Ardía Durango. La metralla atravesaba cuerpos y almas dejando tras de sí un silencio seco. El gris difuminaba el ambiente antes puro del pueblo y los ojos de sus habitantes se hundían tristes en las cuencas. La aviación fascista firmaba tales actos. Sus escudos y banderas lucían flamantes en la chapa de los artefactos y en los uniformes de los militares que colaboraban con el bando sublevado frente a los republicanos.
No
muy lejos de allí, meditaba el comandante Juan Tomás González, alias el Manco.
Su brazo izquierdo fue cercenado en una revuelta de los revolucionarios
anarquistas. Tan sólo tenía el brazo derecho y eso, en el fondo, lo llenaba de
orgullo. Era capaz de ganar hasta diez pulsos seguidos contra hombres de su
mismo pelotón. El desarrollo muscular de su único brazo era descomunal.
Urdía
algún plan siniestro desde su atalaya, en plena cordillera. Fumaba negro, lucía
un bigote perfectamente recortado y nunca lo veías pestañear. A sus pies, la
Compañía, formada por soldados acérrimos a su causa; tumbar al bando
republicano y dominar España entera. Una España que enrojecía de pavor pero
también de furia. Una España desolada aquella mañana cuando a las ocho y media
llovieron bombas sobre Durango.
En
las iglesias se rezaba, en el campo ya se trabajaba y los niños estaban
sentados frente a la mesa para desayunar tranquilamente con sus familias cuando
las explosiones los sobresaltaron. Los caballos relinchaban y el ganado se alborotaba.
La tierra parecía temblar. No hay descripción exacta que pueda atisbar siquiera
tales horrores.
El
día avanzaba. Ayudaban a los heridos y rescataban a los muertos como
humanamente podían, sin quitar la vista del cielo y con el oído también alerta.
Daba la impresión de que todo había acabado, de que aquello fue una pesadilla y
ya habían despertado los civiles que la sufrieron. El cielo era un testigo
impasible que parecía no saber nada. La yerba, la que aún brillaba por el
rocío, transmitía su verde esperanza a quien la miraba.
Un
pequeño grupo de la resistencia convocaba una reunión urgente tras el
incidente. Algunos caballeros salían de sus casas raudos vistiéndose sobre la
marcha, fusil en mano. Sabían que aquello solo era el comienzo. Sabían que
pronto volverían barriendo los atacantes. Pero no tenían opciones de defensa.
Realmente, sus comandos estaban descentralizados. Las alarmas habían saltado
sobre la villa. Muchos convecinos se refugiaban de inmediato, se abastecían
como podían para no salir hasta que el sosiego reinase durante días.
En
plena asamblea, Emilio Puente, único miembro allí presente del partido
comunista, advirtió de movimientos sospechosos en la cordillera. Indicaba
además, que podría andar cerca el mismísimo comandante de las fuerzas armadas
sublevadas. Decidieron formar un escuadrón para introducirse en la zona. No
podrían ir muchos porque se necesitaban refuerzos en la zona afectada,
temerosos por un nuevo ataque que sería inminente.
Ocho
voluntarios se prestaron a la causa, tras diversas llamadas telefónicas:
Vicente Larraga, Victoriano Zabaleta, Ángel Suaros, Ricardo Redondo, Víctor
Isacelaya, Pablo Pintor, Federico García y Áyax Telamón. Prepararon sus
atuendos, se despidieron de sus familias y trazaron un plan estratégico en
apenas cinco minutos. Para entonces, aviones nazis aparecieron en el horizonte
y las campanas resonaron de nuevo. Aún estaban en marcha las labores de
urgencia y rescate cuando se produjo este segundo ataque aéreo. La sangre se
mezclaba con la sangre. La muerte caía sobre la muerte.
Por
su parte, el Manco contactaba con nazis y fascistas para dar parte de guerra.
Las noticias le eran transmitidas al instante. Tenía infiltrados hasta debajo
de las casas, en cada rincón del país. Tranquilo y erguido, miraba al
horizonte. La humareda se divisaba. Se regocijaba pensando en el dolor ajeno. Y
fumaba sin cesar.
Un
soldado interrumpió su quietud: —Señor. Permiso para interferir. Se aproximan
ocho individuos montados a caballo.
—¿Cómo
dice? ¿Montados a caballo?
—¡Sí,
señor!
—¿Y
van armados?
—Parece
que sí, señor. Hemos podido vislumbrar rifles y también espadas.
—¿Pero
qué cojones me está contando, soldado? ¿Espadas?
—¡Sí,
señor!
—Eso
tengo que verlo yo con mis propios ojos. Diríjame a la torre del vigía que
corresponda, de inmediato. ¡Ar!
El
manco subía las escaleras de dos en dos, impulsándose con su brazo por la
barandilla con gran agilidad. Pudo contemplar el panorama. Aquellos ocho
hombres estaban cerca y, en efecto, cabalgaban a lomo de bestias pardas. Uno de
ellos, el más adelantado, portaba un arma blanca de gran envergadura. Sin duda
era una espada.
—¡Traiga
aquí su fusil, centinela! A estos me los cargo yo de inmediato y se acabó el
cuento—dijo el general, ya en la torre.
La
primera bala, acabó en el cráneo de Zabaleta. Cayó fulminado al suelo y su
caballo ni se inmutó. En la villa, dejó a dos lindos críos, una dulce esposa
que temblaba en esa hora, y muchas esperanzas ya perdidas.
El
manco disparó acto seguido casi sin apuntar y sin que le temblara el pulso lo
más mínimo. La segunda bala iba dirigida justo al que había más cerca de
Zabaleta, Vicente Larraga. Atravesó su cuello. Vicente quiso cubrir su herida
con una mano pero se desangraba demasiado rápido. Antes de caerse del caballo,
intentó disparar hacia lo alto de la torre, desde donde recibían los disparos.
El tiro rebotó en las robustas piedras de la construcción y se fue descolgando
del caballo hasta ir arrastrándose contra el suelo. En pocos segundos, acabó
destrozado. La bestia perdió el equilibrio y se desvío cayendo
estrepitosamente. El golpe estremeció a los jinetes que aún proseguían.
—¡Centinela!
Encienda un cigarro de inmediato y me lo pone en la boca. ¡Es una orden!—dijo
el Manco.
Al
tercer disparo, cayó como el plomo Ricardo Redondo. Una hora antes, había
escrito una carta de despedida a su novia que estaba en Valladolid. Jamás se
volverían a encontrar.
El
comandante se tomó una pausa de casi un minuto. Daba largas caladas pero no
movía ni un solo músculo. Y disparó de nuevo. Mató esta vez a un hombre
desarmado llamado Federico. Éste, quedó a lomos del caballo, abrazado a su
cuerpo, con una mano acariciando sus crines. El sol brillaba en su espalda
ahora inerte y el animal desaceleraba, quedando atrás jinete y jaca. La noche
los sorprendería más tarde, con su luna roja, con ojos de fría plata. Y sonaría
de algún modo la Canción del jinete. Tal vez en Córdoba... Tal vez en cualquier
lugar del tiempo...
Al
Manco esta vez le falló el disparo. Apuntó sin duda a Pablo Pintor, pero sólo
dio en el costado de su caballo. Y el caballo sangraba. Y garabatos parecían
dibujarse al galope sobre la tierra árida de la cordillera. El comandante quedó
algo perplejo ante tal rareza y una gota de sudor bajó por su mejilla. El
caballo relinchaba, daba extraños brincos como retorciéndose de dolor. Pero no
aminoraba. No perdía la marcha.
El
comandante bajó el arma. —¿Qué ocurre, señor?—dijo el centinela.
—...
—¿Necesita
otro cigarro?
—Llame
de inmediato al subteniente. Vamos a disparar con la ametralladora.
—¿Lo
dice en serio?
—¡Vamos!
El
subteniente subió a la torre y se dispuso veloz a disparar con la
ametralladora. La masacre fue instantánea. Víctor recibió más de veinte balazos
entre pecho y espalda. Ángel, voló literalmente. Su cuerpo se partió en tres.
Pablo fue abatido esta vez. Quedó desdibujado ante la fría mirada de sus
asesinos. La cabeza del caballo rodó con la mandívula desencajada.
—¿Por
qué se detiene, subteniente?—dijo el Manco.
—Nos
hemos quedado sin munición...
—¿Cómo
es posible que quede uno en pie? ¡Lo tenemos delante!
Ayante
fue el único de los ocho valientes que no pidió ayuda al Dios de los cristianos
ni a ningún otro Dios. Confió en sus ánimos y en su fortaleza. Y allí estaba.
Haciendo frente él sólo al general de los sublevados.
—¡Maldito
loco!—vociferó el Manco mientras sacaba de su cartuchera una semiautomática.
Áyax
saltó ligero del caballo pero recibió un disparo certero en el talón y quedo
inmóvil. El Manco, seguido por el subteniente y el centinela, bajó presuroso
por las escaleras y salió de la torre. Sin titubear, disparó de nuevo en la
pierna al caído.
—Quería
verte de cerca—dijo el comandante al herido apuntándole en la cabeza—. Has
tenido un par de huevos llegando hasta aquí con una espada.
Ájax,
haciendo un esfuerzo sobrehumano, se alzó impulsado por su brazo izquierdo y de
un sablazo, cortó el único brazo del general.
El
subteniente, alarmado, disparó al enemigo y lo mató. El Manco quedó en pie. De
lo que quedaba de su miembro manaba sangre a borbotones que caía sobre el
cuerpo sin vida de Ájax. Su cara estaba desencajada. Palideció y cayó de
rodillas, manteniendo el equilibrio asombrosamente.
—¡Viva España!—gritó mientras caía derrumbado encima de Ájax.
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