jueves, 11 de marzo de 2021

Híbrido

 


Subió la colina y se sentó a observar, como había hecho tantas veces en el pasado. Lo que vio, más que entristecerla, la puso furiosa. Últimamente, solo conseguía estar furiosa. Pero al mirar la desolación y el abandono que yacían a sus pies, una sola pregunta rondó por su cabeza, ¿cómo se había atrevido? Por supuesto, no había que ser un genio para conocer la respuesta, de hecho, ella ya la conocía. Porque quiso y porque pudo.

Yago se acercó por detrás enredando el hocico en su pelo y ella se lo acarició.

—Pronto, mi amor. Hoy solo observaremos, quizás mañana, si todo sale bien —concluyó.

 Desenvainó su espada y se aflojó la armadura que ya comenzaba a molestarle. Un ave pasó con vuelo rasante sobre ellos y llegó hasta una de las fuentes de los jardines del palacio. En esa fuente en particular, ella solía arrojar monedas pidiendo deseos de niña, deseos que jamás se cumplieron, deseos, qué, por entonces, le parecían lo más natural del mundo. Ahora se la veía sucia y ajada, y la poca agua que contenía en su interior estaba podrida. Los jardines habían tomado ese aspecto selvático típico de los lugares abandonados a la buena de Dios por mucho tiempo. ¿Y si no hay nadie?, pensó. Imposible, se dijo, puedo olerlo, su maldad llega hasta aquí.

Dejó el catalejo a un costado, ya no quería ver más. Desprendió el odre que cargaba en su espalda y bebió un sorbo de agua. Los árboles eran un buen refugio en el que ella podía ver sin ser vista, pero... ¿deseaba ver en realidad? No, pero era su deber.

Yago debía ser el que monte guardia esa noche y ella descansaría. Quiso cerrar los ojos y no pudo, tan solo se quedó observando impotente, cómo todo lo que había amado ahora era una ruina. Sus ojos miraban, pero ya no veían, el velo del recuerdo los cubría. Una tenue sonrisa se dibujó en su rostro y Anya fue tragada por el pasado.

Anya se detuvo junto al rosal para admirar el suave aroma de las rosas amarillas que ella misma había mandado traer de oriente. Todas las tardes, al finalizar su instrucción en el palacio, caminaba por los extensos jardines de ensueño que la rodeaban. Era una costumbre que había adoptado desde muy pequeña porque sentía que la relajaba, unas horas de caminata por los jardines solían hacer milagros en su estado de ánimo. La vida de una princesa no era fácil, demasiadas cosas habían recaído sobre sus hombros desde la muerte de su madre. Los jardines eran un vasto territorio que abarcaban más allá de lo que sus ojos podían divisar y ella quería explorarlo todo. En una de esas caminatas hasta había descubierto una cueva que en su interior contenía vestigios de una civilización anterior. Halló restos de vasijas y puntas de flechas bastante conservadas. Cuando llegó al palacio fue directo a contarle a su padre, el rey, su inesperado y maravilloso hallazgo. Él se encontraba en sus aposentos bebiendo, como siempre.

—¡Padre! ¡No sabe lo que he descubierto! ¡Es increíble! —exclamó, atropellándose con sus propias palabras.

—Anya, hija —su rostro cansado y triste se iluminó al verla—, ven, siéntate a mi lado y cuéntamelo todo.

Ella se lo contó con lujo de detalle, cuando por el rabillo del ojo notó un movimiento en los balcones. Giró bruscamente la cabeza y ahí estaba Mardotz, el hechicero de la corte. No pudo evitar un escalofrío al verlo, ese hombre, si es que así podía llamársele, siempre le había provocado la misma sensación, aun cuando era una niña y todavía su madre vivía. Era como si una sombra oscura, casi palpable, se cerniera sobre su persona cuando lo tenía cerca. No entendía como su padre lo toleraba, tampoco entendía que función cumplía ahí, más que darle pociones al viejo rey para que pudiera conciliar el sueño.

—Siga, princesa. No se detenga por mí —dijo el hechicero.

Anya no le respondió, e ignorándolo por completo, miró a su padre y dijo:

—Un día tiene que venir conmigo y ver esos tesoros con sus propios ojos, padre.

La boca de Mardotz se contrajo como si hubiera comido el limón más agrio de la corte, mientras, en su fuero interno, tejía un sinfín de confabulaciones para acabar con esa niña soberbia tal como lo había hecho con su madre.

—Quizás un día lo haga, cuando se me pase esta debilidad, pero entretanto puedes ir con Mardotz. Él es un entusiasta de las antiguas civilizaciones, las ha estudiado en profundidad —respondió, desconociendo el hecho que su hija lo odiaba tanto como le temía—. Podría instruirte al respecto.

—Gracias, padre. Pero prefiero su compañía a la de él —concluyó señalando al hechicero.

—¡Anya! ¡No tienes porqué ser descortés! —exclamó asombrado el rey.

—Lo siento, padre —dijo y salió de la habitación. Mardotz sonrió levemente.

El rey desconocía el desagrado que su hija sentía hacia el hechicero y jamás lo había sospechado, puesto que ella, nunca se lo dijo. Ella llegó a estar convencida de que todas las desgracias e infelicidades habían comenzado el día en que ese maldito se instaló en el palacio. Su padre, por ejemplo, nunca había sido un rey débil, todo lo contrario. Era justo, pero nadie se metía con él y ahora era un pobre bufón. Íntimamente, Anya contemplaba la posibilidad que Mardotz estuviera encantándole con sus pócimas para hacer y deshacer a su antojo. En la batalla de los emancipados, sin ir más lejos, su padre jamás hubiera ido contra sus súbditos, a menos que hubiera habido traición, y ese no fue el caso.

Pensando en todas esas cosas y en lo mucho que extrañaba su vida de antes, Anya se dirigió al cuarto de juegos. Era una bonita y amplia habitación que su madre había dispuesto solo para ella y, aunque ya tuviera quince años, seguía disfrutando de los placeres de una niña. Ahí nunca era interrumpida, si su doncella se acercaba, antes golpeaba. Así había sido siempre, por lo menos, hasta ese momento.

La puerta se abrió de golpe azotándose contra el muro, y el hechicero, veloz como un rayo, acorraló a la princesa.

—¿Qué tienes contra mí, princesita? —preguntó Mardotz, mientras sujetaba sus manos.

—¡Le contaré a mí padre! ¡Suélteme o gritaré! —respondió temblando.

—No te creería, y déjame decirte otra cosa —dijo acercándose a su oído y susurrando—. Puedo hacer muchas cosas para convencerte, no me obligues —dijo lamiéndole el lóbulo de la oreja para, luego, salir de la habitación.

Anya casi no durmió esa noche, lloró la mayor parte del tiempo, y cuando al fin cayó rendida, sus sueños estuvieron poblados de horrendas pesadillas. En ellas corría por laberintos subterráneos escapando de Mardotz, hasta que el mal sueño se tornaba espeso y su paso se hacía más lento, casi flemático, y, jalándola del cabello, la obligaba a volverse. Solo que no era al hechicero a quien veía, era a un gran dragón negro que abría sus fauces y la abrasaba entera.

Despertó confundida y jadeante, envuelta en un sudor agrio, que no reconocía como propio. Faltó a unas clases de instrucción argumentando que se encontraba indispuesta, cosa que no era mentira. En aquellos ratos libres, había llegado a la conclusión que era conveniente contárselo a su padre, pero no encontraba la mejor manera de hacerlo, su mente no cesaba de dar vueltas. Resolvió dar una caminata, así era como se le ocurrían las mejores ideas, y esta no fue una excepción.

Caminó durante una hora, el calor en esa época del año era sofocante, pero ella ya había vislumbrado la forma de sacarse a Mardotz de encima para siempre. Un gran alivio la embargaba, había tomado una decisión y su querido padre la escucharía. Rumiando esas ideas llegó hasta la cueva, la frescura que hallaría en su interior era una invitación para entrar y así lo hizo. Una vez dentro, se sentó en un saliente de roca a esperar que sus ojos se adaptaran a la repentina semioscuridad. Cuando notó que no estaba sola fue demasiado tarde.

—¡Mira que fácil que nos encontramos últimamente, princesa! —dijo el hechicero.

—¡No te me acerques!

—¿Y qué harás, gritar? —preguntó y luego lanzó una carcajada— Grita, niña. Grita todo lo que quieras que nadie va a oírte —y como susurrando un secreto, añadió— ¡Me gusta más cuándo gritan!

No se puede decir que Anya no trató de defenderse, lo hizo con uñas y dientes, como suele decirse, pero desde el inicio fue una batalla perdida. Mardotz la arrojó al piso y, poniéndose sobre ella para evitar que escapara, empezó a rasgar sus enaguas. La inmovilidad era total, cada intento que hacía Anya por escapar era en vano y en respuesta recibía más presión sobre su cuerpo y su intimidad... Y el mago reía. Parecía un lobo sarnoso que acababa de comerse a todos los cerdos de la piara sin ser atrapado o cazado ni una sola vez.

—Ahora te convertirás en mi reina —dijo y comenzó a violarla ferozmente, como un animal salvaje.

El dolor era inaudito, todo era fuego en su interior. Cuando desgarró su himen, su mente también se desgarró y sintió que la perdía para siempre. Cada embestida de Mardotz fue un tormento y era acompañada por un grito de agonía. Le hizo sangre en los pechos a fuerza de mordiscos. Parecía como si nunca fuera a terminar, pero al final lo hizo. Él se arqueó y ella sintió que un líquido inundaba su sexo como lava ardiente. Anya abrió sus ojos, los cuales, había cerrado con fuerza durante toda la vejación, y dos imágenes se superpusieron.

—¡Dios mío! —gritó Anya horrorizada. La poca luz que se filtraba le permitió ver más de lo que hubiese querido. En ese momento deseó estar ciega.

—Mi reina, ¿puedes verme? —preguntó riendo. El hechicero y un gran dragón negro fluctuaban uno con el otro—.  Te presento a mí lado oscuro, Ebony, juntos, los tres, pasaremos muchos buenos ratos como este.

—Basta, por favor —respondió con un hilo de voz, sus cuerdas vocales estaban destrozadas por tantos gritos.

—¿Basta? ¡Pero si recién estoy empezando! —le espetó.

La tomó por los cabellos y le dio vuelta. Cuando comenzó a embestirla de nuevo, Anya solo tuvo un pensamiento: “Así es como lo hacen los animales”. Después de eso se precipitó por una larga pendiente oscura, se perdió en el mismísimo túnel del miedo, en el que ya no supo más.

Cuando despertó, era noche cerrada y nada podía ver. Tuvo unos segundos de gloria en los que creyó estar en su cama, pero el dolor de su cuerpo ultrajado trajo todos los recuerdos en un tropel. Sintió como si se asfixiara y tuvo un ataque de claustrofobia dentro de su propio cuerpo. Tranquilízate, tienes que llegar al palacio, en este momento debe de estar buscándote toda la guardia real. Tu padre se encargará de colgarlo él mismo, solo tienes que llegar, se dijo. Al intentar levantarse notó que estaba amarrada de pies y manos. Lanzó entre dientes un grito de frustración y comenzó a morder las ataduras de las manos. Cuando logró al fin desatarse había pasado mucho rato. Salió de la cueva con paso errático, semejaba una anciana con el peor caso de artritis jamás visto. A lo lejos, las llamas lo iluminaban todo.

—¡Qué has hecho, maldito bastardo! —gritó, y ese grito, sin la inflexión y delicadeza acostumbrada en ella, demostró la guerrera en la que se convertiría. Y, aunque ya no le quedaban fuerzas, corrió como pudo, hasta su destino.

Un caballo se arcaba al galope, ella se ocultó en unos arbustos y observó. No era Mardotz, era su doncella. Salió a su encuentro y ésta, al verla, detuvo el caballo de golpe, por lo que corcoveó rampante y casi estuvo a punto de caer.

—¡Niña! ¿En dónde estaba?, ¡hace horas la estoy buscando! —dijo la doncella mientras desmontaba.

—¡Tania! ¿Qué ha pasado?, ¡tengo que hablar con mi padre! —respondió Anya llorando.

—Mi niña..., no puede volver ahí. Lamento ser yo la que se lo diga..., su padre ha muerto y el palacio se ha convertido en un pandemonio. No sabemos qué pasó, solo que el hechicero de la corte enloqueció y mató a mucha gente, casi no quedaron guardias y los pocos que quedaron huyeron —respondió.

—¡No puede ser! —atinó a decir. Ahora que había abierto el manantial del llanto, este no cesaba de brotar.

—Huya, mi niña, llévese el caballo. Huya muy lejos —respondió la doncella—. Yo no lo he visto, pero lo oí, y él gritaba su nombre. Los que lo vieron y quedaron vivos para contarlo, dijeron que cambiaba de apariencia con un gran dragón negro, no sé si será verdad, pero yo que usted no me acercaría.

—Gracias, Tania —respondió y montando al caballo se alejó para siempre.

Los primeros días de su huida fueron terribles. Su único alimento consistía en bayas que encontraba por el camino. Como no quería ser vista, cabalgaba por lugares inhóspitos y poco transitados. Más tarde descubrió una vivienda campesina hecha de piedras, y cuando se cercioró que sus habitantes no estaban, robó ropa, mantas y alimento para varios días. Pasaron un par meses y llegó a un claro en una montaña, ahí fue en dónde comenzó a armar su hogar. Ya no necesitaba nada de nadie, sabía cazar y secar las pieles y pronto armaría su propio huerto. Era un valle surcado por un arroyo de agua dulce poco profundo, ideal para vivir a su lado. Ella y su futuro hijo serían muy felices en ese lugar, alejados de la barbarie del mundo.

Al acercarse el momento del parto, estaba nerviosa y angustiada. No sabía si podría lograrlo sola, pero se encomendó a Dios y todo salió bien, bueno, bien, es solo una forma de decir.

Fue un parto fácil, los dolores comenzaron por la mañana y al mediodía ya había concluido. Lo difícil fue aceptar lo que había engendrado. Su ultrajado vientre dio a luz un pequeño ser mitad hombre, mitad dragón. Un híbrido.

Su psiquis no podía concebir que esa criatura fuera su hijo, con una mezcla de repulsión y asco lo dejó junto al arroyo en el que lo había tenido y se fue. Pasaron varias horas hasta que el instinto de madre la obligó a volver junto al “niño”. Era una criatura indefensa y abandonarla no cambiaría nada, también era su hijo.

Lo bautizó Yago, por su significado, “el que domina a Dios”. Y ella se proponía eso y más, también. Yago, dominaría el mundo. Yago se cargaría a su propio padre, él la resarciría. Con esa idea entre manos, no fue difícil criarlo y mucho menos amarlo. Cuando comprobó que Yago podía hablar, utilizar sus garras como manos y además podía volar, no tuvo dudas, él la resarciría.

Aprendieron a vivir en soledad, la montaña era su reino y el bosque su palacio. De vez en cuando Anya bajaba hasta el poblado más cercano para vender sus pieles y así comprar algunas cosas que la montaña no les brindaba, como el metal para las armaduras que había fabricado. Así vivieron durante más de quince años, en donde el principal alimento del niño dragón fue el odio.

Una noche, Anya tuvo un sueño y supo que era el momento del resarcimiento. Se había acostumbrado a obedecer a sus sueños, si lo hubiera hecho en el pasado su vida sería otra.

—Madre, ¿enciendo el fuego? —preguntó Yago, un pequeño soplido suyo y el desayuno estaría listo en un santiamén.

—Sí, querido. Gracias —respondió Anya—. Anoche soñé que regresábamos y salías victorioso.

—¿Cuándo lo haremos, pronto?

—No hay mejor momento que el presente. Terminamos el desayuno y partimos, ¿qué te parece? —consultó Anya, aunque la decisión ya estaba tomada.

Y partieron. Llegar hasta la colina que bordeaba el palacio fue un viaje de pocas horas, Yago volaba rápido. Decidieron que ella vigilaría por la tarde y él montaría guardia en la noche, sus ojos podían adaptarse a la oscuridad.

Anya no creía que pudiera dormir, y casi no lo hace, pero cuando los recuerdos poblaron su mente con paganas imágenes, su cerebro se rindió y durmió el sueño de los justos.

Era de madrugada, algo la había despertado con una extraña sensación en su corazón. Había tenido una pesadilla..., pero algo andaba mal. Un sentimiento de fatalidad se adueñó de ella y su alma confirmó lo que sus ojos se negaron a ver. Yago no estaba en su puesto.

—¿Yago? Pssssss, ¿en dónde estás? —bisbiseó asustada.

Lo buscó por los alrededores, pero no lo encontró. Su desesperación iba en aumento y aunque trató de serenarse no lo consiguió. De improviso, una explosión monstruosa sacudió la noche obligándola a arrojarse al piso y cubrirse la cabeza. ¡Oh..., niño tonto!

—¡YAGOOOOOOO! —gritó mientras corría hacia el castillo. La batalla había comenzado.

Al bajar corriendo el último tramo de la colina, la misma inercia hizo que cayera y comenzara a rodar. El mundo giraba y giraba, tal y como giraba en su cabeza una pregunta: ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?

La caída fue lo suficientemente estrepitosa como para lastimarse el tobillo izquierdo, y así, renqueando, entró por fin al palacio.

Mardotz había acorralado a Yago contra el ángulo del muro posterior. Yacía malherido. Cientos, ¿miles? de laceraciones abiertas bañaban de sangre su cuerpo maltrecho. Anya rogó que su hijo no la viera, el hechicero fluctuaba de forma de espaldas a ella, solo tenía que esperar el momento adecuado para decapitarlo con su espada. Cuando Mardotz empezó a hablar, trató de acercarse todo lo sigilosa que su torcedura de tobillo le permitió.

—¡Eres mi hijo, idiota cobarde! ¡Eres mi encarnación! ¿Y defiendes a esa putita huérfana? —su voz era un trueno—. ¡Bien que le gustó concebirte! ¡Pedía más y más y más! Pero te perdonaré la vida si cambias de opinión y de bando, juntos podremos gobernar el mundo. Jamás hubo un dragón que sea poseedor de la corona, y esos seríamos tú y yo, rey y príncipe hasta el fin de los tiempos. ¡Juntos haremos historia y dominaremos al mismísimo Dios!

—Ya máteme, antes prefiero la muerte —respondió Yago, su voz era un resuello asmático.

—¡Necia criatura de mis ingles! —clamó Mardotz, próximo a cambiar de forma.

—¡Hey, hechicero! —gritó Anya, mientras la espada describía un semicírculo y cercenaba la cabeza de Mardotz.

Arrastró el cuerpo decapitado del hechicero hasta su hijo y lo bañó con su sangre. La sangre de un dragón era curativa y proporcionaba longevidad, como ya todos sabían. Cuando Yago estuvo cubierto y ya empezaba a recuperarse, Anya hizo un cuenco con sus manos y bebió lo que quedaba.

 

 

 

 

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