacha.
—¿Qué quiere que
hagamos con ella?
—Nada. Ya me voy a
encargar yo de que nadie en cien kilómetros a la redonda le dé ni un mendrugo.
Disfrutaré viendo como sufre y muere.
*
* *
Ella
yace, casi sin fuerzas para levantarse, en el sencillo camastro que compartió
con aquel que la engañó. Bajo ella, en las sábanas, todavía permanece la reseca
mancha de sangre que es testigo mudo de su perdida. Sobre su cuerpo descansan
las pieles que no pudo vender y que la hubieran salvado de lo que está por
venir. Intentó sobrevivir, pero por muchas puertas a las que llamó, ninguna se
abrió para ayudarla. Pasados los días comprendió que el poder del alcalde la
alcanzaría allá donde ella fuese y a la certeza de estar abandonada a su suerte
se le unieron el hambre y la agonía y, ante tales enemigos, terminó por
claudicar.
Ahora,
famélica y dolorida espera que la muerte no tarde en venir. Ya se ha rendido.
Lo único que lamenta es que nadie vendrá a oficiar un entierro cristiano que
salve su alma y eso le hace llorar al pensar en la condena eterna que le
espera. Las lágrimas resbalan por sus mejillas y se introducen en su boca para
ser la única agua que ha bebido en mucho tiempo.
De
pronto el viento abre la puerta de su cabaña y el frío del invierno se cuela
por toda la estancia atacándola con saña. Un escalofrío recorre todo su cuerpo
y sabe que el fin está cerca. Gira la cabeza con la esperanza de ver el cielo
por última vez, pero en su lugar lo que ve hace que tiemble de miedo. Allí en
la entrada, mirándola fijamente, hay una loba enorme con un conejo muerto
colgando de sus fauces ensangrentadas. Ella, en respuesta a un miedo atávico,
agarra con fuerza una de las pieles que la guardan y reza. Se había preparado
para una muerte dulce en la cama, pero no para ser devorada por una bestia.
El
animal se acerca poco a poco olisqueando el aire que hay a su alrededor con
todos los sentidos en alerta máxima. Sin hacer ningún ruido se mueve como una
sombra en dirección a la cama. Al llegar a ella, la muchacha cierra los ojos: no
quiere ver cómo se abren unas fauces dispuestas a desgarrar su cuello. Sin
embargo, lo único que siente es como algo cae con delicadeza en su regazo.
Pasan varios minutos sin que ella se atreva siquiera a moverse. Cuando al fin lo
hace ve que está sola de nuevo y comprueba que sobre su cuerpo le han dejado
una ofrenda. Por mucho que lo creyera no ha sido una alucinación.
Sin
pensárselo ni un segundo se lleva el cadáver a la boca y lo desgarra entre sus
dientes. La sangre del pobre animal rezuma por las comisuras de sus labios y se
derrama por su garganta llenándola de vida. Mastica con fuerza la dura carne tragándosela
como puede. Al quedar saciada da las gracias a la providencia y aun estando débil
comprende lo que debe hacer. Dios le ha enviado a un heraldo extraño para
salvarle la vida y ella corresponderá al milagro compensando todo el mal que
hombres como su marido y el alcalde les han infringido a estas hermosas criaturas.
Se
incorpora con dificultad, se abriga lo mejor que puede con las pieles de lobo y
sale de su cabaña en dirección al monte. Desde la linde del bosque mira la casa
donde deja un pasado que casi acaba con ella, sabiendo que ya nada volverá a
ser igual. Valiente, reniega de él y comienza a andar hacia lo desconocido.
*
* *
Han
pasado ya ocho meses desde el incidente y todavía, cuando se mira en el espejo,
el alcalde ve en su cara las tenues marcas del zarpazo que le dio aquella
zorra. Espera que con el tiempo desaparezcan del todo y le permitan olvidar lo ocurrido.
Tener que mentir a su mujer no fue plato de buen gusto, pero sabe que no tuvo
más remedio. Y eso que, por suerte, la puta desapareció del mapa a los pocos
días, pero aun así tuvo que inventarse una historia para salvaguardar su
reputación frente a su familia política y vecinos. Es lo que tiene ser noble y
alcalde por matrimonio.
Ahora,
mientras su mujer descansa en la habitación contigua, se prepara para ese momento
que siempre le alegra el día y le hace dormir a pierna suelta. Sale al balcón y,
bajo el escudo heráldico al que ahora pertenece, mira al horizonte donde el sol
ya solo es un ligero resplandor que está dando paso a la noche y contempla todo
lo que es suyo. Quién podía prever que un hidalgo venido a menos acabaría
siendo dueño y señor de todo lo que alcanza la vista. Orgulloso, cierra los
ojos y respira el dulce aroma del atardecer.
Un
golpe certero y seco en su cabeza acaba con tanta soberbia.
*
* *
El
dolor agudo de su sien lo despierta. Con la mente todavía nublada tarda en
comprender donde se encuentra. Al enfocar la mirada reconoce la caballeriza que
le rodea: es la suya. Está en el altillo que corona sus establos. El aterrado
relinchar de sus caballos termina por despejar las telarañas de su cabeza.
Preocupado, intenta levantarse, pero no puede ya que está atado a una silla.
Trajina con las cuerdas que laceran sus muñecas, pero estas no ceden ni un
milímetro. A su derecha ve los apeos de labranza y una idea aflora en su mente.
Sonríe. El secuestrador ha cometido un error de principiante, ya que, si pone
mucho empeño, podrá arrastrarse hasta ellos ya que la cuerda pasa por una argolla,
pero lo hace con bastante juego. Cuando se dispone a intentarlo escucha unos
gruñidos sordos y graves en el piso de abajo. Los reconoce al instante: son
lobos. ¿Cómo puede ser posible? Se pregunta. Ahora sí que debe liberarse lo
antes posible.
Comienza
a mover la silla en dirección a unas tijeras de podar con las que podrá cortar
la soga. Traquetea en dirección a ellas, pero al hacerlo escucha un ruido
metálico que le obliga a detenerse. Presta atención, pero no lo vuelve a oír.
Ansioso, retoma su misión, pero al instante vuelve a escuchar el mismo sonido.
—Yo no lo haría, si es
que sabe lo que le conviene —el alcalde se detiene y al mirar a su alrededor ve
salir a la alimañera de detrás de un pilar.
—¡Suéltame, puta!
—No sea grosero, estoy
intentando ayudarle. Hágame caso si le digo que yo dejaría de moverme.
—¿Por qué? ¿Tienes un
maldito cómplice ahí abajo? ¿Es el que ahora te la mete hasta el fondo todos
los días? —dice mirándola con desprecio.
—Deje que le diga que desde
que usted me tocó nadie más lo ha vuelto a hacer. Y respondiendo a su pregunta,
no creo que nadie esté lo bastante loco como para permanecer en el piso de
abajo junto a tres lobos hambrientos.
En
respuesta a estas palabras, los caballos intensifican sus bufidos. Y como toda
acción tiene una reacción, los gruñidos de los lobos no solo aumentan en
gravedad y fiereza, sino que van acompañados de arañazos en las puertas de las
diferentes cuadras.
—¿De qué coño hablas?
¿Cómo los puedes haber metido aquí?
—Verá, en estos últimos
meses han pasado muchas cosas y algunas de ellas muy desagradables. Y aun
teniendo en cuenta que todo lo malo que me ha pasado ha sido por su culpa, una
cosa tengo que agradecerle: gracias a su crueldad, una nueva familia me ha acogido,
sin
rencor ni maldad, en su seno. Y es por eso por lo que he decidido que es hora
de que los conozca.
—¡Eres una maldita
bruja! ¡Arderás en la hoguera por esto!
—Que simple es usted.
No, no soy una bruja, solo soy una mujer que al fin ha dado un sentido a su
vida y eso es lo que va a comprender por las buenas o por las malas.
—¿Qué quieres de mí?
—pregunta el alcalde, bajando un poco el tono agresivo—. ¿Quieres que deje de
cazarlos? ¿Quieres que abandone el comercio de pieles? De acuerdo, libérame y
lo hablamos —comenta con un hálito de esperanza en sus palabras.
—¿Soltarle? Eso puede
hacerlo usted solo ya que es muy fácil. Le contaré que este tipo de trampas las
aprendí de mi marido. Él creía que yo era demasiado tonta para comprender lo
que me decía, pero estaba muy equivocado. Con sus enseñanzas he preparado la
que le aprisiona. Lo único que debe tener en cuenta es que cuanto más se
acerque a las herramientas más se abrirá el cerrojo que cierra la caballeriza
de su mejor semental, ya sabe, ese que vale su peso en oro. Si las alcanza, su
más preciada posesión quedará a merced de los lobos. Así que usted elige, ¿se
liberará condenando a muerte a su caballo?
—Mira que eres
estúpida. No voy a entrar en tu juego. Solo tengo que esperar a mañana ya que
cuando me echen de menos me buscarán, me encontrarán y me liberarán. Y una vez
lo hagan te perseguiré hasta cazarte como a una de esas alimañas tuyas y cuando
te tenga en mis manos, te entregaré a las autoridades y disfrutaré oyéndote
chillar cuando las llamas acaricien tu piel al quemarte en la plaza del pueblo.
—Sí, no niego que ese
sería un buen plan, pero creo que no ha tenido en cuenta que la noche es muy
larga y seguramente alguno de sus caballos morirá de puro terror tras horas y
horas de sentir como los lobos intentan abrirse paso hacia ellos. Y mientras eso
pasa usted estará aquí arriba oyéndolo todo sin poder hacer nada. Además,
piense que aquel que venga a liberarle se encontrará cara a cara con una jauría
de bestias hambrientas ciegas de sangre. Algo me dice que lo más probable es
que el primero que entre por esa puerta morirá. ¿Quiere ser el culpable de esa tragedia?
—¡Eres una maniaca!
—No se lo discuto. Pero
usted sabe que lo soy por lo que me ha hecho gente sin escrúpulos como usted.
En fin, vayamos al grano, ¿qué valora usted más? ¿a sus caballos o a sus
subalternos? —dice la alimañera mirando a los ojos del alcalde—. No diga nada,
la respuesta que veo en su mirada me dice que es un canalla sin corazón —sin
esperar, lo arrastra hacía las herramientas oyéndose al instante como se abre
un pestillo.
—¡No! —grita el alcalde
desesperado.
Sin
darle tiempo a reaccionar, la mujer coge de nuevo al prisionero y lo vuelve a
alejar de los avíos en dirección al borde del altillo. Desde allí, el alcalde
puede ver que la puerta del establo está abierta y que hacia ella se dirigen los
tres lobos a la carrera. En el último instante, la hembra preñada que va en
último lugar se detiene en el umbral y desde allí, levanta su hermosa cabeza y
gruñe al alcalde enseñándole los colmillos mientras lo mira desafiante. Después,
se da media vuelta y se pierde en la oscuridad.
—¿La ha visto? Sepa que
fue ella la que me salvó la vida y al mismo tiempo la que me dio un propósito
que cumplir. Me voy a encargar de que pueda dar a luz y la protegeré a ella y a
su manada mientras tenga fuerzas. Y para que no se olvide de mis palabras voy a
marcarle tal y como usted hace con sus caballos —dice mientras saca un cuchillo
de la espalda.
—¡Quieta! ¡No te
atrevas a tocarme! —gime el alcalde comenzando a forcejear con la silla que lo
tiene maniatado.
—Tranquilo que no soy
como usted —y con un ligero movimiento de muñeca corta la cuerda y con destreza
la ata a la argolla. Después se acerca a su enemigo y delante de él mete sus
dedos bajo su falda y los saca manchados de sangre.
—¿Qué coño haces? —dice
el alcalde reflejando un asco infinito en sus palabras.
—Le recuerdo que en
estas fechas habría salido de cuentas —dice la chica mientras dibuja en la
frente del alcalde tres óvalos rojos que intersecan en el centro—. Pero gracias
a lo que me hizo, mi hijo jamás vio la luz del sol. Sepa que ardo en deseos de
matarle, pero sé que si lo hago mis nuevos amigos y yo no tendremos ni una sola
oportunidad. Así que he decidido hacer un trato con usted. Una vez me vaya y lo
rescaten mírese en un espejo y memorice el hierro con el que he marcado su
cara. Tenga en cuenta que con él delimitaré todo el territorio de mi nueva
familia. Podrá encontrar esa marca esculpida en piedras, tallada en los troncos
de los árboles o incluso escarbada en la tierra, pero todas tendrán el mismo
significado: como vea que alguien las cruza para atacar a algún miembro de mi clan,
los mataré y después vendré a por usted —acto seguido, empuja la silla al vacío
lo que hace que la cuerda se deslice hasta que queda tirante dejando al
prisionero colgado a un metro del suelo.
—¡Hija de puta! ¡No te
saldrás con la tuya!
La
alimañera baja del altillo y se acerca al oído del alcalde.
—Sigue sin entenderlo.
He tardado ocho meses en ganarme la confianza de los lobos, pero ahora soy la
hembra alfa y si no quiere morir devorado olvídese de nosotros. Si no nos
molestan, desaparecemos para siempre. Jamás volverán a saber de ellos o de mí.
Usted elige. Los estaré vigilando.
Y
dicho esto se da media vuelta dirigiéndose a la puerta. Al llegar al frío de la
noche, la mujer se gira para mirarlo. Y el alcalde ve en esos ojos salvajes la
misma rabia ancestral que sintió en la mirada de la loba.
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