Mi madre siempre cocinaba sopa con pan. Era mi comida favorita. Aunque ella decía que no era lo que merecíamos. Mi padre trabajaba de sol a sol labrando el campo y casi todos los días se quejaba de algún dolor. Yo intentaba ayudarle en lo que podía. Pero nunca era suficiente.
Cada
cierto tiempo, aparecían en la puerta de casa dos soldados con sus armaduras.
Siempre que venían, mis padres me mandaban a la cama, cara a la pared y debajo
de una manta para que no viera lo que ocurría. No podía esconderme en otro
sitio; mi hogar era muy humilde. Sí que oía los gritos. Sí que oía las
súplicas. Y sí que veía las magulladuras que lucía mi padre una vez se habían
marchado aquellos dos hombres diabólicos. Venían a pedir más dinero del que
teníamos.
Ese
tal rey Eduardo era el causante de las lágrimas de mi familia. Lo odiaba con
toda mi alma. Pero jamás oí a mis padres quejarse por temor al chivatazo de
algún vecino. Las paredes oyen. Siempre han estado escuchando.
Desde
mi casa podía ver a aquel chaval que ayudaba a su padre en las labores de su
oficio. Era un fortachón arrogante. Nunca me cayó bien. Él no sabía lo que era
trabajar el campo. Su nombre era Walter Tyler. Todos lo llamaban Wat. Pero como
no me agradaba su presencia, para mí era Walter. No estaría hablando sobre él
si no fuera importante. No creo que merezca mi tiempo. Pero, por desgracia, sus
acciones tuvieron cierto impacto en mi vida.
Una
noche en la que reinaba el silencio, oí un sonido metálico a las afueras. Me
asomé a la ventana y vislumbré un soldado del rey Eduardo agachado junto a la
casa de Walter pensando que nadie lo veía. Al cabrón le habían entrado ganas de
expulsar la mierda que tenía dentro. Fue un espectáculo poco agradable, tanto
eso como lo que vino después. Mientras el guardia se acababa de colocar la
armadura, Walter salió de su casa con un arco y una flecha preparada para ser
lanzada y se acercó por la espalda del intruso. El guardia se giró dispuesto a
irse con la lanza empuñada cuando se topó con la punta afilada de la flecha
tocando su nariz. No le dio tiempo a reaccionar. La flecha salió disparada con
la fuerza suficiente para atravesarle la cara. Walter miró hacia los lados por
si alguien había sido testigo y yo me agaché a tiempo para no ser visto. Cuando
estuve seguro, tras unos minutos, de que no me veía, volví a asomarme y vi que
había cavado un agujero en la tierra reseca a varios metros de donde se había
producido el asesinato, intentando ocultarse entre un campo de trigo. Tan poco
importantes éramos el uno para el otro que ni siquiera se dio cuenta de que mi
casa, un poco apartada del resto, estaba orientada al campo de trigo de forma
que no lo ocultaba de las vistas de mi ventana.
Enterró
al guardia asesinado y volvió a asegurarse de que nadie lo había visto. Sin que
pudiese verme, me dirigí a mi cama e intenté dormir entre los ronquidos de mi
padre.
A
la mañana siguiente, lo primero que pensé fue que vendrían del castillo a
buscar al soldado. Pero ocurrió algo peor.
Me
despertaron los gritos de alarma de una señora corriendo por los campos. No fue
hasta más tarde que supe a qué se debía tanto alboroto: su marido había
amanecido con ronchas oscuras en la piel. La mujer creyó que era cosa de
brujería.
A
medida que pasaba el tiempo, más personas amanecían con esas manchas
desagradables en el cuerpo. Sólo pude saber cómo eran cuando comenzaron a sacar
los cadáveres de las casas. La gente estaba alarmada y el trabajo para
satisfacer a la nobleza no ayudaba a calmar la situación.
Mi
madre me obligó a vivir en un rincón durante meses, sin salir de casa. Hasta
que la maldición llamó a la puerta de mi hogar y se llevó a mis padres. Le eché
la culpa de esta desgracia a Walter. Desde que había matado a aquel soldado,
las cosas solo habían empeorado en meses. Jamás volvería a probar la sopa con
pan de mi madre, que para ella nunca era suficiente. Jamás volvería a abrazar a
los que me amaban. Estaba solamente yo. Además, debido a la falta de cuidados,
el campo que a mi padre le había costado sudor y lágrimas sacar adelante
comenzó a marchitarse y yo no tenía los conocimientos necesarios para pagar los
impuestos del puto Eduardo.
Así
que no tuve más remedio que dedicarme a robar en los campos vecinos. Aquellos
que quedaban vivos. Hubo días en los que tuve que caminar durante horas para
conseguir aunque fuera una gallina y volver ocultándome entre el trigo. Cuando
venían los soldados a casa, me escondía. Al ver que nadie acudía a la puerta,
se asomaban a la ventana y veían los cuerpos de mis padres en un rincón y que
yo todavía no había retirado. Daban por hecho que habían muerto todos en
aquella casa, algo que parecía razonable con solo ver el estado en el que se
encontraba la cosecha.
Tras
décadas de esclavitud por parte de la nobleza, los campesinos que quedaban
vivos se congregaron contra las medidas del rey y hubo algún que otro
derramamiento de sangre entre vecinos. La gente solo quería sobrevivir y
robaba, al igual que yo, o delataba a sus amigos de toda la vida con mentiras
para, una vez arrestados o muertos, poder llevarse los campos abandonados. La
guerra social solo hacía que empeorar con el paso del tiempo.
Un
nuevo rey llegó a la corona: Ricardo. Intentó contentar a la masa enfurecida
proponiendo nuevos planes de mejora para sus condiciones en el campo, ya que se
habían cabreado tanto que el fuego arrasaba con los edificios. Yo pensaba que
el mundo se iba a acabar en cualquier momento. Hasta que Ricardo, maldito
desgraciado, convocó a los campesinos para comentarles su nuevo plan, con
Walter al frente de la multitud, por supuesto.
Entonces
vi la ocasión perfecta. La oportunidad para poder hacer pagar a Walter por la
desgracia de guerra y enfermedad que su asesinato había traído a nuestro hogar
decenas de años atrás y que yo jamás le había perdonado.
Cuando
la gente marchó hacia Londres para hablar con Ricardo, los campos quedaron
completamente vacíos. Así que desenterré al soldado que años atrás había sido
enterrado por Walter y me apropié de su armadura. Quedaba poco de aquel maldito
hombre, pero la suciedad y los restos orgánicos poco me importaban en aquel
momento. Me vestí cual guardia y caminé un par de millas por detrás de mis
vecinos de camino hacia Londres. Si me apresuraba lo suficiente, conseguiría
asesinar a Walter frente al pueblo y hacerles ver que fue un traidor. Así
podría poner su cabeza en una pica.
Una
vez la multitud hubo llegado al castillo del rey, esperaron a que el monarca
diera alguna señal de vida. Mientras tanto, a mí me dio tiempo a alcanzarles y
buscar a Walter con la mirada. En cuanto lo localicé y me disponía a ejecutar
mi plan, las puertas de la muralla se abrieron y, en estampida, salieron
cientos de soldados, con armas en las manos, dispuestos a aniquilar a todo
revolucionario. Una trampa, un plan maestro. La situación dio un giro de ciento
ochenta grados para mí en el buen sentido. Imité a los guardias reales tomando
una lanza que había caído de uno de los campesinos ya muertos y lancé un grito
de guerra. Los que habían sido mis vecinos huían despavoridos de mí, ya que
llevaba un casco y no me reconocían. Pero mi objetivo no eran ellos. Era
Walter.
Lo
vi alzando su arco dispuesto a lanzar una flecha contra uno de los guardias, lo
que fue en vano pues la armadura bloqueaba la flecha debilitada por el temblor
de manos de Walter al ser lanzada. Dio un paso hacia atrás y cayó al suelo. En
ese momento, me lancé en aquella dirección empuñando la lanza y me coloqué de
pie sobre él. No había terror en su mirada, sino furia. Lo que avivó mi rabia
y, sin dudarlo un solo segundo, mi lanza le atravesó la piel, de la misma forma
que su flecha había atravesado al soldado cuya armadura llevaba yo en ese
momento. ¡Qué bien supo la venganza en ese instante! Todo ocurrió a cámara
lenta. Los campesinos corriendo al ver a su líder muerto, los soldados tras
ellos y yo arrodillado en el suelo abatido por la emoción del momento. Me
levanté y caminé sin prisa de vuelta a mi casa. Los guardias me ignoraron,
pensando que sería algún compañero moribundo, y los que quedaban vivos de mis
vecinos corrían de vuelta a un lugar seguro.
No
sé cuánto me ha llevado volver a casa. A mi dulce y pestilente hogar. Pero ya
estoy aquí, cansado por el peso de la armadura y por la adrenalina liberada.
Miro a la casa de Walter, vacía. Todos muertos. En los próximos días me
instalaré allí. Siempre fue una casa un poco mejor que la mía.
Me
quito el casco y respiro aire puro de nuevo. Levanto la vista hacia el cielo.
Es un gran día. El comienzo de mi vida solitaria. Ya se encargarán los otros de
las revoluciones.
De
repente, oigo la voz de alguien:
-¡Es
él! ¡Es él! ¡Mirad! Lleva la armadura manchada con la sangre de Tyler. Es él.
Lo vi… ¡ÉL MATÓ A WAT TYLER!
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