lunes, 12 de abril de 2021

Argentum

 

Lo más difícil de estar perdido es caer en cuenta que uno lo está. Esa fue la conclusión a la que llegó Fernando después de notar que había estado caminando en círculos durante varias horas. Mientras desayunaba esa mañana, había tenido la idea de recorrer el bosque, el cual, servía de patio trasero a la antigua posada en la que se hospedaba. Todo el tiempo, mientras duró el paseo, creyó estar andando en línea recta; eso le dejaba la conciencia tranquila, por lo menos. Siempre fue un explorador nato, había recorrido su país de residencia, Estados Unidos, de Este a Oeste y jamás le había pasado esto. Tuvo que cruzar el Atlántico para que le pase, en fin, cosas de la vida. La idea de visitar España para hacer senderismo fue de Pamela, su exnovia; era el tipo de mujer que tomaba decisiones sin pensar y sin consultarlo. Lamentablemente, también era el tipo de mujer que no había tenido el menor prurito en dejarlo por otro tipo cuando ya había organizado su ausencia de la oficina y comprado los boletos de avión. Por añadidura, el viaje lo realizó más por enfado que por gusto, aunque secretamente le sedujese la idea de conocer el viejo continente. Pero, lo que hizo que al fin se decidiera a hacer el viaje solo, fue que no tendría ningún problema con el idioma. Él era argentino, sus padres se habían radicado en Estados Unidos cuando él tenía dos meses, por lo tanto, hablaba ambos idiomas a la perfección.

Mientras recordaba, trató de encontrar las señales características que había aprendido de niño en los Scouts. Buscar telas de araña o musgo. El musgo suele crecer orientado hacia el norte. Las telas de araña, en cambio, suelen encontrarse en la parte sur de los árboles. Llevaba unas cinco horas perdido, su móvil no tenía señal y por mucho que lo guiara el musgo no lograba salir del maldito bosque.

Decidió seguir el curso de las pocas nubes que veía en el cielo. Por regla básica, cuando no soplaba el viento, se movían hacia el oeste. Supuso que a algún lado llegaría antes que cayera la noche.

Llegó a un pequeño claro por el que no había pasado antes y eso le pareció buena señal. Se sentó a descansar unos minutos bajo un roble añejo mientras buscaba conexión con el móvil. Algo llamó su atención desde la izquierda, algo que se movía entre los árboles. Apareció una niña de unos siete años toda andrajosa y mugrienta, llevaba en sus manos siete correas con seis cabritillos muy pequeños.

—Hola, pequeña —saludó—. ¿Podrías ayudarme?

—De seguro se ha perdido en el bosque —dijo—, por aquí pasa seguido. Yo estoy buscando a mí cabritillo, también se ha perdido.

—Siento oír eso, ¿sabes para dónde debo dirigirme?

—No, señor. Pero venga conmigo a mi casa y mi padre le acompañará. Nosotros vivimos en el bosque —respondió rápido la niña.

Muy educada, pensó, lástima la mugre que lleva; seguramente su madre es una tirada.

—¿Tu madre te deja andar sola por el bosque? —preguntó, mientras pensaba: “¿y con extraños a los que quieres llevar a tu casa?”.

—Yo no tengo mamá, murió al tiempo que nací.

—Lo siento, niña —contestó mordiéndose la lengua, si tenía que decir otra vez “lo siento”, reventaría.

—No juzguéis y no seréis juzgados, dice el buen libro del Señor —respondió la niña como si le hubiera leído el pensamiento.

Dispuso guardar silencio. Esa niña le resultaba bastante espeluznante, a decir verdad. Y seguirla por el bosque le parecía fantástico y alucinante, en algún sentido. Toda la escena parecía sacada de un cuento de los hermanos Grimm, si no fuera por la mugre que cargaba, por supuesto.

—Yo vivo con mi padre, mi abuelo y mi hermano. Ellos me protegen —dijo la niña, como si Fernando se lo hubiera preguntado.

—Claro que sí —le respondió Fernando, cada vez más asombrado—. ¿Esos cabritillos son de cría o son tus mascotas?

—¡Son mis mascotas! Jamás me comería a mis cabritillos, señor —respondió enfurecida—. ¡Qué asco!

Justo en ese momento apareció un niño con una horrible marca de nacimiento en la frente, para evitarle el bochorno de repetir el “lo siento”.

—¡Manuel!, mira lo que he encontrado —gritó la niña, eufórica.

—No grites así, Carmen. Hola, señor. ¿Se ha perdido?

—Hola, así parece. Mi nombre es Fernando.

—Venga a nuestra casa, mi abuelo está preparando un guisado para chuparse los dedos —invitó el niño.

—Gracias, pero me esperan en la posada —mintió.

Su sentido de la orientación había fallado por completo, pero algo le decía que cada vez se internaban más en el bosque. Esos niños eran extraños en ambos sentidos de la palabra. Extraños, por ser desconocidos y extraños por su actitud; y seguirlos por la densidad del bosque era lo más surrealista que había hecho en su vida.

Llegaron a una especie de cabaña, antigua y destartalada. En uno de los laterales había un pequeño, pero hermoso huerto, en donde un hombre joven trabajaba con la azada. Al otro lado, en contraposición, había una especie de jaula muy grande que un hombre viejo limpiaba con esmero. La niña corrió hacia él.

—¡Abuelito, mira lo que he encontrado! —gritó la niña, corriendo hacia él.

El viejo giró sobresaltado por el grito y, en la distancia que los separaba, Fernando creyó ver una sonrisa en su rostro. 

—Encontré el cabritillo que te faltaba, el séptimo —dijo en un tono más bajo, aunque audible, la niña—. El tuyo.

El viejo le hizo una seña para que callara. Al acercarse a él, Fernando notó que tenía la misma marca horrible en la frente que el niño.

—Supongo que se ha perdido —dijo el viejo, sin siquiera presentarse.

—Claro que supone bien, mi nombre es Fernando —respondió tendiéndole la mano.

—Y es un forastero —dijo el viejo, y como pensándoselo mejor añadió—. ¿De dónde es ese horrible acento que trae?

—Soy argentino, pero me crie en los Estados Unidos —dijo con la voz tomada, carraspeó y continuó—. Este acento que tanto le molesta lo heredé de mis padres.

—Argentino —respondió y escupió al piso para luego limpiarlo con la bota—. No nos gustan y jamás nos han gustado. Traen desgracia solo con su nombre.

Fernando, que no entendía nada, y a esa altura ya esperaba una golpiza al grito de: ¡Matemos al sudaca que nos roba el trabajo!, retrocedió visiblemente y no dijo una palabra. Nunca imaginó la explicación que vino a continuación.

—Abuelo —dijo la niña, acongojada—, ¿no te gusta lo que te he encontrado?

—No es eso, Carmen —respondió y mirándola a los ojos, continuó—. Por esta parte del bosque odiamos la plata, es un metal despreciable; tu madre, murió por su causa. Y usted, señor, lleva la plata en la sangre.

—Me temo que no le entiendo ni media palabra de lo que dice —espetó Fernando, ya cansado. ¿Acaso había plata en España?, ¿habían sufrido una desgracia familiar en una mina o algo por el estilo?, pensó. No recordaba que hubiera metales preciosos por esos lares, es más, estaba seguro que no los había.

—Argentina, del latín argentum, cuya traducción es plata —respondió el viejo—. No me venga con que no lo sabía.

¿Y eso que tenía que ver con nada?, están más locos que la familia Manson, pensó. Notó que el padre de familia ya no estaba en el huerto, la azada yacía olvidada entre guisantes y judías verdes. Y como si el solo pensamiento lo convocara, vio que estaba sobre el tejado con una gran escopeta apuntándolo.

—¡Quédese quieto o le vuelo la cabeza! —dijo el padre y volviéndose se hacia el viejo, continuó—. Yo que tú, lo haría rápido; no me fío de este. Y ustedes, chavales, adentro.

Al decir esto con un ademán exagerado trastabilló, el tejado cubierto de años de musgo hizo lo suyo provocando que resbalara. Intentó asirse de una madera saliente pero no lo logró y cayó de cabeza al duro piso de tierra.

—¡Papaíto! —gritó la niña corriendo hacia él.

La noche caía, pero aún quedaba luz para divisar que el hombre tenía el cuello quebrado. La luna, en todo su esplendor hizo su aparición estelar por el este. Fernando quiso huir, pero en ese mismo momento comenzó la transformación.

Todo el ímpetu que había sentido se disolvió en un instante. Un momento antes, su cuerpo se había atiborrado de la preciosa adrenalina que lo sacaría de esa situación de locos a la que se enfrentaba, pero entonces, vio que la camisa sucia del viejo comenzaba a rajarse por distintos lugares, dejando ver pelos en dónde no debería haber. Cada desgarro sonaba como un pedo y la histeria le hizo lanzar una carcajada escalofriante. Eran pelos de animal, enmarañado e hirsuto. El tiempo pareció detenerse y sus piernas se convirtieron en un millón de gomas de borrar, unidas por un finísimo, pero potente alambre que le generaba descargas intermitentes. Cuando la boca del viejo se estiró formando un hocico, toda su voluntad cedió y cayó de rodillas. Hasta tuvo ganas de ponerse en posición fetal y succionarse el dedo, esa costumbre infantil, que a fuerza de sopapos le había quitado su padre. Pero, ese recuerdo increíblemente se enlazó con otro; su madre regalándole para su primera comunión una hermosa cadena con una cruz, tallada en exquisita plata y sus palabras llegaron a él desde el limbo de un pasado lejano: “Cuando te encuentres en apuros, solo sostenla en tus manos y encomiéndate a Él”. Entonces, Fernando, supo que hacer.

El viejo, que ya no era un viejo, sino, la suma de todas sus pesadillas, aulló a la enorme luna. Esta lo iluminaba todo. Tanto así, que pudo distinguir como las gotas de esa saliva inmunda quemaban el poco verdor del piso como si de ácido sulfúrico se tratase. Fernando arrancó la cruz de plata que pendía de su cuello y esperó a que lo derribara. La fuerza del lobo era descomunal y por un segundo temió no poder realizar su cometido. Se encomendó a Jesús, tal y como lo había prometido veinte años atrás, y entonces, una luz, como un rayo de fuerza, poseyó su mano, regalándole la fuerza del infinito. Solo un instante, solo un efímero instante en la mente de un hombre, o quizás en otras realidades fuesen eones, pero eso fue lo que demoró su mano derecha en perforar el ojo de la bestia. Y solo eso bastó para que pereciera; desde luego, era de plata.

—¡Soy argentino, viejo de mierda! ¡Soy argentum! ¡Yo soy de PLATA! —gritó a los cuatro vientos.

Tomó la azada del huerto y abrió con ella la panza del lobo. Sacó sus fétidas entrañas y rellenó el hueco con las piedras que bordeaban el camino. Al terminar lo lanzó al pozo que estaba a un costado, tal y cómo recordaba habían hecho en el cuento que le leía su madre de pequeño antes de dormir. Su mente era un torbellino, pero aún le quedó un vestigio de conciencia para recordar que los niños aún vivían.

Y con el poco aliento que le quedaba escapó. No era un infanticida y nunca lo sería. Que Dios, en su infinita gracia, se ocupe de los engendros que Él mismo creó.

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