Teníamos un par de horas hasta que de nuevo las bombas comenzaran a caer del cielo, como si la lluvia se transformara en hierro y las gotas fueran metralla. Las volutas de polvo se extendían por el descampado como una niebla que olía a pólvora y tierra húmeda y por un momento el cielo desaparecía… Mi amigo, los demás niños y yo nos reuníamos en el hall del hotel, donde nos habían confinado tras huir de los serbios, que ya habían rodeado por completo Srebrenica. Desde allí observábamos la cadencia de los proyectiles y sus silbidos nos hacían estremecer. Con la vista puesta en el campo donde jugábamos al futbol, los recuerdos de los días posteriores me asaltaban sin permiso.
─¡Vamos,
la furgoneta nos espera dos calles más allá!−La voz de mi tío Luka sonaba
entrecortada, se adivinaba el miedo en sus palabras frenéticas−.Las afueras es
un autentico infierno…
─¿Qué está
pasando?−Preguntó mi madre azorada por la inminente respuesta.
─Los serbios de la
Srpska han llegado con sus tanques a la ciudad, me temo que se va dar otro caso
Sarajevo. Corre el rumor que han empezado una limpieza étnica, que quieren una
Bosnia libre de personas que no sean cien por cien serbias... Dicen que los
bosniaks están siendo asesinados por miles, pero a nosotros, los croatas no nos
depararán mejor futuro. Yo mismo he visto como se llevaban a docenas de hombres
y niños musulmanes y los han acribillado en las cunetas.
─¿Pero, a dónde nos van
a llevar?−Preguntó mi padre con el rostro descompuesto.
Mi tío nos miraba
apesadumbrado, parecía que había envejecido decenas de años desde que le había
visto por última vez en el cumpleaños de mi prima, cuando creíamos que la guerra
iba acabar por la intervención de la ONU... El sonido de los cañonazos y las
ráfagas de los fusiles nos asustaban y encogíamos los cuerpos como si con
aquella acción alejáramos el pavor.
─Los cascos azules han
habilitado el hostel Srebrenica, al norte de la ciudad, para albergar a los
refugiados−Aclaró mi tío−. Debemos darnos prisa, no sé cuantos vamos a caber
allí, el edificio no es demasiado grande.
Salimos por la puerta
del jardín, por la parte trasera de mi casa. Cogimos con celeridad lo más
imprescindible. Metí en mi mochila del colegio algo de ropa y mi balón de
futbol Adidas, una de las cosas que más apreciaba, porque fue el último regalo
de mi abuelo antes de que aquella larga enfermedad apagara su vida. Mis padres
llenaron bolsas con comida y registraron la casa para llevarse todo lo que
fuera de valor. Mi tío, muy nervioso, nos pedía que nos diéramos prisa… La
noche se había adueñado de la ciudad, había partes donde se había ido la
electricidad y estaban totalmente a oscuras. A veces el fogonazo de los
disparos iluminaba partes de los barrios y las calles en penumbras. A lo lejos,
como si viniera de otro lugar, lejano, el viento arrastraba los gritos de la
gente… En la paquetera ya esperaban dos familias. Nunca olvidaré la expresión
de sus rostros, la desesperación, la incredulidad de sus ojos. No dijimos nada
cuando nos acomodamos en los asientos del vehículo y el chofer arrancó. Todos
estábamos inmersos en nuestros pensamientos. Un padre y un hijo rezaban versos
del Corán entre murmullos. Aquella noche fue la primera vez que vi a Amin,
desde aquel instante nuestra vida fue común y los duros días en el hotel se hicieron más amenos… A lo lejos
vimos la silueta del hostel, nuestra salvación. De pronto se escuchó un fuerte
sonido y una ráfaga de disparos impactó en la furgoneta. Uno de los disparos
rozó a mi hermana pequeña en el hombro y destrozó el cristal de la ventanilla.
Un fuerte gritó nos hizo temer lo peor. Todos giramos la cabeza hacia la parte
de la paquetera de donde provenían los gemidos. Una madre intentaba taponar la
horrible herida de bala en el cuello, que desangraba a su hijo pequeño.
─¡Acelera por el amor
de Dios, todos al suelo de la furgoneta!−Gritó mi tío.
Las balas seguían
silbando, algunas rebotaban en la chapa del vehículo, otras reventaban los
cristales. Un Jepp de los cascos azules salió a nuestro encuentro y los
soldados comenzaron a disparar sus armas sin rumbo fijo. Pero lo que más se oía
era el espeluznante grito de aquella madre que mecía a su hijo muerto entre sus brazos…
El descampado era perfecto para jugar el
futbol. Formaba parte del amplio aparcamiento del hostel, que ahora por la
guerra civil, solo estaba habitado por refugiados y soldados de la ONU. Había
numerosos coches, pero teníamos bastante sitio para practicar el balompié…
Formábamos los equipos al azar, pero Amin y yo siempre jugábamos juntos. Él, en
el centro del campo, como pivote defensivo, yo, por mi pequeña estatura y mi
rapidez, de delantero escurridizo… Las bombas y los disparos siempre caían
lejos de allí y cronométricamente a las mismas horas. Por seguridad, los
adultos y los soldados no nos dejaban jugar hasta que no acababa la batería de
disparos… Muchas veces, algunos militares se unían a los partidillos. En
aquellos instantes nos olvidábamos de la guerra, de las bombas, del odio
irracional, que nosotros, los niños no entendíamos y los adultos, impotentes,
no podían solucionar, siempre en manos de políticos exaltados, dueños del
poder.
La hora de las comidas,
frugales y escasas, servían para conocer las noticias que nos llegaban de otras
partes de Srebrenica. El ejército serbio se había instalado en todas las
salidas de la ciudad, formando una muralla que no dejaba escapar a nadie, solo
respetando a medias a los cascos azules, que a veces se veían envueltos en
emboscadas.
Se contaban historias
terribles a media voz en el comedor del hotel. Pero los niños siempre
conseguíamos escucharlas. Los adultos decían que los francotiradores serbios se
entretenían con un macabro juego, apostando quien causaba más bajas civiles y
que los niños puntuaban doble. La muerte llegaba silenciosa desde cualquier
parte de la ciudad. Un silbido, un relámpago, que surgía desde una colina, un
edificio y que dejaba los cuerpos tendidos en las aceras, en los parques, solo
acompañados por las miríadas de moscas que libaban la sangre seca en el
asfalto.
Aquella tarde, después del almuerzo,
encontré a mi amigo en la puerta del edificio. Estaba sentado sobres los
escalones, la mirada fija en el suelo. Con la mano derecha escribía con un
trozo de rama palabras árabes sobre el albero amarillo.
─¿Qué significa?−Le
pregunté mientras me sentaba a su lado.
─”Tengo miedo de la
claridad intensa del tiempo…” (1) Es un poema de un poeta palestino−Respondió
sin levantar la vista de los versos, después, sin previo aviso, los borró con
el palo−.Ojalá las palabras fueran más fuertes que las balas…
─¿Estás bien?
─En el almuerzo, unos
recién llegados le han dicho a mi padre que mi tía, la hermana de mi difunta
madre y mis primas, están atrapadas en uno de los barrios más conflictivos.
Vamos a ir a buscarlas.
─¡No os dejaran salir
los soldados!
─Nos apañaremos… oye−me
dijo levantando la vista por primera vez de la tierra−siento perderme el
partido de esta tarde…
─¡Toma!−Le dije
quitándome mi sudadera del equipo de futbol del Real Madrid−.¡Quédatela, hace
frío!
Mi amigo me miró
durante un rato, el silencio se interpuso entre las palabras que se tropezaron
en nuestras gargantas, luego se levantó de golpe.
─¡Gracias!−dijo
sonriendo, pero en sus ojos se adivinaba una profunda melancolía.
Dos días después, sin que tuviera noticias
de Amin y su familia. Por el inminente avance y acoso de las tropas serbias, la
ONU y sus cascos azules, con el apoyo aéreo estadunidense, decidieron
trasladarnos a la ciudad norteña de Bihac. Justo en el norte de Bosnia, en la
frontera con la recién fundada república de Croacia, en la parte que bañaba el
mar Adriático… Los autobuses avanzaban lentamente por las calles desoladas. Dos
BMR de las fuerzas de la paz nos escoltaban abriendo el convoy, detrás el resto
de las tropas cerraba la comitiva. Los restos de los edificios derruidos
cubrían la calzada desparramándose entre cascotes y hierros. Los coches estaban
abandonados en las aceras, desvalijados e incluso algunos hollaban totalmente carbonizados
por el fuego. Desperdigados por el asfalto numerosos cadáveres sembraban la
ciudad, como si fueran meros maniquíes puestos al azar... El sonido de las
hélices de los Black hawk americanos retumbaban en el cenit del cielo, a lo
lejos se distinguían las detonaciones con sonidos abruptos… De pronto el convoy
se detuvo al llegar a una avenida más estrecha. Mi familia y yo viajábamos en
el primer autobús y desde las ventanillas pudimos presenciar el horror. Un
escalofrío me recorrió el cuerpo… Vimos aterrados como los soldados se bajaban
de los vehículos. Una muralla de cadáveres impedía el paso. Poco a poco fueron
apartando los cuerpos y los depositaban en la acera, justo al lado de un
semáforo. La mayoría eran hombres adultos, aunque también se encontraban entre
los finados varios niños. Un soldado comprobaba la documentación de varios
muertos, registrando entre sus ropas.
─¡Son bosniaks,
musulmanes! ¡Ha sido una ejecución!−Le oímos decir con la voz rota por el dolor.
Yo observaba en
silencio, los nervios me atenazaban. Me estaba mordiendo las uñas sin darme
cuenta… Hubo un instante que dos de los militares depositaron sobre el suelo el
cuerpo de un niño, éste rodó por encima de los otros cadáveres y quedó de
frente, justo debajo de mi ventanilla. Su rostro estaba cambiado, lívido, pero
supe que era mi amigo, aún llevaba mi sudadera puesta. El balazo que le mató
había destrozado el escudo y en su lugar una mancha carmesí manchaba el blanco
inmaculado. Me entraron ganas de vomitar y tuve que agarrarme al asiento. Recordé
las últimas palabras que nos dijimos, como una letanía que se repetía una y
otra vez.
─¡Ve con Dios, Amin!
─¿No lo sabes,
amigo?−Dijo volviéndose desde la puerta del hotel, mientras le miraba en un
silencio absoluto, las bombas comenzaban a caer de nuevo−.¡Dios ha muerto!
Nota (1): “Tengo miedo
de la claridad intensa del tiempo. Y de un presente que ya no es presente.
Tengo miedo de pasar por un mundo que ya no es mi mundo”.
Versos de Mahnud
Darwish, poeta y escritor palestino.
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