miércoles, 14 de octubre de 2020

Perra y civil (Ayante)

 Ardía Durango. La metralla atravesaba cuerpos y almas dejando tras de sí un silencio seco. El gris difuminaba el ambiente antes puro del pueblo y los ojos de sus habitantes se hundían tristes en las cuencas. La aviación fascista firmaba tales actos. Sus escudos y banderas lucían flamantes en la chapa de los artefactos y en los uniformes de los militares que colaboraban con el bando sublevado frente a los republicanos.

No muy lejos de allí, meditaba el comandante Juan Tomás González, alias el Manco. Su brazo izquierdo fue cercenado en una revuelta de los revolucionarios anarquistas. Tan sólo tenía el brazo derecho y eso, en el fondo, lo llenaba de orgullo. Era capaz de ganar hasta diez pulsos seguidos contra hombres de su mismo pelotón. El desarrollo muscular de su único brazo era descomunal.

Urdía algún plan siniestro desde su atalaya, en plena cordillera. Fumaba negro, lucía un bigote perfectamente recortado y nunca lo veías pestañear. A sus pies, la Compañía, formada por soldados acérrimos a su causa; tumbar al bando republicano y dominar España entera. Una España que enrojecía de pavor pero también de furia. Una España desolada aquella mañana cuando a las ocho y media llovieron bombas sobre Durango.

En las iglesias se rezaba, en el campo ya se trabajaba y los niños estaban sentados frente a la mesa para desayunar tranquilamente con sus familias cuando las explosiones los sobresaltaron. Los caballos relinchaban y el ganado se alborotaba. La tierra parecía temblar. No hay descripción exacta que pueda atisbar siquiera tales horrores.

El día avanzaba. Ayudaban a los heridos y rescataban a los muertos como humanamente podían, sin quitar la vista del cielo y con el oído también alerta. Daba la impresión de que todo había acabado, de que aquello fue una pesadilla y ya habían despertado los civiles que la sufrieron. El cielo era un testigo impasible que parecía no saber nada. La yerba, la que aún brillaba por el rocío, transmitía su verde esperanza a quien la miraba.

Un pequeño grupo de la resistencia convocaba una reunión urgente tras el incidente. Algunos caballeros salían de sus casas raudos vistiéndose sobre la marcha, fusil en mano. Sabían que aquello solo era el comienzo. Sabían que pronto volverían barriendo los atacantes. Pero no tenían opciones de defensa. Realmente, sus comandos estaban descentralizados. Las alarmas habían saltado sobre la villa. Muchos convecinos se refugiaban de inmediato, se abastecían como podían para no salir hasta que el sosiego reinase durante días.

En plena asamblea, Emilio Puente, único miembro allí presente del partido comunista, advirtió de movimientos sospechosos en la cordillera. Indicaba además, que podría andar cerca el mismísimo comandante de las fuerzas armadas sublevadas. Decidieron formar un escuadrón para introducirse en la zona. No podrían ir muchos porque se necesitaban refuerzos en la zona afectada, temerosos por un nuevo ataque que sería inminente.

Ocho voluntarios se prestaron a la causa, tras diversas llamadas telefónicas: Vicente Larraga, Victoriano Zabaleta, Ángel Suaros, Ricardo Redondo, Víctor Isacelaya, Pablo Pintor, Federico García y Áyax Telamón. Prepararon sus atuendos, se despidieron de sus familias y trazaron un plan estratégico en apenas cinco minutos. Para entonces, aviones nazis aparecieron en el horizonte y las campanas resonaron de nuevo. Aún estaban en marcha las labores de urgencia y rescate cuando se produjo este segundo ataque aéreo. La sangre se mezclaba con la sangre. La muerte caía sobre la muerte.

Por su parte, el Manco contactaba con nazis y fascistas para dar parte de guerra. Las noticias le eran transmitidas al instante. Tenía infiltrados hasta debajo de las casas, en cada rincón del país. Tranquilo y erguido, miraba al horizonte. La humareda se divisaba. Se regocijaba pensando en el dolor ajeno. Y fumaba sin cesar.

Un soldado interrumpió su quietud: —Señor. Permiso para interferir. Se aproximan ocho individuos montados a caballo.

—¿Cómo dice? ¿Montados a caballo?

—¡Sí, señor!

—¿Y van armados?

—Parece que sí, señor. Hemos podido vislumbrar rifles y también espadas.

—¿Pero qué cojones me está contando, soldado? ¿Espadas?

—¡Sí, señor!

—Eso tengo que verlo yo con mis propios ojos. Diríjame a la torre del vigía que corresponda, de inmediato. ¡Ar!

 

El manco subía las escaleras de dos en dos, impulsándose con su brazo por la barandilla con gran agilidad. Pudo contemplar el panorama. Aquellos ocho hombres estaban cerca y, en efecto, cabalgaban a lomo de bestias pardas. Uno de ellos, el más adelantado, portaba un arma blanca de gran envergadura. Sin duda era una espada.

—¡Traiga aquí su fusil, centinela! A estos me los cargo yo de inmediato y se acabó el cuento—dijo el general, ya en la torre. 

La primera bala, acabó en el cráneo de Zabaleta. Cayó fulminado al suelo y su caballo ni se inmutó. En la villa, dejó a dos lindos críos, una dulce esposa que temblaba en esa hora, y muchas esperanzas ya perdidas.

El manco disparó acto seguido casi sin apuntar y sin que le temblara el pulso lo más mínimo. La segunda bala iba dirigida justo al que había más cerca de Zabaleta, Vicente Larraga. Atravesó su cuello. Vicente quiso cubrir su herida con una mano pero se desangraba demasiado rápido. Antes de caerse del caballo, intentó disparar hacia lo alto de la torre, desde donde recibían los disparos. El tiro rebotó en las robustas piedras de la construcción y se fue descolgando del caballo hasta ir arrastrándose contra el suelo. En pocos segundos, acabó destrozado. La bestia perdió el equilibrio y se desvío cayendo estrepitosamente. El golpe estremeció a los jinetes que aún proseguían.

—¡Centinela! Encienda un cigarro de inmediato y me lo pone en la boca. ¡Es una orden!—dijo el Manco.

Al tercer disparo, cayó como el plomo Ricardo Redondo. Una hora antes, había escrito una carta de despedida a su novia que estaba en Valladolid. Jamás se volverían a encontrar.

El comandante se tomó una pausa de casi un minuto. Daba largas caladas pero no movía ni un solo músculo. Y disparó de nuevo. Mató esta vez a un hombre desarmado llamado Federico. Éste, quedó a lomos del caballo, abrazado a su cuerpo, con una mano acariciando sus crines. El sol brillaba en su espalda ahora inerte y el animal desaceleraba, quedando atrás jinete y jaca. La noche los sorprendería más tarde, con su luna roja, con ojos de fría plata. Y sonaría de algún modo la Canción del jinete. Tal vez en Córdoba... Tal vez en cualquier lugar del tiempo... 

 

Al Manco esta vez le falló el disparo. Apuntó sin duda a Pablo Pintor, pero sólo dio en el costado de su caballo. Y el caballo sangraba. Y garabatos parecían dibujarse al galope sobre la tierra árida de la cordillera. El comandante quedó algo perplejo ante tal rareza y una gota de sudor bajó por su mejilla. El caballo relinchaba, daba extraños brincos como retorciéndose de dolor. Pero no aminoraba. No perdía la marcha.

El comandante bajó el arma. —¿Qué ocurre, señor?—dijo el centinela.

—...

—¿Necesita otro cigarro?

—Llame de inmediato al subteniente. Vamos a disparar con la ametralladora.

—¿Lo dice en serio?

—¡Vamos!

 

El subteniente subió a la torre y se dispuso veloz a disparar con la ametralladora. La masacre fue instantánea. Víctor recibió más de veinte balazos entre pecho y espalda. Ángel, voló literalmente. Su cuerpo se partió en tres. Pablo fue abatido esta vez. Quedó desdibujado ante la fría mirada de sus asesinos. La cabeza del caballo rodó con la mandívula desencajada.

—¿Por qué se detiene, subteniente?—dijo el Manco.

—Nos hemos quedado sin munición...

—¿Cómo es posible que quede uno en pie? ¡Lo tenemos delante!

 

Ayante fue el único de los ocho valientes que no pidió ayuda al Dios de los cristianos ni a ningún otro Dios. Confió en sus ánimos y en su fortaleza. Y allí estaba. Haciendo frente él sólo al general de los sublevados.

—¡Maldito loco!—vociferó el Manco mientras sacaba de su cartuchera una semiautomática.

Áyax saltó ligero del caballo pero recibió un disparo certero en el talón y quedo inmóvil. El Manco, seguido por el subteniente y el centinela, bajó presuroso por las escaleras y salió de la torre. Sin titubear, disparó de nuevo en la pierna al caído.

—Quería verte de cerca—dijo el comandante al herido apuntándole en la cabeza—. Has tenido un par de huevos llegando hasta aquí con una espada.

Ájax, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se alzó impulsado por su brazo izquierdo y de un sablazo, cortó el único brazo del general.

El subteniente, alarmado, disparó al enemigo y lo mató. El Manco quedó en pie. De lo que quedaba de su miembro manaba sangre a borbotones que caía sobre el cuerpo sin vida de Ájax. Su cara estaba desencajada. Palideció y cayó de rodillas, manteniendo el equilibrio asombrosamente.

—¡Viva España!—gritó mientras caía derrumbado encima de Ájax.

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