Un
alacrán pasea bajo la ventana cuando el sheriff Clyde asoma a la calle. Aún
esperaba que fuese un día tranquilo antes de ver a un forastero entrar en el
pueblo a pie, trayendo de la mano a un niño indio con una calavera en brazos.
Se dirigen a la cantina. El sheriff escupe en los tablones del piso la espesa saliva
marrón, para luego meterse más tabaco en la boca. Descuelga el rifle de camino
a la puerta, pensando que debería hablar con alguien acerca de su jubilación.
— Otro
día de trabajo duro, Billy —anuncia al retrato de su único hijo, asesinado
salvajemente por los sioux hace un año.
Con
el rifle apoyado en un hombro, el sheriff se encasqueta el sombrero y sale a la
calle polvorienta, bajo el fuerte sol de mediodía. El alacrán que caminaba
hacia sus botas queda cubierto por la saliva marrón.
— ¿Sheriff,
vio al pequeño indio?
— Sí,
señorita, lo vi.
La
joven observa el rifle.
— ¿Y
qué hará?
El
sheriff acaricia el gatillo.
— Cumplir
la ley.
Apenas
ponen un pie en la cantina, todas las miradas recaen sobre ellos. El pianista
deja de tocar. Un silencio casi absoluto acompaña sus pasos hasta la barra. El
forastero acomoda al niño en un taburete y toma asiento a su lado, acodándose
en la madera mugrienta.
— Un
whisky doble. Y algo para el niño.
El
cantinero no se inmuta. Una voz habla a la espalda del forastero.
— Ése
no puede estar aquí.
El
forastero voltea.
— ¿Cómo
dice?
— No se
admiten niños aquí. Es una cantina. Soy el reverendo McCallister.
— Wayne.
No tengo dónde dejarlo. Acabamos de llegar al pueblo.
— Lo
noté. ¿Es... su hijo, señor Wayne?
— Sí.
— La
madre era piel roja, supongo.
— Sioux.
Esto
lo dice el niño, con una voz inesperadamente ronca para su edad. El reverendo
le dedica una larga mirada antes de volver a hablar.
— Sioux,
claro. ¿Y la calavera?
— Un
recuerdo de familia —responde el forastero.
— Ya.
¿Qué dices, Jack, puedes servir algo al señor Wayne y su hijo sioux, que carga
un recuerdo de familia?
— No,
reverendo. Acá no se admiten niños.
— Oh,
vamos, Jack, ¿no puedes hacer una excepción? ¡Acaban de llegar al pueblo!
— Sin
excepciones, reverendo.
— Bueno,
señor Wayne, usted vio que lo intenté. Pero ya lo oyó: no se admiten niños
aquí.
El
forastero señala a un niño rubio sentado en un taburete más allá.
— ¿Y
ése?
— Creo
que el señor Wayne no entiende, Jack.
— Eso
me parece a mí también, reverendo.
El
cantinero saca un rifle de debajo de la barra. El reverendo desenfunda. El
forastero se coloca delante del niño. Se lleva la mano a la cartuchera.
— Tranquilos,
no busco problemas.
— Es
muy tarde para eso, forastero.
— ¿Qué
diablos pasa aquí?
Todos
voltean hacia la entrada. El reverendo sonríe.
— Nada,
sheriff. Todo en orden.
— Pues
no lo parece. Quiero estar seguro de que nadie armará líos.
— ¡Maten
al maldito indio!
— ¡No!
El
primer tiro del sheriff perfora la mano de Jack, que suelta el rifle dando un
alarido. El segundo le perfora la yugular, acallándolo. El tiro del reverendo
da en el cráneo que lleva el niño indio en brazos. El del pianista yerra y da
en el cráneo que lleva el niño rubio sobre los hombros. Una bala perdida casi
mata al pianista, que se arroja al piso. El disparo del forastero da en la
gruesa Biblia que el reverendo lleva sobre el pecho. El reverendo sonríe.
— La
Palabra de Dios me ha salvado.
— Baje
el arma, reverendo.
— Éste
no es asunto suyo, sheriff.
— Todo
lo que ocurre en este pueblo es asunto mío.
— Éste
es un enviado de Satán, Clyde, ésa es mi jurisdicción.
— ¡Mierda,
Jeremiah, no permitiré que mates a ese niño!
— ¡Por
Dios santo, Clyde, piensa en Billy!
El
sheriff contempla al niño indio sentado junto a su padre.
— En él
pienso.
El
reverendo amartilla el arma.
— ¿Quieres
armar otro tiroteo?
— ¡Todos
desalojen la cantina, si no quieren varios agujeros extra en el cuerpo!
Los
parroquianos no se lo hacen repetir. Todos se precipitan a la calle. En el
tumulto, a uno muy nervioso se le escapa un tiro. El pianista queda tendido a
medio metro de la puerta. Los demás huyen. Sólo quedan en la cantina el
sheriff, el reverendo, el forastero, el niño indio y los tres cadáveres.
— Menos
bulto, más claridad.
— Suelta
el arma, Jeremiah.
— ¿Serás
capaz de dispararme? Lo averiguaremos en tres...
— No me
pruebes, Jeremiah.
— Dos...
— ¡Fuego!
Los
disparos son simultáneos. El del sheriff da en la mano del reverendo, que
suelta el arma. El del forastero da en el pecho, donde ya no está la Biblia. El
reverendo cae de rodillas, postrado ante el libro sagrado. E inmediatamente se
desploma. El forastero, con los ojos muy abiertos, observa la mancha de sangre
crecer en su pecho. Luego ve al sheriff, que no atina a reaccionar de forma
alguna. El forastero cae de bruces, exánime. Sólo entonces el sheriff abre muy
grandes los ojos. El niño indio aún tiene cogida la empuñadura del cuchillo
ensangrentado.
Transcurren
varios segundos antes de que el sheriff consiga articular palabra.
— ¿No
era tu padre, cierto? ¿Tu padre es... ése de ahí?
De
pie junto al cadáver del forastero, el niño indio deposita sobre el taburete la
calavera rota.
— Mi
padre está vengado.
Se
miran a los ojos en silencio. Ninguno de los dos se anima a dar el primer paso.
Un
alacrán manchado de saliva marrón cruza con despreocupada parsimonia el espacio
entre ambos.
– FIN –
Consigna:
Escribir un western.
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