Lo
más difícil de estar perdido es caer en cuenta que uno lo está. Esa fue la
conclusión a la que llegó Fernando después de notar que había estado caminando
en círculos durante varias horas. Mientras desayunaba esa mañana, había tenido
la idea de recorrer el bosque, el cual, servía de patio trasero a la antigua
posada en la que se hospedaba. Todo el tiempo, mientras duró el paseo, creyó
estar andando en línea recta; eso le dejaba la conciencia tranquila, por lo
menos. Siempre fue un explorador nato, había recorrido su país de residencia,
Estados Unidos, de Este a Oeste y jamás le había pasado esto. Tuvo que cruzar
el Atlántico para que le pase, en fin, cosas de la vida. La idea de visitar
España para hacer senderismo fue de Pamela, su exnovia; era el tipo de mujer
que tomaba decisiones sin pensar y sin consultarlo. Lamentablemente, también
era el tipo de mujer que no había tenido el menor prurito en dejarlo por otro
tipo cuando ya había organizado su ausencia de la oficina y comprado los
boletos de avión. Por añadidura, el viaje lo realizó más por enfado que por
gusto, aunque secretamente le sedujese la idea de conocer el viejo continente.
Pero, lo que hizo que al fin se decidiera a hacer el viaje solo, fue que no
tendría ningún problema con el idioma. Él era argentino, sus padres se habían
radicado en Estados Unidos cuando él tenía dos meses, por lo tanto, hablaba
ambos idiomas a la perfección.
Mientras
recordaba, trató de encontrar las señales características que había aprendido
de niño en los Scouts. Buscar telas de araña o musgo. El musgo suele
crecer orientado hacia el norte. Las telas de araña, en cambio, suelen
encontrarse en la parte sur de los árboles. Llevaba unas cinco horas perdido,
su móvil no tenía señal y por mucho que lo guiara el musgo no lograba salir del
maldito bosque.
Decidió
seguir el curso de las pocas nubes que veía en el cielo. Por regla básica,
cuando no soplaba el viento, se movían hacia el oeste. Supuso que a algún lado
llegaría antes que cayera la noche.
Llegó
a un pequeño claro por el que no había pasado antes y eso le pareció buena
señal. Se sentó a descansar unos minutos bajo un roble añejo mientras buscaba
conexión con el móvil. Algo llamó su atención desde la izquierda, algo que se
movía entre los árboles. Apareció una niña de unos siete años toda andrajosa y
mugrienta, llevaba en sus manos siete correas con seis cabritillos muy
pequeños.
—Hola, pequeña —saludó—. ¿Podrías
ayudarme?
—De seguro se ha perdido en el
bosque —dijo—, por aquí pasa seguido. Yo estoy buscando a mí cabritillo,
también se ha perdido.
—Siento oír eso, ¿sabes para
dónde debo dirigirme?
—No, señor. Pero venga conmigo a
mi casa y mi padre le acompañará. Nosotros vivimos en el bosque —respondió
rápido la niña.
Muy educada, pensó, lástima la mugre que
lleva; seguramente su madre es una tirada.
—¿Tu madre te deja andar sola por
el bosque? —preguntó, mientras pensaba: “¿y con extraños a los que quieres
llevar a tu casa?”.
—Yo no tengo mamá, murió al
tiempo que nací.
—Lo siento, niña —contestó
mordiéndose la lengua, si tenía que decir otra vez “lo siento”, reventaría.
—No juzguéis y no seréis
juzgados, dice el buen libro del Señor —respondió la niña como si le hubiera
leído el pensamiento.
Dispuso guardar silencio. Esa
niña le resultaba bastante espeluznante, a decir verdad. Y seguirla por el
bosque le parecía fantástico y alucinante, en algún sentido. Toda la escena
parecía sacada de un cuento de los hermanos Grimm, si no fuera por la mugre que
cargaba, por supuesto.
—Yo vivo con mi padre, mi abuelo
y mi hermano. Ellos me protegen —dijo la niña, como si Fernando se lo hubiera
preguntado.
—Claro que sí —le respondió
Fernando, cada vez más asombrado—. ¿Esos cabritillos son de cría o son tus
mascotas?
—¡Son mis mascotas! Jamás me
comería a mis cabritillos, señor —respondió enfurecida—. ¡Qué asco!
Justo en ese momento apareció un
niño con una horrible marca de nacimiento en la frente, para evitarle el
bochorno de repetir el “lo siento”.
—¡Manuel!, mira lo que he
encontrado —gritó la niña, eufórica.
—No grites así, Carmen. Hola,
señor. ¿Se ha perdido?
—Hola, así parece. Mi nombre es
Fernando.
—Venga a nuestra casa, mi abuelo
está preparando un guisado para chuparse los dedos —invitó el niño.
—Gracias, pero me esperan en la
posada —mintió.
Su sentido de la orientación
había fallado por completo, pero algo le decía que cada vez se internaban más
en el bosque. Esos niños eran extraños en ambos sentidos de la palabra.
Extraños, por ser desconocidos y extraños por su actitud; y seguirlos por la
densidad del bosque era lo más surrealista que había hecho en su vida.
Llegaron a una especie de cabaña,
antigua y destartalada. En uno de los laterales había un pequeño, pero hermoso
huerto, en donde un hombre joven trabajaba con la azada. Al otro lado, en
contraposición, había una especie de jaula muy grande que un hombre viejo
limpiaba con esmero. La niña corrió hacia él.
—¡Abuelito, mira lo que he
encontrado! —gritó la niña, corriendo hacia él.
El viejo giró sobresaltado por el
grito y, en la distancia que los separaba, Fernando creyó ver una sonrisa en su
rostro.
—Encontré el cabritillo que te
faltaba, el séptimo —dijo en un tono más bajo, aunque audible, la niña—. El
tuyo.
El viejo le hizo una seña para
que callara. Al acercarse a él, Fernando notó que tenía la misma marca horrible
en la frente que el niño.
—Supongo que se ha perdido —dijo
el viejo, sin siquiera presentarse.
—Claro que supone bien, mi nombre
es Fernando —respondió tendiéndole la mano.
—Y es un forastero —dijo el
viejo, y como pensándoselo mejor añadió—. ¿De dónde es ese horrible acento que
trae?
—Soy argentino, pero me crie en
los Estados Unidos —dijo con la voz tomada, carraspeó y continuó—. Este acento
que tanto le molesta lo heredé de mis padres.
—Argentino —respondió y escupió
al piso para luego limpiarlo con la bota—. No nos gustan y jamás nos han
gustado. Traen desgracia solo con su nombre.
Fernando, que no entendía nada, y
a esa altura ya esperaba una golpiza al grito de: ¡Matemos al sudaca que nos
roba el trabajo!, retrocedió visiblemente y no dijo una palabra. Nunca
imaginó la explicación que vino a continuación.
—Abuelo —dijo la niña, acongojada—,
¿no te gusta lo que te he encontrado?
—No es eso, Carmen —respondió y
mirándola a los ojos, continuó—. Por esta parte del bosque odiamos la plata, es
un metal despreciable; tu madre, murió por su causa. Y usted, señor, lleva la
plata en la sangre.
—Me temo que no le entiendo ni
media palabra de lo que dice —espetó Fernando, ya cansado. ¿Acaso había
plata en España?, ¿habían sufrido una desgracia familiar en una mina o algo por
el estilo?, pensó. No recordaba que hubiera metales preciosos por esos lares,
es más, estaba seguro que no los había.
—Argentina, del latín argentum,
cuya traducción es plata —respondió el viejo—. No me venga con que no lo sabía.
¿Y eso que tenía que ver con
nada?, están
más locos que la familia Manson, pensó. Notó que el padre de familia ya no
estaba en el huerto, la azada yacía olvidada entre guisantes y judías verdes. Y
como si el solo pensamiento lo convocara, vio que estaba sobre el tejado con
una gran escopeta apuntándolo.
—¡Quédese quieto o le vuelo la
cabeza! —dijo el padre y volviéndose se hacia el viejo, continuó—. Yo que tú,
lo haría rápido; no me fío de este. Y ustedes, chavales, adentro.
Al decir esto con un ademán
exagerado trastabilló, el tejado cubierto de años de musgo hizo lo suyo
provocando que resbalara. Intentó asirse de una madera saliente pero no lo
logró y cayó de cabeza al duro piso de tierra.
—¡Papaíto! —gritó la niña
corriendo hacia él.
La noche caía, pero aún quedaba
luz para divisar que el hombre tenía el cuello quebrado. La luna, en todo su
esplendor hizo su aparición estelar por el este. Fernando quiso huir, pero en
ese mismo momento comenzó la transformación.
Todo el ímpetu que había sentido
se disolvió en un instante. Un momento antes, su cuerpo se había atiborrado de
la preciosa adrenalina que lo sacaría de esa situación de locos a la que se
enfrentaba, pero entonces, vio que la camisa sucia del viejo comenzaba a
rajarse por distintos lugares, dejando ver pelos en dónde no debería haber.
Cada desgarro sonaba como un pedo y la histeria le hizo lanzar una carcajada
escalofriante. Eran pelos de animal, enmarañado e hirsuto. El tiempo pareció
detenerse y sus piernas se convirtieron en un millón de gomas de borrar, unidas
por un finísimo, pero potente alambre que le generaba descargas intermitentes.
Cuando la boca del viejo se estiró formando un hocico, toda su voluntad cedió y
cayó de rodillas. Hasta tuvo ganas de ponerse en posición fetal y succionarse
el dedo, esa costumbre infantil, que a fuerza de sopapos le había quitado su
padre. Pero, ese recuerdo increíblemente se enlazó con otro; su madre
regalándole para su primera comunión una hermosa cadena con una cruz, tallada
en exquisita plata y sus palabras llegaron a él desde el limbo de un pasado
lejano: “Cuando te encuentres en apuros, solo sostenla en tus manos y
encomiéndate a Él”. Entonces, Fernando, supo que hacer.
El viejo, que ya no era un viejo,
sino, la suma de todas sus pesadillas, aulló a la enorme luna. Esta lo
iluminaba todo. Tanto así, que pudo distinguir como las gotas de esa saliva
inmunda quemaban el poco verdor del piso como si de ácido sulfúrico se tratase.
Fernando arrancó la cruz de plata que pendía de su cuello y esperó a que lo
derribara. La fuerza del lobo era descomunal y por un segundo temió no poder
realizar su cometido. Se encomendó a Jesús, tal y como lo había prometido
veinte años atrás, y entonces, una luz, como un rayo de fuerza, poseyó su mano,
regalándole la fuerza del infinito. Solo un instante, solo un efímero instante
en la mente de un hombre, o quizás en otras realidades fuesen eones, pero eso
fue lo que demoró su mano derecha en perforar el ojo de la bestia. Y solo eso
bastó para que pereciera; desde luego, era de plata.
—¡Soy argentino, viejo de mierda!
¡Soy argentum! ¡Yo soy de PLATA! —gritó a los cuatro vientos.
Tomó la azada del huerto y abrió
con ella la panza del lobo. Sacó sus fétidas entrañas y rellenó el hueco con
las piedras que bordeaban el camino. Al terminar lo lanzó al pozo que estaba a
un costado, tal y cómo recordaba habían hecho en el cuento que le leía su madre
de pequeño antes de dormir. Su mente era un torbellino, pero aún le quedó un
vestigio de conciencia para recordar que los niños aún vivían.
Y con el poco aliento que le quedaba escapó. No era un infanticida y nunca lo sería. Que Dios, en su infinita gracia, se ocupe de los engendros que Él mismo creó.
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