miércoles, 14 de octubre de 2020

Patriota sin patria (Dratraco)

 

Los temblores alrededor del ojo derecho me hacen pensar en el tiempo que he pasado oculto en este lugar. No estoy seguro, pero creo que con este suman cuatro días esperando a que aparezca ese maldito talibán.

Noventa y seis horas vigilando a través de las miras telescópicas montadas en el Barret M-82 han hecho mella en mi estado físico y mental. De esas noventa y seis, por lo mucho he dormido tres. Imagino que esa es la causa de las sacudidas en el ojo con el que apunto. Hay otra cosa que me preocupa y no he sido capaz de dar con su origen: las largas platicas que he tenido con la persona que en su momento se opuso a que viniera a esta guerra: mi padre.

Papá

Mi padre es un hombre que solo conoce el trabajo en la construcción. Cuenta que emigró de México a Estados Unidos cuando era muy joven, que el primer empleo que encontró es el mismo en el que continúa laborando veinte años después. Una vez establecido y con todo listo, pagó para que el “coyote” llevara a mamá.

A pesar de ser estricto, nunca me golpeó. “Ni los animales entienden a golpes”, solía decir cuando me portaba mal o hacía travesuras. Él prefería castigar quitando privilegios como salir a jugar o ver la televisión. Es un gran hombre, mi viejo.

—Raúl, ¿por qué te enlistaste en el ejército? Y ni siquiera nos tomaste en cuenta, mijo —preguntó con ese tono que usan los padres cuando intentan apenar a los hijos.

—Papá, ya soy mayor de edad y sabía que si les preguntaba dirían que no. Entiéndeme, por favor, quiero viajar y conocer el mundo, para gente como nosotros esta es la única forma de hacerlo —esa respuesta me salió del corazón, siempre sentí que por ser de ascendencia mexicana mi destino sería vender drogas o trabajar en la construcción, como mi viejo.

—Ay, Raúl. Si querías viajar, yo te hubiera pagado el pasaje para que fueras a México a visitar a tus abuelos…

—¡No, papá! Estoy harto de México, de lo que tú y mamá llaman “nuestras raíces”, ¡yo soy americano, yo nací aquí! —grité con la fuerza que dan muchos años de ocultar los sentimientos que se llevan en lo más profundo del alma.

—¡Ay mijo! ¿Qué vas a hacer si te mandan pa´ Irak o Afganistán?, ¿qué vamos a hacer si te devuelven en una caja envuelta con una bandera americana? ¿Pensaste en eso, en cómo nos harías sentir a nosotros con tu decisión? —al terminar su maratón de preguntas, la voz del hombre que me dio la vida se quebró. Esa fue la primera vez que vi a sus ojos luchar contra el llanto. La vergüenza me embargó, pero el orgullo pudo más.

—Perdón, pá, está decidido. En tres días me voy a la base, allá nos entrenarán…

El traqueteo inconfundible de los AK-47 y varias explosiones de granadas de fragmentación me arrancaron de los recuerdos. De inmediato revisé las imágenes en las miras del rifle de precisión y observé la causa de la escaramuza: mis compañeros habían intervenido la aldea.

Por los desplazamientos tácticos y las estrategias de búsqueda que pude ver, me dio la impresión de que los soldados de mi compañía iban tras el mismo objetivo que me habían encomendado. Eso me confundió. Ellos estaban enterados de que yo estaba posicionado y esperando a seiscientos setenta metros de distancia, en dirección oriente, sobre la cumbre de una escarpada colina. Incluso me pareció ver a un soldado, que a esa distancia identifiqué como Raymond, el bromista del grupo; levantar una mano en señal de saludo. Podría jurar que su gesto lo dirigió hacia mí, pero si sabían que acechaba a Hibatullah, líder talibán de la región, ¿por qué asaltaron la aldea para capturarlo?

En busca de respuestas a mis interrogantes miré de nuevo por las miras. La batalla se inclinaba a favor de mis compatriotas, al menos eso mostraban las imágenes circulares que bailaban al ritmo del temblor de mi ojo derecho. Enfadado por el desesperante bailoteo, tallé mis ojos con la intención de enfocar mejor para decidir si intervenía o esperaba la aparición de mi encomienda. Entonces, con el uso del ojo izquierdo, descubrí a un lagarto parduzco que mordisqueaba a la altura de mi sien derecha. Las dentelladas del horrible reptil estiraban los jirones de piel que colgaban de ese lado de mi cara. Abrí la boca para gruñir amenazador, pero fueron necesarios varios intentos para lograr que se largara. Tan pronto me deshice del intruso, regresé a las miras.

Un sujeto de tez morena y barba crecida apuntaba el cañón de un Kalashnikov a las espaldas de un descuidado Raymond, que estaba parapetado detrás de una tapia horadada con mil balas de distintos calibres.  Esa situación justificaba mi intervención.

Apoyé la mejilla derecha sobre la culata del Barret y miré la figura del talibán en el cilindro telescópico.

Hice los cálculos necesarios con base en las variables del terreno y el clima. El enemigo se encontraba aproximadamente a diez metros y avanzando…

No necesité ajustar miras, estaban calibradas con anticipación. Ocho metros…

Cuando estaba a punto de disparar, una pared se interpuso para ocultar al sujeto. No tenía forma de hacer un disparo efectivo. Esperé su avance.

Cuando reapareció, lo hizo a cuatro metros del maldito Raymond que repelía ataques a sus doce en punto.

Apuré el protocolo de disparo. Apunté, sostuve la respiración, abrí ligeramente la boca para evitar daño a mis oídos y presioné el disparador del rifle.

La única detonación que se escuchó la causó el AK-47 del afgano que asesinó a mi compañero. Lo hizo por la espalda, como los cobardes.

No pude hacer otra cosa más que mirar cada segundo de aquella terrible escena. Mientras lo hacía recordé las palabras de mi viejo «¿qué vamos a hacer si te devuelven en una caja envuelta con una bandera americana? ¿Pensaste en eso, en cómo nos harías sentir a nosotros con tu decisión?». Lloré. Al fin lo entendía.

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