Aitor es el
nombre de mi amigo de la infancia, mi primer amigo.
Nos habíamos
conocido en el pueblo, durante las vacaciones de verano del año 83 u 84. Éramos
tan pequeños que ni lo recuerdo, solo sé que durante los siguientes diez años
deseaba que llegara el mes de agosto para volver a reencontrarnos y disfrutar
del descanso estival juntos.
Durante todos
aquellos años compartimos multitud de cosas y nos pasábamos la vida uno en casa
del otro. Mis padres se convirtieron en los suyos y los suyos en los míos.
Compartimos todos los veranos de nuestra niñez y del inicio de nuestra
adolescencia.
Recuerdo que
el uno al otro nos descubrimos la lectura; bueno, realmente fue su hermano
mayor el que nos descubrió la lectura a ambos con los tebeos de Mortadelo y Filemón.
Nuestras tardes comenzaban en su patio o en el mío leyendo cada uno los tebeos
del otro. Cada vez que me acababa uno, antes de empezar el verano, pensaba: “este seguro que le encanta a Aitor”.
Cuando alcanzamos los catorce años, yo seguí con mis tebeos, sin embargo, él
había cambiado la lectura, había madurado y ya leía libros de adultos como
Frankenstein o Cementerio de animales. Aquel verano me di cuenta de que tenía
que evolucionar yo también en mis lecturas, que ya no era un niño y debía
comenzar a leer cosas acordes a mi edad (aunque nunca he dejado de leer tebeos
de Mortadelo). Al empezar el instituto, el primer libro que cayó en mi poder
fue uno de Sherlock Holmes, y desde aquel día cientos de libros han pasado por
mis manos. Por ese hecho, jamás dejaré de agradecer a mi amigo que me inculcara
el gusto por la lectura.
En los años de
la niñez, mucho antes de aquello de los libros, nos dedicábamos a ir hasta el
campo de fútbol a darle patadas a un balón, creyendo que sabíamos jugar y que
llegaríamos a ser profesionales de aquel deporte. También íbamos hasta el río a
coger ranas, las hinchábamos y las lanzábamos al río para ver como flotaban. A
mi edad adulta sé que aquello era una crueldad, sin embargo, con diez años lo
veíamos como un experimento sin maldad.
Al principio
del verano del 91, nos construimos un tirachinas con un globo y la boquilla de
una botella de plástico (en el pueblo a aquello le llamaban tirahuevos o
capalobos) y todas las tardes, cuando bajaba el sol y comenzaba a atardecer, nos
íbamos hasta el basurero, recogíamos todas las botellas y botes de cristal que
había y los poníamos en fila para practicar nuestra puntería. Lo mejor era
cuando conseguíamos un bote lleno de tomate y al irse rompiendo soltaban la
salsa aparentando ser sangre.
Nuestros
juegos eran inocentes y no le hacíamos daño a nadie (al menos
intencionadamente). Buscábamos aventuras y emociones fuertes. Otro verano nos
dio por irnos a la parte trasera de la iglesia del pueblo y escalar por las
rocas que allí hay. Cada vez nos buscábamos rocas más altas y más difíciles de
escalar, hasta que finalmente conseguimos trepar por todas las grandes piedras
del lugar.
Aquello era
muy divertido: escalar, ayudarnos el uno al otro, encontrar otros caminos por
los que llegar a la cima (de apenas unos metros de altura) y después descender
para empezar de nuevo. Era divertido, pero llegó un momento en el que
buscábamos más emoción y la encontramos un día en un campo segado de trigo. El
cereal había sido recolectado y con los restos habían creado alpacas y las
habían almacenado formando una gran torre. Con la valentía de dos muchachos de
doce años, nos encaramamos a los bloques hasta la parte más alta y saltamos al
vacío sobre un montón de paja. Nos arriesgábamos a rompernos una pierna o un
brazo, pero cuando eres adolescente te crees inmortal.
También fuimos
descubriendo el mundo a nivel personal y emocional. Recién empezada la
adolescencia, en el pueblo apareció una chica nueva que se unió a nuestro
grupo, el cual formábamos Aitor, su hermana, otras dos vecinas y yo. Desde el
primer día en que la vi, aquella niña con trenza me gustó. No sé cómo
explicarlo, pero sabía que a mi amigo también le gustaba. Ni yo le dije nada a
él ni él me lo dijo a mí, pero ambos conocíamos cuales eran los sentimientos
del otro. Siendo realistas, ¿qué posibilidades tenía un chico como yo, moreno,
con gafas y bastante parado contra un chico divertido de ojos azules, con el
pelo rubio y rizado? Ninguna. Físicamente, me recordaba a los querubines de
blanca piel y pelo ensortijado de los dibujos medievales.
Cual fue mi
sorpresa, cuando a punto de acabarse el verano, aquella niña de la trenza se
acercó una noche a mí, me dijo que yo le gustaba y me dio un beso. Cuando se lo
dije a mi amigo, noté que algo en él se venía abajo, pero lo acepto con la
mayor dignidad y aplomo que he visto nunca, y apenas contábamos con doce años.
Nunca se lo dije, pero, pasados algunos, años, tuve un pequeño romance con la
chica de la trenza.
Al año
siguiente, mi amigo Aitor se fue con su familia a pasar todo el mes de
vacaciones a un apartamento que tenían en la playa y no nos vimos.
Paradójicamente, aquel verano de 1993 fue el primero de los mejores de mi vida.
Y en ninguno de ellos estuvo él. Así fue como nos perdimos la pista y no supe
de Aitor durante diez años. Vi alguna vez a sus padres y me hablaban de él. Mis
padre se lo encontraron una vez, les preguntó por mí y les dijo que tenía
muchas ganas de verme. Entonces, fue cuando busqué su teléfono en una vieja
agenda de papel a la que le faltaban la mitad de las hojas y, milagrosamente,
lo encontré. Hablamos dos o tres veces y quedamos.
Teníamos ya
veintidós años y llevábamos más de diez sin vernos, pero enseguida nos
reconocimos el uno al otro y nos fundimos en un fraternal abrazo. Nos pusimos
al día sobre nuestra vida y me alegré mucho de saber que él estaba estudiando
una ingeniería y que era de los primeros de su clase (siempre me pareció la
persona más lista que conocía). Hablamos, fuimos al cine, tomamos algo y nos
intercambiamos los correos electrónicos y la (falsa) promesa de volver a vernos.
Mantuvimos durante un tiempo el contacto mediante Messenger y nos enviábamos algún correo. Con la llegada de las
redes sociales, fue cuando más contacto volvimos a tener.
Nos hablábamos
por Facebook y me contó que él estaba
viviendo con su novia, yo le conté que me había casado y que iba a ser papá. Él
me dijo que tenía sobrinos, pero que hijos todavía no.
Otros diez
años después de vernos por última vez, en el 2012, recibí una llamada de mi
padre diciéndome que Aitor había sido ingresado en el hospital y le habían
detectado un cáncer en el sistema digestivo. Enseguida le escribí por Facebook (la única manera que tenía de
contactar con él) y me contó un poco. Algunas semanas después me llegó la
noticia de que ya había sido dado de alta y de nuevo le escribí para decirle
que me alegraba mucho. Me respondió diciéndome que le quedaba una larga
recuperación y un tratamiento de seis meses y que esperaba que no fuese muy
duro.
Antes de pasar
esos seis meses, un amigo común me dijo que le habían tenido que ingresar de
nuevo para poder alimentarlo por una sonda. Me contestó que lo de la sonda iba
por buen camino, que había llegado a quedarse en 35 kilos, pero que ya pesaba
41 e iba en aumento.
Eso estaba
bien, que fuera evolucionando. A un chico de treinta y tres años no puede pasarle
nada, y menos a mi amigo. Pero me equivocaba, la inmortalidad que nos creíamos
tener a los doce años, se estaba riendo de él dos décadas después.
Mis últimos
mensajes fueron los siguientes:
15/01/2014
Aitor, ¿cómo vas? Me
dijo mi padre que tenías que alimentarte otra vez por sonda.
Espero que pronto te la quiten y mucho animo. No sabía si estabas en
casa o en el hospital y si tenías modo de conectarte. Lle pregunte por ti a tu
hermana y me dijo que sí puedes conectarte. Pues lo dicho, mucho animo y un
abrazo.
17/02/2014
Me dijo mi padre el otro día que estabas mejor. Me alegro mucho que
sigas evolucionando. Un abrazo y sigue con tu recuperación
No obtuve
respuesta a ninguno de ellos. Justo dos meses después, mi padre me llamaba para
decirme que había fallecido y que al día siguiente lo enterraban en el pueblo
por expreso deseo suyo.
No tuve el
valor para visitarlo en el hospital, pero si tuve la suficiente vergüenza para
ir a presentarle mis respetos a su familia y acompañarlos en el trágico momento
del entierro.
Cuando la madre
se bajó del coche fúnebre con la urna de sus cenizas en la mano, se abrazó a mí
y me dijo “Aquí traigo a tu amigo” y lloré abrazado a ella y al marido hasta
que no me quedaron lágrimas. Cuando acabaron de sellar la losa del nicho y sus
familiares más allegados se retiraron, me acerqué a llorar en solitario su
pérdida. Antes de irme, me aproximé a sus padres y hermanos para despedirme de
ellos y reiterarles mi pésame. Entonces su madre me dijo: —Se acordaba mucho de
ti, sobre todo al final. Me decía todos los días “Mamá, me acuerdo mucho de
cuando era pequeño, y de los que más me acuerdo son de Roberto y de Jéssica (la
niña de la trenza)”—. En ese momento creo que se me rompió el corazón. Me di
cuenta de que no había estado a la altura de nuestra amistad.
Ahora ese niño
de ojos azules, pelo rizado y rubio viene todas las noches para preguntarme por
qué no fui a visitarlo al hospital cuando su vida se apagaba. Y no soy capaz de
explicarle que no tuve valor.
– FIN –
Consigna: Escribir un relato dramático.
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