El cuartel se convirtió en un manicomio desde que los misiles destruyeron media ciudad. La guerra nos estaba llevando al borde de la locura y el General no nos permitía salir. Nos tenía presos.
«Saldremos hasta recibir
la señal divina del Señor», nos había dicho.
Únicamente quedábamos cinco hombres y nuestro
captor.
—Tengo que salir a buscar a los míos —le dije a
Samuel—. El conflicto ya se acabó hace meses y yo creo que al General ya le
falta un tornillo. Ese hijo de perra no tiene derecho a retenernos.
—Aguarda un poco, no salgas todavía —dijo
Samuel—. El General está más trastornado que una cabra con fiebre y podría
matarte.
—Nunca debimos permitir que nos quitara los
rifles, ahora sólo él está armado. Deberíamos liquidarlo mientras duerme.
—Él nunca duerme porque toma pastillas —dijo
Samuel—. Lo he vigilado por dos días seguidos.
Se escuchó un aullido parecido al de un lobo:
era el General que estaba encima de una mesa.
—¿Ahora qué querrá ese cabrón? —murmuró Samuel.
—¡Silencio, mis discípulos! —ordenó el General—.
He preparado la cena y todos vamos a comer como reyes para festejar que mañana
saldremos y nos reuniremos con nuestras familias.
Todos en el comedor gritaron de felicidad y
empezaron a saltar y a abrazarse, excepto yo.
—Ya me moría de hambre —me comentó Samuel,
mientras se metía la cuchara a la boca—. Vamos, amigo, come algo. Ya vamos a
salir de este infierno.
—No sé, no confío en ese chiflado. Tú no deberías
comer esa cagada.
—¡Ja ,ja, ja! No puedo, tengo tanta hambre que
me comería a un camello con todo y patas. Mira, casi parezco un esqueleto.
Media hora después todos mis compañeros estaban
tirados en el piso, lanzando espuma por la boca y botando como gallina
descabezada.
El General sonrió y
dijo que la ofrenda para el Señor ya estaba servida. Yo, que no había probado
bocado me lancé al piso e imité a mis amigos.
—Es tiempo de orar y dar gracias —dijo el
general, cerrando los ojos y poniéndose de rodillas.
Aproveché el momento, tomé un tenedor del piso,
me levanté de un salto, corrí y clavé el utensilio en la garganta del General.
El tipo seguía luchando por su vida, así que tuve que apretarle el cuello con
todas mis fuerzas. Le despedacé la tráquea con mis dedos. Le di codazos y patadas. Le saqué los ojos con
una cuchara. Le pisé la barriga hasta despedazarle los intestinos. No lo podía asesinar,
no se moría, seguía sonriendo como estúpido. Brinqué una y otra vez encima de
su cabeza hasta convertirla en una asquerosa plasta de sangre, sesos y
cabellos. Después me limpié las manos con el agua del grifo. Suspiré.
—Lo siento, amigo —dije al acercarme al cadáver
de Samuel—. Nunca debiste confiar en un demente.
Salí del cuartel en un Jeep. Quería ver a mi familia
y amigos. Por el camino que lleva a casa solo encontré muerte y desolación. No
había un edifico o casa en pie. Los arboles eran únicamente postes negros. Solo
podía vislumbrar un valle colmado de hollín. .
Recordé a mis colegas que perdieron los brazos
y piernas durante la batalla, a los que les volaron la cabeza a causa de la
metralla, a los que padecieron las más infames de las torturas, a los que
sufrieron en los campos de concentración, a los que quedaron enredados en
alambres de púas por días y a los que prefirieron quitarse la vida para no
seguir sufriendo. Detuve el vehículo
cerca de un barranco y miré la luna amarilla que parecía el ojo vigilante de un
demonio. Los buitres me miraban muy atentos desde los postes eléctricos.
—¿Dónde están tus hermanos, hijo mío? —me
inquirió el "Señor"—. ¿Acaso los abandonaste?
—Todos los demás habían muerto, por eso yo los
dejé en… —le empecé a decir a esa voz que provenía del cielo (o de mi cabeza) y
entonces entendí que yo también estaba cayendo al foso de los locos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario