Aquel día José no tuvo ningún deseo de
vestirse. Es lo que suele suceder cuando uno anda con el corazón dolorido: que
todo da igual. Y es por esto que cuando aquella tarde llamaron al telefonillo
del portal y una voz cantarina anunció “traemos la palabra del señor” José se
limitó a susurrar con desgana “la palabra del señor siempre es bien recibida” y
enlazando una diminuta toalla con motivos florales a su cintura se sentó en una
silla para esperar el ascenso que intuía sofocante ya que el edificio, antiquísimo,
carecía de ascensor y eran seis pisos contando con el entresuelo.
Tras un tiempo indefinido—cuando uno sufre el
tiempo es irrelevante—, un anciano enjuto y una joven muy linda se vislumbraron
por fin.
—Alabado sea Dios—saludó la joven con su voz
alegre. El anciano intentó saludar pero de su pecho solo brotaron ramas rotas y
flautas y José lo intuyó próximo al derrame cerebral.
—¡Oh, inconsciente de mí! No recordé avisarles
que no hay ascensor. ¡Por favor, pasen ustedes! Les ofreceré un té— exclamó
José solícito, ayudando al viejo a pasar.
En primera instancia el viejo, ciego de
cansancio, no se dio cuenta de la casi desnudez de su anfitrión. Fue después,
cuando el joven le ayudó a acomodarse en el sofá que descubrió que bajo aquella
toalla con dibujos de capullitos de rosa no había ninguna prenda que sujetase
aquello que balancea o cuelga. Asombrado observó al joven e intentando
levantarse de nuevo exclamó:
—¡Oh! Creo que hemos llegado en un mal momento,
tal vez se disponía usted a su aseo diario. Yo lo suelo hacer por la mañana,
pero con este calor tan terrible que estamos sufriendo es posible que haya
usted postergado el placer de la higiene a la tarde, más cercana a la hora del
descanso nocturno. No le molestaremos más. Haga usted sus gargarismos,
abluciones y esas cosas tan necesarias para el bien del cuerpo y del espíritu.
Vamos Alicia, que este joven estaba pronto al aseo y lo hemos molestado
sin querer.
—¡No! ¡No han interrumpido nada!—exclamó José
empujando suavemente al anciano de nuevo hasta el sofá—. El caso es que me
viene muy bien tener compañía. Voy a prepararles un té y luego nos sentaremos a
charlar un poco.
Cuando José se marchó a la cocina, el anciano,
que aun llevaba una revista visionaria y esclarecedora llamada “la
atalaya”, donde se contaba que la felicidad estaba en las manos de Dios y qué
Él nos solucionaría todos nuestros problemas, dijo así a su discípula:
—Debemos marcharnos en cuanto tengamos la
ocasión, Alicia. No sabemos si este tipo es un loco peligroso. Va casi desnudo.
Imagina que en algún momento se cae su toalla o se la quita. Podría ser un
exhibicionista. ¡Incluso un violador!
—Todos llegamos desnudos a este valle de
sufrimiento, maestro—argumentó la muchacha, apasionada y vehemente—. Además ha
dicho que tiene el corazón roto. Tal vez podamos ayudarle.
—Pero, hija, prométeme que si de pronto se
arranca la toalla tú mirarás hacia otro lado—rogó el viejo.
—Maestro, el cuerpo de este hombre está hecho
a imagen y semejanza del cuerpo de nuestro señor. No creo que haya nada
perverso ni maligno en su desnudo. Deberíamos centrarnos en su corazón y no en
su miembro viril.
—Tienes razón de nuevo. No hagas mucho caso de
este torpe anciano—suspiró el viejo, avergonzado y vencido ante esa respuesta
de peso. Pero los malos pensamientos vuelven como vuelve un boomerang a la mano
del lanzador y este viejo no pudo evitar la imagen de Priapo, el dios griego de
la fertilidad. Sí, lo recordó con aquella verga de dimensiones grotescas apoyada
en la balanza, rodeado de bucólicos jardines frutales. Tantas emociones
le provocaron un ligero desmayo. Cuando despertó unas manos grandes le
procuraban aire con un cartón en forma de media luna.
—Vaya, parece que ha sufrido usted un mareo.
Tome un poco de agua. Le sentará bien—dijo José, preocupado.
—Debe ser cansancio. Tal vez sería un momento
ideal para marcharnos, Alicia.
—¡Pero a mí me gustaría tanto que se quedaran
un par de horas!—suplicó José—.No quisiera estar solo en estos momentos de dolor.
Verán, hace dos semanas, en la fiesta de un amigo, descubrí a mi novia besando
a un tipo. Los encontré besándose con frenesí en la oscuridad.
Alicia se ruborizó profundamente imaginando la
viscosidad de esas lenguas encendidas y enredadas.
—Hábleme de esa casquivana novia suya—ordenó
el viejo. En aquel momento, y ya recuperado del desmayo, solo era un paladín de
Dios, un pastor auxiliando a la oveja perdida, daba igual que esta fuera negra,
blanca o que corretease con las vergüenzas al aire, que durante el diluvio no
expulsó nuestro señor animal alguno del Arca por semejante fruslería—. Todo
apunta a que en la oscuridad de esa fiesta fue visitada por el maligno y
empujada a actuar como una mujer ligera.
—¡Qué sé yo! —Gruñó José, dolorido—. Sólo sé
que cuando llegué allí él intentaba desabrocharle la blusa para mordisquear tal
vez los pezones erizados. ¡Oh dios! ¿Cómo pudo hacerme eso?
—¿Y vio usted si se quitaron por fin la
ropa?—preguntó el viejo, sumamente interesado—. Necesito todo tipo de detalles
para saber cómo puedo ayudarle. Porque usted lo que quiere es recuperarla ¿no?
—¡Sí! ¡No puedo vivir sin ella! Lo
reconozco—confesó José bajando la cabeza para disimular las lágrimas y al
ponerse en pie para tomar un pañuelo la toalla cayó al suelo, dejando al aire
lo que debería estar oculto. Pero José, en lugar de cubrirse se quedó de pie,
secando sus lágrimas—. Verán ustedes. Desde que ocurrió ese suceso me levanto
por las mañanas arrastrando los pies. Luego voy a la cocina a poner la cafetera
en el fuego y sé que si alguien mirase mis ojos los vería sin luz. No me
importa nada, todo me da igual. Miro por la ventana y observo los árboles
majestuosos y el sol, y cómo se refleja su luz en las hojas arrancándoles tonos
rojos y dorados. Sí. Todo es bello, pero para mí no tiene importancia si
no lo comparto con ella. Pero lo peor son las noches. Cuando me acuesto y me
acurruco pienso en ella y la invoco con fuerza y con rabia creyendo, iluso de
mí, que la rabia de mí deseo y la fuerza con que la llamo conseguirán que ella
tome el puto teléfono y me llame y me pida perdón. Pero el aparato se mantiene
mudo, obstinado. Entonces intento dormir para no pensar más. Pero me daría lo
mismo estar dormido que estar muerto.
.
Durante todo el discurso el viejo no había
podido apartar los ojos del animal dormido. Allí estaba, como ya intuyó,
el dios Priapo con su balanza y su cornucopia. Su temor se había
cumplido. Miró a su discípula y la vio tragar saliva y vio cómo se encabritaban
las olas de sus ojos oceánicos, antes mares calmados.
—¡Pero hombre cúbrase usted, que la tarde está
llegando fresca!—gruño el viejo rojo de la ira tapando los ojos de Alicia—. Y
ahora díganos cómo podemos ayudarle ¿Quiere usted que la llame por teléfono en
su nombre? Nuestro señor desde su atalaya me ha dado la mejor de las armas para
lidiar con el dolor de los hombres: la palabra ¡Deme su número, que voy a
llamarla ahora mismo!
—¿Haría usted eso por mí?—preguntó José de
nuevo al borde del llanto—. Si usted supiera con que ardor la amaba yo en las
noches. Si supiera cómo gozaba ella y cómo me solazaba yo en esas carnes
doradas y prietas, si supiera de qué manera debía cubrir sus labios
para que no aullara bajo mi cuerpo…
El viejo se encomendó al altísimo para que el
falo aletargado no se despertara de su sueño invocado por tan lujuriosas
y ardientes ensoñaciones. Y a su mente vino una cobra y una flauta.
—Este es su número, recuerde que se llama
Juliana.
El viejo marcó el número indicado y dijo así:
—¿Hola? Señorita Juliana—dijo el anciano—,
usted no me conoce pero le ruego encarecidamente que se mantenga atenta a las
palabras que le diré y no cuelgue el aparato. Verá, yo soy un portador de la
palabra de nuestro señor Jehová y junto con mi discípula, Alicia, vamos de
puerta en puerta para difundir la palabra divina. El caso es que ahora nos
encontramos en la casa del novio de usted, José. Sí, sí, y aquí lo
tenemos, lloroso y desnudo. ¡Sí, sí, desnudo del todo! ¿Cómo dice? ¿Qué seguro
que tiene a una guarra bajo la cama? ¡Oh, no, no, aquí no hay nadie más! Pero
si no hace más que hablar de usted. Si lo oyera hablar del amor que siente. Ha
dicho hace un momento que la luna brilla poco o menos, o casi nada si no está
reflejada en los ojos de usted, o eso me ha parecido entender. ¿De qué se ríe?
¿Qué dice? ¿Qué esas moñadas de la luna son propias de él? Señorita pues a mí
me ha parecido exquisito. Si usted viniera a verlo… si quisiera acercarse hasta
aquí para darle consuelo. Dice que no duerme y que no come. Apiádese de él y
venga, que aquí le esperamos todos. ¿Una secta? ¿Nosotros unos sinvergüenzas?
¡Señorita! Es usted una maleducada y una oveja descarriada. Uhmmm. Muy bien. Se
lo diré ¡Adiós!
José miraba al viejo muy pálido. La había
perdido para siempre.
—¿Qué ha dicho?
—Dice que está usted loco y que nosotros somos
unos sinvergüenzas de cuidado que no hacemos más que molestar a la gente a la
hora de la siesta con nuestros sermones de mierda, pero que estará feliz de
verle a usted, convenientemente vestido, en ese lugarcito coqueto de la calle
del Carmen a las nueve de esta noche. Dice que le perdone y que le quiere a
usted con locura; que la noche de autos estaba muy borracha y que no fue
consciente de sus actos. Que luego sintió vergüenza y miedo y que por eso no
llamó. Pero que no puede olvidar su lengua de usted entre sus piernas y que los
besos del otro no sabían a fresa como los suyos. Los labios de usted—dijo el
viejo con los labios temblorosos.
José, llorando de alegría, los abrazó a ambos
con todas sus fuerzas y mientras los acompañaba hasta la puerta los invitó a
visitarles siempre que ellos quisieran, que allí tenían su casa y un amigo y
que gracias, gracias, gracias, gracias.
Mientras bajaba las escaleras, Alicia, la de
los mares calmados sintió un cosquilleo cálido y perturbador entre las piernas
al recordar el abrazo apretado.
–
FIN –
Consigna:
Escribir una comedia romántica.
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