miércoles, 14 de octubre de 2020

El descampado (Byronde Poe)

    Teníamos un par de horas hasta que de nuevo las bombas comenzaran a caer del cielo, como si la lluvia se transformara en hierro y las gotas fueran metralla. Las volutas de polvo se extendían por el descampado como una niebla que olía a pólvora y  tierra húmeda y por un momento el cielo desaparecía… Mi amigo, los demás niños y yo nos reuníamos en el hall del hotel, donde nos habían confinado tras huir de los serbios, que ya habían rodeado por completo Srebrenica. Desde allí observábamos la cadencia de los proyectiles y sus silbidos nos hacían estremecer. Con la vista puesta  en el campo donde jugábamos al futbol, los recuerdos de los días posteriores me asaltaban sin permiso.

─¡Vamos, la furgoneta nos espera dos calles más allá!−La voz de mi tío Luka sonaba entrecortada, se adivinaba el miedo en sus palabras frenéticas−.Las afueras es un autentico infierno…

─¿Qué está pasando?−Preguntó mi madre azorada por la inminente respuesta.

─Los serbios de la Srpska han llegado con sus tanques a la ciudad, me temo que se va dar otro caso Sarajevo. Corre el rumor que han empezado una limpieza étnica, que quieren una Bosnia libre de personas que no sean cien por cien serbias... Dicen que los bosniaks están siendo asesinados por miles, pero a nosotros, los croatas no nos depararán mejor futuro. Yo mismo he visto como se llevaban a docenas de hombres y niños musulmanes y los han acribillado en las cunetas.

─¿Pero, a dónde nos van a llevar?−Preguntó mi padre con el rostro descompuesto.

Mi tío nos miraba apesadumbrado, parecía que había envejecido decenas de años desde que le había visto por última vez en el cumpleaños de mi prima, cuando creíamos que la guerra iba acabar por la intervención de la ONU... El sonido de los cañonazos y las ráfagas de los fusiles nos asustaban y encogíamos los cuerpos como si con aquella acción alejáramos el pavor. 

─Los cascos azules han habilitado el hostel Srebrenica, al norte de la ciudad, para albergar a los refugiados−Aclaró mi tío−. Debemos darnos prisa, no sé cuantos vamos a caber allí, el edificio no es demasiado grande.

Salimos por la puerta del jardín, por la parte trasera de mi casa. Cogimos con celeridad lo más imprescindible. Metí en mi mochila del colegio algo de ropa y mi balón de futbol Adidas, una de las cosas que más apreciaba, porque fue el último regalo de mi abuelo antes de que aquella larga enfermedad apagara su vida. Mis padres llenaron bolsas con comida y registraron la casa para llevarse todo lo que fuera de valor. Mi tío, muy nervioso, nos pedía que nos diéramos prisa… La noche se había adueñado de la ciudad, había partes donde se había ido la electricidad y estaban totalmente a oscuras. A veces el fogonazo de los disparos iluminaba partes de los barrios y las calles en penumbras. A lo lejos, como si viniera de otro lugar, lejano, el viento arrastraba los gritos de la gente… En la paquetera ya esperaban dos familias. Nunca olvidaré la expresión de sus rostros, la desesperación, la incredulidad de sus ojos. No dijimos nada cuando nos acomodamos en los asientos del vehículo y el chofer arrancó. Todos estábamos inmersos en nuestros pensamientos. Un padre y un hijo rezaban versos del Corán entre murmullos. Aquella noche fue la primera vez que vi a Amin, desde aquel instante nuestra vida fue común y los duros días  en el hotel se hicieron más amenos… A lo lejos vimos la silueta del hostel, nuestra salvación. De pronto se escuchó un fuerte sonido y una ráfaga de disparos impactó en la furgoneta. Uno de los disparos rozó a mi hermana pequeña en el hombro y destrozó el cristal de la ventanilla. Un fuerte gritó nos hizo temer lo peor. Todos giramos la cabeza hacia la parte de la paquetera de donde provenían los gemidos. Una madre intentaba taponar la horrible herida de bala en el cuello, que desangraba a su hijo pequeño.

─¡Acelera por el amor de Dios, todos al suelo de la furgoneta!−Gritó mi tío.

Las balas seguían silbando, algunas rebotaban en la chapa del vehículo, otras reventaban los cristales. Un Jepp de los cascos azules salió a nuestro encuentro y los soldados comenzaron a disparar sus armas sin rumbo fijo. Pero lo que más se oía era el espeluznante grito de aquella madre que mecía a su hijo  muerto entre sus brazos…

   El descampado era perfecto para jugar el futbol. Formaba parte del amplio aparcamiento del hostel, que ahora por la guerra civil, solo estaba habitado por refugiados y soldados de la ONU. Había numerosos coches, pero teníamos bastante sitio para practicar el balompié… Formábamos los equipos al azar, pero Amin y yo siempre jugábamos juntos. Él, en el centro del campo, como pivote defensivo, yo, por mi pequeña estatura y mi rapidez, de delantero escurridizo… Las bombas y los disparos siempre caían lejos de allí y cronométricamente a las mismas horas. Por seguridad, los adultos y los soldados no nos dejaban jugar hasta que no acababa la batería de disparos… Muchas veces, algunos militares se unían a los partidillos. En aquellos instantes nos olvidábamos de la guerra, de las bombas, del odio irracional, que nosotros, los niños no entendíamos y los adultos, impotentes, no podían solucionar, siempre en manos de políticos exaltados, dueños del poder.

La hora de las comidas, frugales y escasas, servían para conocer las noticias que nos llegaban de otras partes de Srebrenica. El ejército serbio se había instalado en todas las salidas de la ciudad, formando una muralla que no dejaba escapar a nadie, solo respetando a medias a los cascos azules, que a veces se veían envueltos en emboscadas.

Se contaban historias terribles a media voz en el comedor del hotel. Pero los niños siempre conseguíamos escucharlas. Los adultos decían que los francotiradores serbios se entretenían con un macabro juego, apostando quien causaba más bajas civiles y que los niños puntuaban doble. La muerte llegaba silenciosa desde cualquier parte de la ciudad. Un silbido, un relámpago, que surgía desde una colina, un edificio y que dejaba los cuerpos tendidos en las aceras, en los parques, solo acompañados por las miríadas de moscas que libaban la sangre seca en el asfalto.

   Aquella tarde, después del almuerzo, encontré a mi amigo en la puerta del edificio. Estaba sentado sobres los escalones, la mirada fija en el suelo. Con la mano derecha escribía con un trozo de rama palabras árabes sobre el albero amarillo.

─¿Qué significa?−Le pregunté mientras me sentaba a su lado.

─”Tengo miedo de la claridad intensa del tiempo…” (1) Es un poema de un poeta palestino−Respondió sin levantar la vista de los versos, después, sin previo aviso, los borró con el palo−.Ojalá las palabras fueran más fuertes que las balas…

─¿Estás bien?

─En el almuerzo, unos recién llegados le han dicho a mi padre que mi tía, la hermana de mi difunta madre y mis primas, están atrapadas en uno de los barrios más conflictivos. Vamos a ir a buscarlas.

─¡No os dejaran salir los soldados!

─Nos apañaremos… oye−me dijo levantando la vista por primera vez de la tierra−siento perderme el partido de esta tarde…

─¡Toma!−Le dije quitándome mi sudadera del equipo de futbol del Real Madrid−.¡Quédatela, hace frío!

Mi amigo me miró durante un rato, el silencio se interpuso entre las palabras que se tropezaron en nuestras gargantas, luego se levantó de golpe.

─¡Gracias!−dijo sonriendo, pero en sus ojos se adivinaba una profunda melancolía.

   Dos días después, sin que tuviera noticias de Amin y su familia. Por el inminente avance y acoso de las tropas serbias, la ONU y sus cascos azules, con el apoyo aéreo estadunidense, decidieron trasladarnos a la ciudad norteña de Bihac. Justo en el norte de Bosnia, en la frontera con la recién fundada república de Croacia, en la parte que bañaba el mar Adriático… Los autobuses avanzaban lentamente por las calles desoladas. Dos BMR de las fuerzas de la paz nos escoltaban abriendo el convoy, detrás el resto de las tropas cerraba la comitiva. Los restos de los edificios derruidos cubrían la calzada desparramándose entre cascotes y hierros. Los coches estaban abandonados en las aceras, desvalijados e incluso algunos hollaban totalmente carbonizados por el fuego. Desperdigados por el asfalto numerosos cadáveres sembraban la ciudad, como si fueran meros maniquíes puestos al azar... El sonido de las hélices de los Black hawk americanos retumbaban en el cenit del cielo, a lo lejos se distinguían las detonaciones con sonidos abruptos… De pronto el convoy se detuvo al llegar a una avenida más estrecha. Mi familia y yo viajábamos en el primer autobús y desde las ventanillas pudimos presenciar el horror. Un escalofrío me recorrió el cuerpo… Vimos aterrados como los soldados se bajaban de los vehículos. Una muralla de cadáveres impedía el paso. Poco a poco fueron apartando los cuerpos y los depositaban en la acera, justo al lado de un semáforo. La mayoría eran hombres adultos, aunque también se encontraban entre los finados varios niños. Un soldado comprobaba la documentación de varios muertos, registrando entre sus ropas.

─¡Son bosniaks, musulmanes! ¡Ha sido una ejecución!−Le oímos decir  con la voz rota por el dolor.

Yo observaba en silencio, los nervios me atenazaban. Me estaba mordiendo las uñas sin darme cuenta… Hubo un instante que dos de los militares depositaron sobre el suelo el cuerpo de un niño, éste rodó por encima de los otros cadáveres y quedó de frente, justo debajo de mi ventanilla. Su rostro estaba cambiado, lívido, pero supe que era mi amigo, aún llevaba mi sudadera puesta. El balazo que le mató había destrozado el escudo y en su lugar una mancha carmesí manchaba el blanco inmaculado. Me entraron ganas de vomitar y tuve que agarrarme al asiento. Recordé las últimas palabras que nos dijimos, como una letanía que se repetía una y otra vez.

─¡Ve con Dios, Amin!

─¿No lo sabes, amigo?−Dijo volviéndose desde la puerta del hotel, mientras le miraba en un silencio absoluto, las bombas comenzaban a caer de nuevo−.¡Dios ha muerto!

 

Nota (1): “Tengo miedo de la claridad intensa del tiempo. Y de un presente que ya no es presente. Tengo miedo de pasar por un mundo que ya no es mi mundo”.

Versos de Mahnud Darwish, poeta y escritor palestino.

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