Jean Guillaume recordaba bien el sol de Duprés, el lugar donde había nacido y se había criado. Solo con cerrar los ojos, el dorado y cálido disco comenzaba a brillar en el centro de su mente. Si los mantenía sellados el tiempo suficiente, pronto sentía un ligero cosquilleo en la nuca, que se extendía poco a poco por los brazos, hasta llegar a su pecho. Jean Guillaume llevaba el sol de su hogar dentro de él. Sin embargo, últimamente le resultaba difícil evocarlo. Los diez meses de servicio ininterrumpido en el frente del Somme empezaban a hacerle mella; el barro y la mugre empapaban cada centímetro de su cuerpo, y la temperatura en aquel terrible invierno no alcanzaba nunca más allá de los diez grados.
Aquella mañana del quince de enero
comenzaba una nueva ofensiva del ejército francés. A las diez menos diez,
después de tres días de bombardeos de artillería continuos sobre el frente
alemán, los jefes de batallón obligaron a sus ateridos hombres a levantarse,
desentumecer los músculos, y calar las bayonetas en los fusiles. Un silencio
lleno de tensión envolvió a los miles de soldados apretujados en las zanjas,
convertidas en lodazales por las últimas lluvias. Alcanzada la hora prevista, los
jefes de batallón soplaron sus silbatos a pleno pulmón. Los que saltaron con
más ímpetu a campo abierto fueron, como de costumbre, los más novatos, jóvenes
imberbes de no más de diecinueve años que salieron disparados nada más oír el
pitido, en una carrera desaforada, gritando como auténticos locos.
Jean Guillaume, que no carecía de
sagacidad, intuía que no lo hacían movidos por patriotismo. Las semanas previas
a ese (y a todos los demás ataques), aquellos muchachos habían estado
confinados en las laberínticas zanjas de apenas tres metros de ancho, dejando
pasar las horas y los días, inmóviles, sentados en el suelo fangoso. O peor aún,
cuando arreciaban los bombardeos de los boches, apiñados en los niveles
subterráneos, sintiendo retumbar la tierra y pensando si el siguiente obús iba
a ser el último que oyeran. En esas angustiosas circunstancias, la tensión
acumulada se hacía insoportable para muchos de ellos, carentes del cuajo y el
aguante que da la experiencia. Y la posibilidad de salir a campo abierto, de
correr todo lo rápido que su cuerpo les permitiera, hinchando los pulmones,
galopando y utilizando por fin los músculos debilitados, se convertía para muchos
de aquellos jóvenes adolescentes en una auténtica liberación. En esta ofensiva
las cosas no fueron distintas, y a los pocos instantes, los chavales, en un
extraño privilegio, empezaron a caer los primeros, arrasados por las
metralletas germanas, de un nivel técnico por otro lado muy superior a las
francesas.
Jean Guillaume, por su parte, siguió
su táctica habitual. Su prioridad era mantenerse con vida y, con suerte,
entero. Tenía muy claro que no sería él quien abriera el camino. Se había
posicionado en la trinchera en tercera fila, como siempre. Cuando saltó a campo
abierto, avanzó con lentitud. Cuando comprobó que estaba fuera del control
visual de su sargento, se lanzó al primer cráter de bomba que pudo encontrar,
dejando que los compañeros que tenía detrás le adelantaran. Luego,
prudentemente, avanzó en la retaguardia de aquella masa humana.
La ofensiva finalizó como casi
todas. Treinta minutos después, un nuevo tronar de sucesivos silbatos indicó
que el ataque finalizaba. En ese intervalo, miles de hombres jóvenes habían
caído, lo mejor de la sociedad francesa, en una nueva ofrenda en el altar de la
bestia. Todo ello a costa de mover seiscientos metros la línea del frente.
Había sido un día más del último año de la Primera Guerra Mundial.
Dos días más tarde, el sargento
Dumiel se aproximó a Jean Guillaume. “Necesitan un voluntario”, le susurró.
Jean Guillaume sabía bien qué significaba eso. Ocasionalmente los mandos del
sector necesitaban que se realizara una misión especial. Rescatar el cadáver de
un soldado de una familia aristocrática. Localizar un transporte que no había
llegado a su destino. Llevar o recoger en comandancia (atajando por campo
abierto) los planos actualizados de la línea de trincheras. Cosas de ese tipo.
Se seleccionaba habitualmente a dos hombres para ejecutarla. Los que regresaban
con vida eran recompensados con diez días de permiso. La selección se delegaba
en el sargento del sector, que escogía los hombres según quien pujase mejor.
Con cigarros, jamón, chocolate…, el dinero en las trincheras valía de bien
poco.
Dos cosas movían el ánimo de Jean
Guillaume por encima de cualquier otra. La primera, su granja, como a toda la
gente del campo. No veía el momento de volver a la suya, heredada dos años
antes tras la muerte de su padre. Y la
segunda, con más fuerza aún, era Emma, su prometida; una joven casi adolescente
de un pueblo vecino a Duprés. Rubia, robusta de cuerpo pero delicada de
movimientos, Emma era parca en palabras, pero una atenta ternura inundaba su
alma. El flechazo para Jean Guillaume había sido instantáneo. Dos años después
de su incorporación y diez meses después de su último permiso, le costaba cada
vez más controlar el ansia por regresar y sentir de nuevo sus brazos alrededor
de su cuello.
Por eso Jean Guillaume no lo dudó, y
le garantizó, si era uno de los seleccionados, el pedazo de dos kilos de carne
ahumada que tenía escondido en un pequeño hueco en la pared, envuelto en
harapos. Dumiel asintió, satisfecho. Jean Guillaume tenía pocas dudas de que
alguien pudiera mejorar su oferta, sabía en qué terreno se movía. Así que quedó
tranquilo y contento. Poco después decidió acercarse a Louis Trenet. El cabo
Trenet era lo más parecido que tenía a un amigo. Vecino de una granja cercana a
la suya, compañeros de infancia, tenían aficiones comunes. De hecho, más de una
vez se habían cubierto mutuamente, en las raras ocasiones en que Jean Guillaume
había traicionado su credo de autoconservación. Sentía un verdadero afecto por
aquel muchacho con ojos de roedor, simple como una cuchara y con un corazón de
oro. Por eso, consciente de la timidez enfermiza de su amigo y de que Dumiel
solía comunicar las plazas vacantes a sólo unos pocos, decidió avisarle, por si
quería pujar por la segunda. Trenet se lo agradeció con una silenciosa sonrisa,
y fue a buscar al sargento pensando en su posible oferta. El día fue tranquilo
en el sector.
Al mediodía de la jornada siguiente,
el sargento se acercó a la zona donde estaban los dos compañeros. Le hizo a Trenet el gesto de que le
acompañara y se dio la vuelta. Jean Guillaume se percató y se acercó apresuradamente.
Le tocó el hombro al sargento y le espetó: “¿Y yo?”. Dumiel le contestó
hoscamente “Solo Trenet. El otro seré yo mismo”. Mientras, Louis Trenet pasaba
a su lado con la cabeza gacha, y los dos hombres, sargento y recluta, le dieron
la espalda y se alejaron. No era la primera vez que sucedía. Dumiel había
decidido ser uno de los hombres que ejecutaran la misión y así conseguir él
mismo (si volvía) el ansiado permiso. En condiciones normales, los mandos nunca
habrían aceptado poner en riesgo la vida de un sargento. Pero la guerra de
trincheras en el frente del Somme no era una circunstancia normal. Y la
disciplina del propio escalafón militar se relajaba a marchas forzadas. Tampoco
había que descartar un oportuno soborno del sargento a su superior. La ley de
la oferta y la demanda imperaba. Lo que no podía entender era cómo Trenet había
sido seleccionado. No le cabía en la cabeza. Pero… Sí. No había otra
explicación. Su amigo había realizado, a sabiendas, una oferta mejor que la
suya, para asegurarse el puesto. Le había dejado fuera. Recordó entonces la
mirada torcida de Trenet cuando pasó a su lado para acompañar al sargento.
El día transcurrió anodinamente.
Trenet volvió pronto de la oficina de mando, y se mantuvo callado. La misión
seguramente tendría lugar en la madrugada de la jornada siguiente. Pero en la
mente de Jean Guillaume las cosas no transcurrían de la misma forma. Se mantuvo
reconcentrado en sí mismo todo el día, y al llegar la noche no podía conciliar
el sueño. Su mente le daba vueltas, una y mil veces, a la traición de su amigo.
La imaginaba de mil maneras distintas, con Trenet prometiendo a Dumiel todo
tipo de manjares, o de regalos, arrodillándose delante del sargento y
suplicándole que le dejara a él, a Jean Guillaume, fuera del equipo. Su pensamiento se hizo totalmente obsesivo.
Hacia las tres de la madrugada su
mundo se limitaba a las paredes de su cabeza y su mente se había convertido en
un torbellino. Los recuerdos se entremezclaban a velocidad inusitada con
extrañas imaginaciones. Evocaba, una y otra vez, el tacto de la piel de Emma.
Sus manos acariciando su nuca. Su mirada dulce y azul. Luego veía a Trenet
volviendo a su granja, con sus padres sonrientes, comiendo una oca recién
cocinada sacrificada en su honor. Contemplaba luego al sargento Dumiel yaciendo
con una mujer en un dormitorio inhóspito, gritando y retorciéndose. Luego Emma
volvía a su cabeza, con su vestido de los domingos, y cada latido alocado de su
corazón eran martillazos en sus sienes. Su mirada se agostaba por momentos y
solo veía negrura a pesar de que la luna brillaba en lo alto. Le asaltó
entonces una extraña visión en la que el soldado raso Trenet paseaba por la
plaza mayor de Duprés agarrando del talle a Emma y besándole con ansia el
cuello, mientras un extraño sol de color violeta flotaba en el cielo, muy cerca
de ellos. Se agarró entonces la cabeza con sus grandes manos y soltó un grito
ahogado. Levantó la mirada y vislumbró a los soldados que le rodeaban,
aletargados en pequeños grupos. Entonces supo lo que tenía que hacer.
Se levantó sigilosamente y anduvo
muy despacio por la trinchera, acercándose a la zona en la que sabía que solía
dormir su amigo. En un pequeño recodo aislado distinguió un bulto negro, cuyo
leve ronquido identificó inmediatamente. Se acercó muy lentamente y se colocó
en un costado, como si quisiera dormir a su lado para compartir el calor.
Esperó así unos minutos. Entonces, despacio, sacó del bolsillo el grueso trozo
de cuerda que forma parte del equipo de todos los reclutas, y con un movimiento
hábil hizo con él una presa alrededor del cuello de Trenet. Con la frialdad y
eficiencia que caracteriza a la gente de la campiña para sacrificar animales,
mantuvo con una mano los dos cabos de la cuerda entrelazados entre sus dedos y
tensos en la nuca de su amigo, girando su muñeca al extremo, mientras con la
otra le tapaba la boca firmemente. Trenet tuvo algunas pequeñas convulsiones
antes de pasar del sueño a la muerte.
Al elevarse las primeras luces del
día siguiente, un soldado entrevió la expresión mortuoria en el rostro del
recluta y dio el aviso. Apenas hubo averiguaciones. Las muertes por
congelamiento eran habituales, más aún en los soldados remilgados que se
empeñaban en dormir aislados. Nadie dudó de lo ocurrido. Cuando el sargento
Dumiel se acercó al sector, le comunicaron la noticia, y notó la mirada torva
que le dirigía Jean Guillaume. Con una expresión fría, el sargento dijo en voz
alta mientras le miraba a él: “La misión ha sido suspendida. Hay nuevas
órdenes, mañana se realizará una nueva ofensiva”. Jean Guillaume sintió en ese
momento una gran confusión. Luego empezó a faltarle el aire. Cuando Dumiel se
marchó, se quedó mirando sus manos. Luego pensó en la familia de su amigo Louis
Trenet, a quien conocía bien.
De hecho, estuvo pensando en ella
todo el día. En su reacción cuando les llegara la noticia. También pensó de
nuevo en su prometida. Y en lo que le había contado Trenet pocos semanas antes;
el deseo que tenía de encontrar una esposa con la que asentarse y llevar una
vida tranquila. Nada de eso ocurriría ya. Evocó una y otra vez los últimos
momentos de su amigo, mientras expiraba con espasmos silenciosos entre sus
manos. Recordó los pocos, pero firmes principios que su padre le había
inculcado. No obrar contra la ley de Dios. No obrar contra tu propia gente. Había
traicionado todo por diez días fuera de aquel infierno, al que
irremediablemente iba a tener que volver siempre.
La mañana del diecinueve de enero se
inició con un sol gris en el horizonte. Pocos minutos antes de las nueve de la
mañana los agotados soldados franceses se preparaban para una nueva matanza en
nombre de su patria. Jean Guillaume, que ya acumulaba treinta y seis horas de
insomnio sin encontrar consuelo ni paz en su alma, dirigió su agotada mirada al cielo. El sol
seguía escondido entre la niebla que envolvía el frente. Cerró los ojos, en un
último intento, y solo percibió negrura. Supo en aquel momento que,
definitivamente, había perdido el sol de su hogar.
Dos minutos después sonaron los
silbatos. El soldado Jean Guillaume Chalant saltó entonces a campo abierto con
una agilidad nunca mostrada antes, y con el fusil en ristre, avanzó en primer
lugar, abriendo el ataque.
Cuando empezaron sibilantes las
ráfagas enemigas, seguía corriendo con todas sus energías, con el rostro
desencajado, gritando con todas sus fuerzas.
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