Subió
la colina y se sentó a observar, como había hecho tantas veces en el pasado. Lo
que vio, más que entristecerla, la puso furiosa. Últimamente, solo conseguía
estar furiosa. Pero al mirar la desolación y el abandono que yacían a sus pies,
una sola pregunta rondó por su cabeza, ¿cómo se había atrevido? Por
supuesto, no había que ser un genio para conocer la respuesta, de hecho, ella
ya la conocía. Porque quiso y porque pudo.
Yago
se acercó por detrás enredando el hocico en su pelo y ella se lo acarició.
—Pronto,
mi amor. Hoy solo observaremos, quizás mañana, si todo sale bien —concluyó.
Desenvainó su espada y se aflojó la armadura
que ya comenzaba a molestarle. Un ave pasó con vuelo rasante sobre ellos y
llegó hasta una de las fuentes de los jardines del palacio. En esa fuente en
particular, ella solía arrojar monedas pidiendo deseos de niña, deseos que
jamás se cumplieron, deseos, qué, por entonces, le parecían lo más natural del
mundo. Ahora se la veía sucia y ajada, y la poca agua que contenía en su
interior estaba podrida. Los jardines habían tomado ese aspecto selvático
típico de los lugares abandonados a la buena de Dios por mucho tiempo. ¿Y si
no hay nadie?, pensó. Imposible, se dijo, puedo olerlo, su maldad
llega hasta aquí.
Dejó
el catalejo a un costado, ya no quería ver más. Desprendió el odre que cargaba
en su espalda y bebió un sorbo de agua. Los árboles eran un buen refugio en el
que ella podía ver sin ser vista, pero... ¿deseaba ver en realidad? No, pero
era su deber.
Yago
debía ser el que monte guardia esa noche y ella descansaría. Quiso cerrar los
ojos y no pudo, tan solo se quedó observando impotente, cómo todo lo que había
amado ahora era una ruina. Sus ojos miraban, pero ya no veían, el velo del
recuerdo los cubría. Una tenue sonrisa se dibujó en su rostro y Anya fue
tragada por el pasado.
Anya
se detuvo junto al rosal para admirar el suave aroma de las rosas amarillas que
ella misma había mandado traer de oriente. Todas las tardes, al finalizar su
instrucción en el palacio, caminaba por los extensos jardines de ensueño que la
rodeaban. Era una costumbre que había adoptado desde muy pequeña porque sentía
que la relajaba, unas horas de caminata por los jardines solían hacer milagros
en su estado de ánimo. La vida de una princesa no era fácil, demasiadas cosas
habían recaído sobre sus hombros desde la muerte de su madre. Los jardines eran
un vasto territorio que abarcaban más allá de lo que sus ojos podían divisar y
ella quería explorarlo todo. En una de esas caminatas hasta había descubierto
una cueva que en su interior contenía vestigios de una civilización anterior.
Halló restos de vasijas y puntas de flechas bastante conservadas. Cuando llegó
al palacio fue directo a contarle a su padre, el rey, su inesperado y
maravilloso hallazgo. Él se encontraba en sus aposentos bebiendo, como siempre.
—¡Padre!
¡No sabe lo que he descubierto! ¡Es increíble! —exclamó, atropellándose con sus
propias palabras.
—Anya,
hija —su rostro cansado y triste se iluminó al verla—, ven, siéntate a mi lado
y cuéntamelo todo.
Ella
se lo contó con lujo de detalle, cuando por el rabillo del ojo notó un
movimiento en los balcones. Giró bruscamente la cabeza y ahí estaba Mardotz, el
hechicero de la corte. No pudo evitar un escalofrío al verlo, ese hombre, si es
que así podía llamársele, siempre le había provocado la misma sensación, aun
cuando era una niña y todavía su madre vivía. Era como si una sombra oscura,
casi palpable, se cerniera sobre su persona cuando lo tenía cerca. No entendía
como su padre lo toleraba, tampoco entendía que función cumplía ahí, más que
darle pociones al viejo rey para que pudiera conciliar el sueño.
—Siga,
princesa. No se detenga por mí —dijo el hechicero.
Anya
no le respondió, e ignorándolo por completo, miró a su padre y dijo:
—Un
día tiene que venir conmigo y ver esos tesoros con sus propios ojos, padre.
La
boca de Mardotz se contrajo como si hubiera comido el limón más agrio de la
corte, mientras, en su fuero interno, tejía un sinfín de confabulaciones para
acabar con esa niña soberbia tal como lo había hecho con su madre.
—Quizás
un día lo haga, cuando se me pase esta debilidad, pero entretanto puedes ir con
Mardotz. Él es un entusiasta de las antiguas civilizaciones, las ha estudiado
en profundidad —respondió, desconociendo el hecho que su hija lo odiaba tanto
como le temía—. Podría instruirte al respecto.
—Gracias,
padre. Pero prefiero su compañía a la de él —concluyó señalando al hechicero.
—¡Anya!
¡No tienes porqué ser descortés! —exclamó asombrado el rey.
—Lo
siento, padre —dijo y salió de la habitación. Mardotz sonrió levemente.
El
rey desconocía el desagrado que su hija sentía hacia el hechicero y jamás lo
había sospechado, puesto que ella, nunca se lo dijo. Ella llegó a estar
convencida de que todas las desgracias e infelicidades habían comenzado el día
en que ese maldito se instaló en el palacio. Su padre, por ejemplo, nunca había
sido un rey débil, todo lo contrario. Era justo, pero nadie se metía con él y
ahora era un pobre bufón. Íntimamente, Anya contemplaba la posibilidad que
Mardotz estuviera encantándole con sus pócimas para hacer y deshacer a su
antojo. En la batalla de los emancipados, sin ir más lejos, su padre jamás
hubiera ido contra sus súbditos, a menos que hubiera habido traición, y ese no
fue el caso.
Pensando
en todas esas cosas y en lo mucho que extrañaba su vida de antes, Anya se
dirigió al cuarto de juegos. Era una bonita y amplia habitación que su madre
había dispuesto solo para ella y, aunque ya tuviera quince años, seguía
disfrutando de los placeres de una niña. Ahí nunca era interrumpida, si su
doncella se acercaba, antes golpeaba. Así había sido siempre, por lo menos,
hasta ese momento.
La
puerta se abrió de golpe azotándose contra el muro, y el hechicero, veloz como
un rayo, acorraló a la princesa.
—¿Qué
tienes contra mí, princesita? —preguntó Mardotz, mientras sujetaba sus manos.
—¡Le
contaré a mí padre! ¡Suélteme o gritaré! —respondió temblando.
—No
te creería, y déjame decirte otra cosa —dijo acercándose a su oído y
susurrando—. Puedo hacer muchas cosas para convencerte, no me obligues —dijo
lamiéndole el lóbulo de la oreja para, luego, salir de la habitación.
Anya
casi no durmió esa noche, lloró la mayor parte del tiempo, y cuando al fin cayó
rendida, sus sueños estuvieron poblados de horrendas pesadillas. En ellas
corría por laberintos subterráneos escapando de Mardotz, hasta que el mal sueño
se tornaba espeso y su paso se hacía más lento, casi flemático, y, jalándola
del cabello, la obligaba a volverse. Solo que no era al hechicero a quien veía,
era a un gran dragón negro que abría sus fauces y la abrasaba entera.
Despertó
confundida y jadeante, envuelta en un sudor agrio, que no reconocía como
propio. Faltó a unas clases de instrucción argumentando que se encontraba
indispuesta, cosa que no era mentira. En aquellos ratos libres, había llegado a
la conclusión que era conveniente contárselo a su padre, pero no encontraba la
mejor manera de hacerlo, su mente no cesaba de dar vueltas. Resolvió dar una
caminata, así era como se le ocurrían las mejores ideas, y esta no fue una
excepción.
Caminó
durante una hora, el calor en esa época del año era sofocante, pero ella ya
había vislumbrado la forma de sacarse a Mardotz de encima para siempre. Un gran
alivio la embargaba, había tomado una decisión y su querido padre la
escucharía. Rumiando esas ideas llegó hasta la cueva, la frescura que hallaría
en su interior era una invitación para entrar y así lo hizo. Una vez dentro, se
sentó en un saliente de roca a esperar que sus ojos se adaptaran a la repentina
semioscuridad. Cuando notó que no estaba sola fue demasiado tarde.
—¡Mira
que fácil que nos encontramos últimamente, princesa! —dijo el hechicero.
—¡No
te me acerques!
—¿Y
qué harás, gritar? —preguntó y luego lanzó una carcajada— Grita, niña. Grita
todo lo que quieras que nadie va a oírte —y como susurrando un secreto, añadió—
¡Me gusta más cuándo gritan!
No
se puede decir que Anya no trató de defenderse, lo hizo con uñas y dientes,
como suele decirse, pero desde el inicio fue una batalla perdida. Mardotz la
arrojó al piso y, poniéndose sobre ella para evitar que escapara, empezó a
rasgar sus enaguas. La inmovilidad era total, cada intento que hacía Anya por escapar
era en vano y en respuesta recibía más presión sobre su cuerpo y su
intimidad... Y el mago reía. Parecía un lobo sarnoso que acababa de comerse a
todos los cerdos de la piara sin ser atrapado o cazado ni una sola vez.
—Ahora
te convertirás en mi reina —dijo y comenzó a violarla ferozmente, como un
animal salvaje.
El
dolor era inaudito, todo era fuego en su interior. Cuando desgarró su himen, su
mente también se desgarró y sintió que la perdía para siempre. Cada embestida
de Mardotz fue un tormento y era acompañada por un grito de agonía. Le hizo
sangre en los pechos a fuerza de mordiscos. Parecía como si nunca fuera a
terminar, pero al final lo hizo. Él se arqueó y ella sintió que un líquido
inundaba su sexo como lava ardiente. Anya abrió sus ojos, los cuales, había
cerrado con fuerza durante toda la vejación, y dos imágenes se superpusieron.
—¡Dios
mío! —gritó Anya horrorizada. La poca luz que se filtraba le permitió ver más
de lo que hubiese querido. En ese momento deseó estar ciega.
—Mi
reina, ¿puedes verme? —preguntó riendo. El hechicero y un gran dragón negro
fluctuaban uno con el otro—. Te presento
a mí lado oscuro, Ebony, juntos, los tres, pasaremos muchos buenos ratos como
este.
—Basta,
por favor —respondió con un hilo de voz, sus cuerdas vocales estaban
destrozadas por tantos gritos.
—¿Basta?
¡Pero si recién estoy empezando! —le espetó.
La
tomó por los cabellos y le dio vuelta. Cuando comenzó a embestirla de nuevo,
Anya solo tuvo un pensamiento: “Así es como lo hacen los animales”.
Después de eso se precipitó por una larga pendiente oscura, se perdió en el
mismísimo túnel del miedo, en el que ya no supo más.
Cuando
despertó, era noche cerrada y nada podía ver. Tuvo unos segundos de gloria en
los que creyó estar en su cama, pero el dolor de su cuerpo ultrajado trajo
todos los recuerdos en un tropel. Sintió como si se asfixiara y tuvo un ataque
de claustrofobia dentro de su propio cuerpo. Tranquilízate, tienes que
llegar al palacio, en este momento debe de estar buscándote toda la guardia
real. Tu padre se encargará de colgarlo él mismo, solo tienes que llegar,
se dijo. Al intentar levantarse notó que estaba amarrada de pies y manos. Lanzó
entre dientes un grito de frustración y comenzó a morder las ataduras de las
manos. Cuando logró al fin desatarse había pasado mucho rato. Salió de la cueva
con paso errático, semejaba una anciana con el peor caso de artritis jamás
visto. A lo lejos, las llamas lo iluminaban todo.
—¡Qué
has hecho, maldito bastardo! —gritó, y ese grito, sin la inflexión y delicadeza
acostumbrada en ella, demostró la guerrera en la que se convertiría. Y, aunque
ya no le quedaban fuerzas, corrió como pudo, hasta su destino.
Un
caballo se arcaba al galope, ella se ocultó en unos arbustos y observó. No era
Mardotz, era su doncella. Salió a su encuentro y ésta, al verla, detuvo el
caballo de golpe, por lo que corcoveó rampante y casi estuvo a punto de caer.
—¡Niña!
¿En dónde estaba?, ¡hace horas la estoy buscando! —dijo la doncella mientras
desmontaba.
—¡Tania!
¿Qué ha pasado?, ¡tengo que hablar con mi padre! —respondió Anya llorando.
—Mi
niña..., no puede volver ahí. Lamento ser yo la que se lo diga..., su padre ha
muerto y el palacio se ha convertido en un pandemonio. No sabemos qué pasó,
solo que el hechicero de la corte enloqueció y mató a mucha gente, casi no
quedaron guardias y los pocos que quedaron huyeron —respondió.
—¡No
puede ser! —atinó a decir. Ahora que había abierto el manantial del llanto,
este no cesaba de brotar.
—Huya,
mi niña, llévese el caballo. Huya muy lejos —respondió la doncella—. Yo no lo
he visto, pero lo oí, y él gritaba su nombre. Los que lo vieron y quedaron
vivos para contarlo, dijeron que cambiaba de apariencia con un gran dragón
negro, no sé si será verdad, pero yo que usted no me acercaría.
—Gracias,
Tania —respondió y montando al caballo se alejó para siempre.
Los
primeros días de su huida fueron terribles. Su único alimento consistía en
bayas que encontraba por el camino. Como no quería ser vista, cabalgaba por
lugares inhóspitos y poco transitados. Más tarde descubrió una vivienda
campesina hecha de piedras, y cuando se cercioró que sus habitantes no estaban,
robó ropa, mantas y alimento para varios días. Pasaron un par meses y llegó a
un claro en una montaña, ahí fue en dónde comenzó a armar su hogar. Ya no
necesitaba nada de nadie, sabía cazar y secar las pieles y pronto armaría su
propio huerto. Era un valle surcado por un arroyo de agua dulce poco profundo,
ideal para vivir a su lado. Ella y su futuro hijo serían muy felices en ese
lugar, alejados de la barbarie del mundo.
Al
acercarse el momento del parto, estaba nerviosa y angustiada. No sabía si
podría lograrlo sola, pero se encomendó a Dios y todo salió bien, bueno, bien,
es solo una forma de decir.
Fue
un parto fácil, los dolores comenzaron por la mañana y al mediodía ya había
concluido. Lo difícil fue aceptar lo que había engendrado. Su ultrajado vientre
dio a luz un pequeño ser mitad hombre, mitad dragón. Un híbrido.
Su
psiquis no podía concebir que esa criatura fuera su hijo, con una mezcla de
repulsión y asco lo dejó junto al arroyo en el que lo había tenido y se fue.
Pasaron varias horas hasta que el instinto de madre la obligó a volver junto al
“niño”. Era una criatura indefensa y abandonarla no cambiaría nada, también era
su hijo.
Lo
bautizó Yago, por su significado, “el que domina a Dios”. Y ella se proponía
eso y más, también. Yago, dominaría el mundo. Yago se cargaría a su propio
padre, él la resarciría. Con esa idea entre manos, no fue difícil criarlo y
mucho menos amarlo. Cuando comprobó que Yago podía hablar, utilizar sus garras
como manos y además podía volar, no tuvo dudas, él la resarciría.
Aprendieron
a vivir en soledad, la montaña era su reino y el bosque su palacio. De vez en
cuando Anya bajaba hasta el poblado más cercano para vender sus pieles y así
comprar algunas cosas que la montaña no les brindaba, como el metal para las
armaduras que había fabricado. Así vivieron durante más de quince años, en
donde el principal alimento del niño dragón fue el odio.
Una
noche, Anya tuvo un sueño y supo que era el momento del resarcimiento. Se había
acostumbrado a obedecer a sus sueños, si lo hubiera hecho en el pasado su vida
sería otra.
—Madre, ¿enciendo el fuego?
—preguntó Yago, un pequeño soplido suyo y el desayuno estaría listo en un
santiamén.
—Sí, querido. Gracias
—respondió Anya—. Anoche soñé que regresábamos y salías victorioso.
—¿Cuándo lo haremos,
pronto?
—No hay mejor momento que
el presente. Terminamos el desayuno y partimos, ¿qué te parece? —consultó Anya,
aunque la decisión ya estaba tomada.
Y partieron. Llegar hasta
la colina que bordeaba el palacio fue un viaje de pocas horas, Yago volaba
rápido. Decidieron que ella vigilaría por la tarde y él montaría guardia en la
noche, sus ojos podían adaptarse a la oscuridad.
Anya no creía que pudiera
dormir, y casi no lo hace, pero cuando los recuerdos poblaron su mente con
paganas imágenes, su cerebro se rindió y durmió el sueño de los justos.
Era de madrugada, algo la
había despertado con una extraña sensación en su corazón. Había tenido una
pesadilla..., pero algo andaba mal. Un sentimiento de fatalidad se adueñó de
ella y su alma confirmó lo que sus ojos se negaron a ver. Yago no estaba en su
puesto.
—¿Yago? Pssssss, ¿en dónde
estás? —bisbiseó asustada.
Lo buscó por los alrededores,
pero no lo encontró. Su desesperación iba en aumento y aunque trató de
serenarse no lo consiguió. De improviso, una explosión monstruosa sacudió la
noche obligándola a arrojarse al piso y cubrirse la cabeza. ¡Oh..., niño
tonto!
—¡YAGOOOOOOO! —gritó mientras
corría hacia el castillo. La batalla había comenzado.
Al bajar corriendo el
último tramo de la colina, la misma inercia hizo que cayera y comenzara a
rodar. El mundo giraba y giraba, tal y como giraba en su cabeza una pregunta: ¿Cómo
podía haber sido tan estúpida?
La caída fue lo
suficientemente estrepitosa como para lastimarse el tobillo izquierdo, y así,
renqueando, entró por fin al palacio.
Mardotz había acorralado a
Yago contra el ángulo del muro posterior. Yacía malherido. Cientos, ¿miles?
de laceraciones abiertas bañaban de sangre su cuerpo maltrecho. Anya rogó que
su hijo no la viera, el hechicero fluctuaba de forma de espaldas a ella, solo
tenía que esperar el momento adecuado para decapitarlo con su espada. Cuando
Mardotz empezó a hablar, trató de acercarse todo lo sigilosa que su torcedura
de tobillo le permitió.
—¡Eres mi hijo, idiota
cobarde! ¡Eres mi encarnación! ¿Y defiendes a esa putita huérfana? —su
voz era un trueno—. ¡Bien que le gustó concebirte! ¡Pedía más y más y más! Pero
te perdonaré la vida si cambias de opinión y de bando, juntos podremos gobernar
el mundo. Jamás hubo un dragón que sea poseedor de la corona, y esos seríamos
tú y yo, rey y príncipe hasta el fin de los tiempos. ¡Juntos haremos historia y
dominaremos al mismísimo Dios!
—Ya máteme, antes prefiero
la muerte —respondió Yago, su voz era un resuello asmático.
—¡Necia criatura de mis
ingles! —clamó Mardotz, próximo a cambiar de forma.
—¡Hey, hechicero! —gritó
Anya, mientras la espada describía un semicírculo y cercenaba la cabeza de
Mardotz.
Arrastró el cuerpo
decapitado del hechicero hasta su hijo y lo bañó con su sangre. La sangre de un
dragón era curativa y proporcionaba longevidad, como ya todos sabían. Cuando
Yago estuvo cubierto y ya empezaba a recuperarse, Anya hizo un cuenco con sus
manos y bebió lo que quedaba.
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