Como todas las mañanas, Platanito Sideral se levanta, se bebe un zumo de
naranja con mucha pulpa y se aventura a las frías calles de su ciudad. Tiene
los ojos legañosos, las manos bambolean por el viento y un hilillo de baba
amarilla brota copiosamente de su interior. Pero nada de eso importa, pues el
mejor trabajo del mundo le espera a escasos metros de su hogar. Disfruta de
cada tornillo que rechupetea, de cada trozo metálico que engulle y que expulsa
con una leve pátina de banana. Es, a su manera, feliz.
Llega a su trabajo y se dispone a tragar metal como si no hubiera un
mañana, cuando el teléfono de la oficina suena inesperadamente. «Debe de ser un
cliente satisfecho», piensa, inocentemente. Pero al otro lado del teléfono no
hay un cliente desconocido, sino la voz de Jimmy Roca. Jimmy nunca le ha
llamado antes, nunca habla con sus empleados. Y, cuando lo hace, es por un
asunto verdaderamente importante.
—Hey, Plata, ¿jau du yu
du?
—Fain, zenkiu. ¿Qué pasa, señor Roca?
—Nazin, nazin. Oye, mira, que necesitamos una persona de forma urgente e
inaplazable para el sector 7G, donde pegan a los niños con calcetines untados
en brea. Ya sé que haces un trabajo encomiable en tu sección, pero esto es una
verdadera necesidad. Serán un par de días, tranquilo. Ya te pagaremos un
maravedí más por lustro trabajado, en compensación.
—Yo, yo… —balbucea Platanito, como un imbécil.
—Gracias por tu inestimable colaboración, coleguita. Hatalué.
El señor Sideral se queda con el auricular pegado a su blandito cuerpo y
se marcha, derrotado, hacia el sector 7G. Está triste porque sabe que allí no
hay buena cobertura, y además hay un tal Homero que recita versos de la Odisea
a matacaballo.
Baja las escaleras y se adentra en el temido departamento, ante la atenta
mirada de los presentes. Limonada Tarada lo mira con deseo, se pasa la lengua
por los labios y su cara se transforma en la de El Fary súbitamente. Aquello es
como un vertedero de neumáticos viejos, pero sin ratas.
Las ratas no querrían quedarse en un lugar así.
Llega por fin ante la puerta de Homero, golpea suavemente con sus
nudillos y espera, hasta que una voz surge al otro lado.
—¿Eres tú Atenea, la de ojos glaucos?
—No, soy Platanito. Platanito Sideral.
—Ah. Pues pasa, hombre.
Platanito entra en el despacho y se maravilla al ver la colección de
condones que cuelgan de las paredes. Cientos y cientos de profilácticos, de
todos los colores y formas.
—Vaya —silba Platanito—. Son muchos condones. ¿Son todos suyos, señor?
—Calla y atiende, pavo.
Platanito calla y escucha. Homero le da una serie de directrices, le
indica lo que tiene que hacer. Se trata de meter unos datos en un Amstrad 1512,
a toda velocidad, y en un par de días volver a su puesto a chupar tornillos.
Puede ser divertido, después de todo.
Van al lugar convenido y Platanito intenta llevar a cabo su trabajo, pero
descubre —oh, sorpresa— que el ordenador solo admite disquetes de cinco y un
cuarto, y que lo de la nube y el pendrive le suena a peli de vaqueros zurdos.
Se ve obligado a comentárselo a Homero, a desvelarle la horrible realidad con
la que ha topado.
—Ya me lo dijo Eos, la de los dedos rosados, y Maiami me lo confirmó. Es
lo que tiene utilizar software del año dos mil diecisiete y hardware de mil
novecientos ochenta y cuatro… hala, vuelve a tu sitio y ya veremos cómo lo
arreglamos.
Platanito se encoge de hombros, recoge sus cosas y vuelve a su puesto de
trabajo, aliviado y sorprendido a partes iguales. «Pues ya podían mirar estas
cosas antes y no tenerme en danza, no te giba…»
El día se acaba y Platanito
vuelve a su mullidito hogar, a hacerse acupuntura con mondadientes doblados. Ya
más calmado, consigue conciliar el sueño y desprenderse de las ataduras del día
a día. Es, nuevamente, una banana en paz.
Pasa una jornada, y otra, y
otra más. Ya casi ni se acuerda de lo vivido la semana anterior. Pero entonces,
Jimmy Roca vuelve a importunarlo.
—¿Qué cáscaras pasa ahora,
Jimmy?
—Nazin, pero ya que lo
dices, ¿podrías bajar otra vez al sector 7G? Han debido de arreglar lo del
ordenador, así que en una semana lo habrás acabado sin problema. Vamos, digo
yo, que no tengo ni idea.
—Acabemos con esto de una
vez —murmura el señor Sideral.
Baja las escaleras y se mete
hasta la misma puerta de Homero, que repasa unas anotaciones de su diario.
Levanta la vista, ve a Platanito y sonríe, ufano.
—Amigos, gran trabajo ha
realizado Platanito con este viaje: ¡y decíamos que no lo llevaría a término!
Si es que eres terrible de matar, tronco.
—Tronco lo será tu padre,
cabrón.
—Vale, vamos al grano. Aún
no hemos arreglado el Amstrad, pero creo que en un par de días conseguiremos un
emulador del Metal Slug para echar unas partiditas y animar el ambiente, que
esto parece un velatorio.
—Pero Jimmy Roca me dijo
que…
—Ay, Plata, Plata, qué poco
conoces a Jimmy. ¿De verdad creíste alguna de las palabras con las que
intentaba seducirte?
La furia de Platanito va en
aumento, y Homero no ayuda a aplacar su ira homicida. Ya se dispone a marcharse
de nuevo, cuando el poeta detiene su marcha:
—Hombre, ya que estás…
aprovecha pa’ fregar, ¿no? Que además me ha dicho Jimmy que te quedas un mes
con nosotros…
Platanito estalla de furia y
comienza a aporrear el teclado del Amstrad, que tiene que valer una puta
fortuna, hasta que las piezas saltan en todas direcciones. Ojalá fuera la
cabeza de Jimmy Roca la que saltara en pedazos, piensa.
—Hala, arreglao’.
Homero boquea, aturdido, sin
saber qué narices le pasa a este chico. Lo mismo se ha comido un litro de salsa
Chovi y anda onfáier, o algo.
Platanito se arremanga la
piel amarilla, agarra una vara de avellano que encuentra por ahí tirada y la
coge como si fuera una ballesta.
—Ya terminó este inofensivo
certamen; ahora veré si acierto a otro blanco que no ha alcanzado ningún hombre
y Apolo me concede gloria.
—Oye, que el de los versos
soy yo.
Platanito tensa el arco con
una cuerda imaginaria y lanza una flecha invisible contra el cuello de Homero,
que cae fulminado al suelo.
—Me tenéis hasta los huevos,
copón.
Lanza sus flechas por
doquier, a diestra y siniestra, sin importarle lo más mínimo las vidas de sus
otrora compañeros y que ahora se han convertido en maleza que erradicar. Ellos,
se dice, han contribuido a que el vergel laboral en que vivía se haya
convertido en un lodazal infame. Su silencio es tan ignominioso como un millar
de plañideras locas.
Caen cinco, diez, quince; su
victoria es tan grande como el reguero de muerte que va quedando tras él. Solo
al ver la mirada quebrada de Limonada duda. Baja la mirada, tensa el pulido
arco y apunta contra la señora Tarada, con la esperanza de que las Keres hagan
nuevamente su trabajo.
Es, sin embargo, una flecha
diferente la que acaba incrustada en el corazón de Limonada. Es una flecha de
amor.
—¡Cáspita, pero si es Olivia
Niuton-Yon!
Una cohorte de tarados con
chupas de cuero aparecen de la nada. Platanito mira en derredor, completamente
acojonado. ¿Qué leches está pasando?
Suenan
los compases de We go together y el grupo de gilipollas corea Like rama lama
lama ka dinga da dinga song. El señor Sideral, cariacontecido, se lleva las
manos a la cabeza. Se siente mareado; no es para menos. Tira el arco al suelo y
la vista se le nubla. La ridiculez de la escena le ha provocado un coma
diabético de tres pares de pelotas y cae rendido al suelo, mientras Limonada
Tarada se agacha y le planta un ácido beso en sus labios babosos.
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