Algo no marcha bien. No solo es que mis viejos huesos me duelan, en este frío amanecer, como jamás lo habían hecho antes, es que los augurios, fruto de la ofrenda a Marte, no nos han sido favorables. Sentado junto al fuego, comparto mi frugal desayuno con mi hijo ocultándole, a propósito, el resultado del oráculo mientras respondo a sus preguntas.
—Padre, ¿Es cierto que
el cónsul fue herido en la batalla del Tesino?
—No, los cartagineses
jamás podrían acercarse siquiera a nuestro general. Son solo habladurías.
—Entonces, ¿No es verdad
que nos hayan llamado a la batalla porque los velites que le acompañaron
en esa lucha fueron masacrados?
Ante
esta duda miro a los ojos a mi único hijo y le miento sin vacilar.
—No sé quien te ha
contado esa patraña, pero ese malnacido solo tiene un nombre: traidor. Tú y los
compañeros que acabáis de llegar estáis aquí, a mayor gloria de Roma, para terminar
el trabajo que tan valientemente empezó nuestro caudillo en
Tesino. El refuerzo de las milites del cónsul Tiberio, de las cuales,
desde hace poco, tú formas parte, asegurarán la victoria final, no te
preocupes.
Y
mientras mi hijo se mete una cucharada de gachas en la boca pensando en mis
palabras, yo no dejo de preguntarme por qué los dioses me ponen a prueba de una
forma tan cruel. Observo, con dolor y miedo, como la farsa que le acabo de
contar cala en su corazón e insufla, de nuevo en su espíritu, la valentía y el
orgullo romano. La búsqueda de la inmortalidad de los héroes renace en sus pupilas
y me culpo por ello.
Con
este pensamiento en mente desvío mi atención al campamento buscando, entre las
tiendas, a los exploradores, esos que esta mañana han informado al cónsul sobre
las fuerzas enemigas. Siempre, tras su reporte, salen a reunirse con nosotros,
comparten nuestro fuego y, con un buen vaso de vino, se les puede sonsacar
información de aquello a lo que nos vamos a enfrentar. Pero hoy, confirmando
mis temores, ninguno de ellos aparece por ningún lado. Mala señal. Algo hay que
no quieren que sepamos.
La
bruma de la mañana ya va levantando su blanca faz dejando ver como vuelan al
viento los estandartes de las diferentes milites. Sus vivos colores animan
los corazones de los soldados que comienzan el ritual de armarse para la
batalla. Yo, como buen padre y compañero de armas, ayudo al novato de mi hijo a
colocarse la pesada coraza que protegerá su pecho. Su inexperiencia me parte el
alma. Mientras ajusto sus correas maldigo el día en que él siguió mis pasos en
la milicia. Ahora, que ya es demasiado tarde, sé que no debería haberle
ocultado todas las cicatrices que han llenado mi cuerpo y mente, a lo largo de
años de servicio, de dolor y muerte. Si hubiera sabido que él estaría aquí conmigo
presto a la batalla, en vez de ensalzar las victorias romanas, en vez de llenar
su cabeza de honor y gloria, le habría mostrado la brutal y pérfida cara de la
guerra. Pero no lo hice y ahora solo me queda implorar a los dioses que sean
benévolos con nosotros y nos permitan ver otro amanecer.
Tras
vestirnos, le paso su gladius y él lo envaina al segundo intento. No puede
evitar que me de cuenta de que está nervioso. Al ir a darle su scutum y
su pila, mi hijo detiene mi mano.
—Padre, dejadme a mí. Sabed
que ya no soy un niño. Consideradme vuestro igual.
Con
angustia en el corazón le dejo hacer y, mientras yo también me armo, no dejo de
pensar que la muerte aletea con sus negras alas sobre nosotros.
De
pronto, gritos de lucha, mezclados con el relinchar de caballos nerviosos, nos
llegan desde cerca de la orilla del río Trebia.
—¡Jinetes númidos nos
atacan! ¡Velites! ¡Hastati! ¡Triarii! ¡A las armas!
—gritan nuestros princeps.
—¡Ya lo has oído,
padre! ¡Nos llaman a la batalla! No hagamos esperar a nuestro general. A partir
de ahora solo el destino dirá si nos veremos en el fragor de la batalla —me
dice exultante mientras lo veo correr alejándose de mí.
Viéndolo
partir, solo espero que no se cumplan sus últimas palabras. Él no sabe que si
los triarii entramos en acción significa que el curso de la batalla nos
es muy desfavorable. Somos la última línea de defensa. Tras perderlo de vista,
camino a buen paso hasta situarme al lado de mis compañeros de milicia.
Junto
a ellos siento, en mis pies, la nieve que cede bajo mi peso. El frío va calando
en mis huesos a través de las sandalias, pero no me permito ningún signo de
debilidad. Soy romano, formo parte de la mayor fuerza conquistadora de este mundo.
Levanto la vista y, bajo un cielo limpio y claro, puedo ver al ejercito de Aníbal
a lo lejos. En primera fila está su infantería ligera con sus cascos dorados refulgiendo
al sol. Sus penachos negros se dejan mecer por la brisa y bajo ellos contemplo
fieras expresiones de guerreros libios, iberos y galos, todos mercenarios e
indignos. Tras ellos se encuentra la caballería montando hermosos caballos que
bufan ansiosos por entrar en combate. Con la experiencia que me dan los años,
creo que serán en total unos veinticinco mil hombres. No estoy preocupado,
aunque nos superen en número, venceremos.
De
pronto oigo murmullos a mi alrededor. Exclamaciones ahogadas que aun así dejan
mostrar algo que jamás creí escuchar en nuestras filas: miedo.
—¿Qué ocurre? —pregunto
a mi compañero de la derecha.
—¡Mirad allí! ¿Qué son
aquellas bestias del averno?
Alzo
la mirada hacia donde me indica mi camarada y los veo. Estaban ocultos, pero ahora,
en el flanco izquierdo, aparecen unos seres enormes, majestuosos y aterradores,
con unos colmillos blancos que seguro pueden sacar las entrañas de un hombre de
un solo empellón. Protegidos con mallas metálicas que relucen como estrellas,
barritan, con el extraño apéndice que tienen delante, emitiendo un sonido que
nos hiela el corazón.
—¡No tengáis miedo!
¡Son elefantes! —grita nuestro líder de milicia —. ¡Son solo bestias de carga! ¿No
veis que sobre ellos van los cartagineses? Consideradlos como caballos, pero
más grandes. Lo único que tenéis que hacer es rajarles la barriga y acabaréis
con ellos. ¡Somos Roma! ¡Triunfaremos!
Y,
sin haber vencido por completo el terror ancestral que siento, me uno al grito
de ánimo que todos mis compañeros lanzan al unísono. Me pregunto a cuantos, como
a mí, les estará temblando la mano que sujeta la lanza. Sin tiempo para seguir
pensando, el sonido de los timbales me saca de mi letargo: la batalla comienza.
Los
velites, entre los que se encuentra, seguro, mi hijo, aunque sea
incapaz, por mucho que lo intente, de distinguirlo, son los primeros en atacar.
En formación de quincunx avanzan para enfrentarse a los cartagineses. La
lucha, desigual desde el principio, se decide en muy poco tiempo. La
inexperiencia de nuestros soldados les juega una mala pasada y empiezan a caer
como espigas de trigo cercenadas por una guadaña. Los supervivientes no tardan
en huir dejando atrás a decenas de compañeros caídos. Mi corazón me grita que
corra y busque a mi hijo, pero mi mente, fiel a mi cónsul y a Roma, obliga a
mis pies a mantener la formación.
De
pronto, al ver a los hastati y a los princeps cargar contra los
cartagineses cubriendo la huida de los velites supervivientes, un ligero
rayo de esperanza inunda mi corazón. Una voz en mi interior me asegura que mi
hijo está entre los que huyen y que salvará a vida cuando nuestras fuerzas
cambien el sino de la batalla.
En
un primer momento nuestra élite consigue detener a los invasores y toman la iniciativa,
pero, como si de un castigo divino se tratara, los enemigos se rehacen y, bajo
el peso del salvaje ímpetu que muestran, los romanos reculan y también
comienzan a huir en todas direcciones. No hay duda, si nuestros aliados no
consiguen detenerlos, todo estará perdido.
Miro
al flanco izquierdo, donde nuestros mercenarios se encuentran y lo que veo
termina por alejar de mí todo pensamiento de victoria. La legendaria fiereza y valentía
de los galos brilla por su ausencia. Ante el ataque indiscriminado de los elefantes
cartagineses, aquellos que deberían acabar con esas malditas bestias, en lugar
de mantener sus posiciones y contraatacar, lo que hacen es unirse a la
desbandada general. El miedo ha vencido al coraje.
Ante
la falta de resistencia los enormes bestias, junto con la caballería cartaginesa,
azuzan a los restos del ejercito romano que se bate en retirada. Ya solo
quedamos nosotros manteniendo el tipo.
—¡Triarii! ¡A la
carga! —oigo como grita nuestro comandante.
Comenzamos
a avanzar manteniendo escudo contra escudo. En el espacio que queda entre ellos
veo como esas criaturas malditas persiguen a los que huyen, acabando con ellos,
ya sea agarrándolos con esa especie de trompa y lanzándolos por el aire o atravesándolos
de parte a parte con sus colmillos. La tierra, a su paso, se tiñe de roja
muerte.
A
menos de un estadio de ellos veo a mi hijo avanzar, ensangrentado y cojeando,
justo delante de uno de esos animales. Encima de la bestia que lo acosa, los
cartagineses se ríen de él al verlo avanzar a duras penas. No hacen siquiera
intención de acabar con él, de una forma honorable, con sus flechas.
Al
ver que está en peligro, abandono la seguridad de mi escuadra y corro para
tratar de salvarlo. Como un loco esquivo a los que me encuentro de frente,
incluso empujo a alguno de ellos solo para conseguir avanzar más rápido y
llegar a él a tiempo. De pronto veo que cae al suelo, extenuado, a los pies de su
perseguidor.
Lanzo
mi escudo al suelo para ser más ligero, pero Mercurio no es benévolo conmigo y
soy incapaz de alcanzarlo antes de que una de esas enormes patas se apoye en su
espalda y lo aplaste contra el suelo. Sin inmutarse siquiera, el animal de
guerra continua con su imparable ataque en busca de más víctimas.
Yo
esquivo tanto al elefante como a las primeras flechas que me lanzan desde la
torreta que está sobre él, y llego hasta mi hijo cuando aún está vivo. En sus
ojos llorosos veo que me reconoce e intenta hablar. Un coágulo de sangre negra
surge de su boca en lugar de esa dulce voz que jamás volveré a escuchar.
—No hables, hijo —le
digo tratando de calmarlo con mis palabras —. Estoy a tu lado.
NOTA: La batalla del Trebia (218 a. C.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario