—Este 2 de abril, hemos comenzado con la actitud de recuperar las Malvinas y toda su zona de influencia, y ya flamea la bandera argentina en nuestras islas —decía arrogante, Galtieri, ante una plaza colmada—. Acá están reunidos obreros, empresarios, intelectuales, todos los órdenes de la vida, en unión nacional, en procura del bienestar del país y su dignidad. Qué sepa el mundo, América, que un pueblo con voluntad decidida como el Pueblo Argentino, no se dejará pisotear. ¡Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla! —culminó el dictador, ebrio de alcohol y soberbia.
Y
vinieron, por supuesto.
Fernando,
tenía veintiún años y hacía dos días que estaba en Malvinas. La radio de la
tropa le vociferó las nefastas palabras que, en cadena nacional, había pronunciado
el presidente de facto. Esa radio, con su corazón de transistores, albergaba en
su interior la voz, pastosa e inconfundible, de un bebedor consuetudinario.
Fernando
era un pacifista y amaba a Gandhi.
Desde que tenía memoria había
querido ser maestro y en ese momento daba sus clases a tercer grado. Pero
algo golpeó su corazón, el sentido del deber lo llamó sin darse cuenta. Fue entonces, cuando le comunicó a su familia
que había decidido ir de voluntario a las islas Malvinas.
Los primeros días le parecieron casi un juego, si se
daba vuelta podía ver sobre su hombro a Carlos, su vecino de al lado, bajando
de un árbol mientras le disparaba con su pistola de juguete: —¡Pum, pum! ¡El
enemigo ha sido capturado, ríndase o el próximo disparo irá a su cabeza! —. Voces
fantasmales, voces del pasado. Un pasado feliz de juegos, meriendas al sol y
recreos. Los simulacros de guerra duraron poco, y entre trincheras, pudo
hacerse de algunos nuevos amigos, pero estos, portaban armas reales. Quizás,
eso fue lo que los unió tanto…
Uno de ellos era Daniel, tenía dieciocho años y, como
la mayoría, casi no sabía disparar. A diferencia de Fernando, él había sido llevado
a combate prácticamente por la fuerza, por estar haciendo, en ese momento, el
servicio militar obligatorio, como el resto de los soldados. Era un adolescente
recién salido del cascarón que solo hablaba de su madre y de cuánto anhelaba su
comida. El hambre, solo era una parte del problema. El clima, tan adverso en
esa región austral, era lo suficientemente frío como para congelar. Como suele
decirse, un verdadero infierno blanco.
Mariano tenía diecinueve años y estaba un poco más
familiarizado con el fusil FAL, él había logrado tener un año completo de
instrucción, pero al igual que la mayoría, no dejaba de ser un niño que extrañaba
su casa. Todos ellos eran parte de la compañía “C” y su teniente a cargo se
llamaba Arturo Estévez, un buen tipo; a pesar del cargo que ostentaba. Si de
algo se hablaba siempre entre los reclutas, era que, en Malvinas el enemigo no
eran solo los ingleses, a eso había que sumarle el frío, la desidia y la perversidad
de los propios jefes de compañía. Así fue como un día, Daniel, conoció el rigor.
Hacía varias semanas que se encontraban dentro del pozo húmedo que oficiaba de
trinchera y su único alimento era caldo caliente. Decidió salir y, ocultándose
por la noche, caminó diez kilómetros hasta el poblado más próximo en busca de
algo sólido. Llegó antes del amanecer, pero los superiores ya se habían
percatado de su ausencia. Nuestro teniente era bueno, pero el general de
brigada, era un hijo de puta, sádico y ladino. Lo dejó bajar a la trinchera:
—¡Chicos, miren lo que conseguí! ¡Una lata de picadillo!
—dijo susurrando con énfasis—. Para los tres alcanza para un buen desayuno
—culminó con una gran sonrisa, que, al ver la expresión de Fernando,
desapareció en un instante.
—¡Así lo quería agarrar, soldado! —ladró el general.
Lo que pasó después fue digno de una película de
terror. Levantó a Daniel en volandas y lo obligó a arrodillarse, lo golpeó varias
veces y simuló un fusilamiento. Todo por una lata de picadillo, la que, para
colmo, les fue quitada y devorada delante de sus ojos.
Los ataques británicos empezaron a recrudecer, el 1 de
mayo se
produjo el bombardeo inglés a los aeropuertos de Puerto Stanley y Darwin. Sin
embargo, los argentinos resistieron el desembarco, averiaron una fragata
inglesa y destruyeron cinco aviones Harrier. Una proeza como pocas; y aunque
las balas volaran sobre sus cabezas, no tuvieron bajas. La algarabía inundaba
las trincheras y el general no estaba. Mariano abrazó al teniente Estévez y
este le devolvió el abrazo. En su mirada había alegría, pero a la vez tristeza.
Arturo extrañaba a su hijo y Mariano, de seguro, se lo recordaba. Fernando
escribió una carta a sus alumnos repleta de esperanza y emoción, que esa misma
noche fue enviada al continente. Daniel pidió permiso al teniente para matar
una oveja de las pocas que aún quedaban por ahí y este se lo concedió. La asaron
ahí mismo, dentro de la trinchera, y Arturo estuvo con ellos, fue uno más. La
noche se cerró sobre la isla Soledad y se sentían bendecidos. Creían estar
ganando la guerra.
Al
día siguiente todo cambió. Se produjo el cuestionado hundimiento del Crucero
General Belgrano por parte del submarino nuclear británico Conqueror, estando
fuera de la zona que el Reino Unido llamaba de exclusión. Murieron trescientos
veintitrés de sus tripulantes. Desde Londres demostraron la hipocresía y la
impunidad que tenían, en menos de 72 horas rompieron las reglas que ellos mismos
habían establecido. Esto, más tarde fue considerado un crimen de guerra. Pero
el daño estaba hecho y lograron el predominio naval. La compañía “C”, a cargo
del teniente Estévez, sufrió la pérdida y la desazón se apoderó de ellos. Demasiadas
vidas perdidas en unos minutos. Podía pasarles a ellos, podía pasarle a
cualquiera.
Pasaron
algunos días y las noticias no eran las mejores. Desde el continente anunciaban
que en Southampton habían zarpado casi cuatro mil soldados ingleses a bordo del
transatlántico Queen Elizabeth. Eso significaba que, en diez días a lo sumo,
estarían ahí. Y los soldados argentinos estaban cada vez más débiles y cansados.
Daniel estaba asustado, empezó a farfullar que todos morirían, diciendo cosas por
demás de delirantes. Arturo habló con él, trató de hacerlo razonar y creyó
haberlo logrado. Pero esa misma noche se disparó en un pie, un viejo truco
usado por los más cobardes para volver al continente. ¿Y, quién podía juzgarlo?,
era un chico. Lo despidieron y le desearon la mejor de las suertes, viendo como
salió todo después, se podría decir que un cobarde es una persona cuyo instinto
de conservación aún funciona con normalidad.
El
21 de mayo las negociaciones de paz se hicieron imposibles porque las
hostilidades de ambos lados continuaron su curso. Cinco batallones británicos
realizaron un desembarco en San Carlos. Por su parte, Argentina, hundió la
fragata Ardent y produjo averías a las fragatas Antrim, Argonaut, Brilliant y
Broadsword, con un ataque aéreo. Los Pucará argentinos eran fulminantes, y sus pilotos
eran expertos en volar bajo el radar de detección. Pero mientras, en otro
extremo, los británicos ya habían desembarcado vehículos, artillería terrestre
y antiaérea, armamento, material y abastecimientos de todo tipo, decenas de
helicópteros y más de cuatro mil quinientos hombres. A la compañía “C” se le
venía la noche.
El
general de brigada había recibido órdenes de fijar su puesto de mando en
Darwin, pero no quiso hacerlo. Decía que jamás llegarían hasta Pradera del
Ganso, y que, si lo hacían, sería cuando ya estuvieran débiles y abatidos,
dispuestos a entregarse. El teniente Estévez, que sabía de las directivas de
arriba, trató de convencerlo, pero le fue imposible. Más tarde habló con sus
reclutas explicando lo que pasaba y el riesgo que corrían. Los muchachos
respondieron bien, cada uno estaba dispuesto a luchar por su patria, pasara lo
que pasara. Entonces Fernando preguntó:
—Teniente,
si la orden la dieron desde el continente, ¿por qué el general de brigada no la
obedece? ¿No teme represalias? —preguntó inocente.
—Soldado,
supongo que el mandamás olvidó un viejo precepto de la conducción: cuando impartas
una orden, cerciórate de que sea cumplida —respondió el teniente Estévez.
El
28 de mayo llegaron las tropas británicas a Darwin, poco tiempo les tomó recorrer
los cuatro kilómetros que faltaban hasta Pradera del Ganso. La orden llegó a la
madrugada. Había que preparar el armamento porque los ingleses ya avanzaban
hacia Pradera del Ganso, en el extremo nordeste de la Isla Soledad. Ese día
amaneció con el cielo cerrado, denso y gris. Los cuarenta hombres de la
compañía “C”, al mando del teniente Arturo Estévez, se desplegaron en
abanico y se refugiaron en las trincheras. Estaban en la primera línea de
combate.
La
andanada de disparos del enemigo se inició a unos doscientos metros. La
compañía “C” quedó atrapada entre el fuego cruzado de los ingleses y otro regimiento
argentino que estaba en la retaguardia. El teniente, rápidamente, buscó un
cambio de posición, así estaban demasiado expuestos y todos morirían. Decidió
enviar a Fernando a comunicar la idea a la otra compañía, pero el joven maestro
nunca llegó, una bala de francotirador le dio de lleno en la cabeza. Con él murieron
también las esperanzas de los treinta y nueve hombres restantes. El teniente Estévez,
bravo como un león, determinó que él debía tomar ese riesgo. Salió de la
trinchera corriendo en zigzag, esa era la mejor forma de burlar a un francotirador,
pero comenzó a llover plomo a diestra y siniestra, una bala lo alcanzó en el
brazo y otra en la pierna. Mariano quiso llegar a él para llevarlo hacia la
trinchera y no lo logró. Un disparo de fusil le atravesó la rodilla, incapacitándolo.
Sin
embargo, Estévez, al ver al joven caído, comenzó a arrastrarse hacia él. La sangre
manaba abundante de sus propias heridas, pero no parecía sentir dolor y se
mantuvo dando órdenes dispuesto a continuar la batalla. Tomó un fusil y siguió
disparando. En medio del combate notó que Mariano ya no tenía el casco y,
cuerpo a tierra, fue hacia otro soldado caído. Se lo quitó y volvió, pero para
ponérselo a Mariano tuvo que incorporarse. En ese momento, una bala le dio en
el pómulo izquierdo. Nadie pudo salvarlo y murió en la trinchera.
De
la compañía “C” solo quedaron cuatro sobrevivientes que rápidamente fueron capturados.
Uno de ellos fue Mariano, que al día de hoy recuerda la barbarie de lo
sucedido. Daniel se suicidó cuando cumplió los treinta, fue un caído más.
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