Muy señores mios:
Me dirijo a ustedes haber si fueran tan
amables y Pudiera ser y me pudieran enviar algunas tarjetas de llaves de
habitacióN, Les diré que soy coleccionista y me encantaria poder tener en
mi coleccióN algunas de este hotel, así como si tuvieran algun modelo distinto
mas antiguo O de otro hotel.
Muchas Gracias. Saludos JFL.
Y, a todo
esto, adjunta un sobre vacío con sello y su dirección escrita con una grafía algo
diferente a la de la misiva.
—¡Será posible escribir peor! —El grito de terror recorre inmisericorde
la entrada y la parte de la planta baja del edificio— ¿Y las tildes? ¿Haber? Dios mío… Y pensar que creía
haberlo visto todo.
La recepción del hotel aparece pobremente iluminada por dos lámparas de
luz amarillenta que cuelgan del techo. Algo desfasadas para la época, caen
sobre un mostrador de madera de roble decorado con motivos frutales y todo un
repertorio de seres marinos imaginarios, que reposa polvoriento bajo los codos
de la joven que cumple su turno de trabajo.
Atónita, contempla paralizada el pedazo de papel manuscrito que ha
llegado con el correo de la mañana. A ratos, sonríe como poseída; otras veces,
eleva la mirada hacia las telarañas del techo con la mano descansando en el
mentón. Hacía tiempo que no le ocurría nada inusual.
***
La mañana es fría, y JFL se dispone a calentar algo de agua para preparar
un té con limón. Leyó hace tiempo en la sección de trucos caseros del Pronto que es un remedio infalible
contra la grasa acumulada y el agotamiento. Hace días que no duerme pensando en
su siguiente trofeo, así es. Debe tranquilizarse y diseñar el plan lo mejor
posible para que no vuelva a ocurrirle lo de la última vez.
Sonríe al oír el silbido de la vieja tetera. Oh, su última conquista,
ese pobrecito ruso de la bufanda roja… No quiso facilitarle el trabajo y tuvo
que emplearse a fondo con él. Aquella minúscula habitación en una sucia
pensión, el olor a sopa quemada que ascendía desde la cocina, un hacha afilada…
—¡Basta ya! —grita en la soledad de su hogar—. No es momento para regocijarse
en el pasado —se reprocha con una voz más aguda de lo que cabría esperar—.
Céntrate en la muchacha y haz el favor de vestirte aunque sea para estar por
casa.
El hombrecillo se atusa el bigote con la mano izquierda y se dirige
pensativo al cuarto de baño, no sin detenerse antes en mitad del pasillo para
asomar la cabeza por la rendija de una habitación a oscuras. Enciende la luz y
contempla su obra de arte: varios paneles de sucio corcho blanco plagados de
llaves visten las paredes. Algunas son grandes y antiguas, otras más modernas,
de latón, hierro… A su izquierda, una
con un lazo rojo deshilachado, otra más allá manchada de tinta, la del famoso
hotel Pennsylvania, una diminuta y ennegrecida llave estilo alsaciano de
principios del XIX… Hay una que brilla por encima de todas al contacto con la
luz de la bombilla que se balancea en el techo, y luego está la de la
habitación número 333 de Kansas City. La favorita. Su época en Estados Unidos
fue más que fructuosa para la colección.
Sobre el escritorio también hay varias tarjetas de hotel ordenadas
alfabéticamente: Pensión Alcaraz, donde conoció a Luisa, amante fugaz; Hotel
Calígula, oh, divino palacete; Residencial Edelmiro, moderno y al mismo tiempo
decadente… Qué tiempos, piensa. Qué aventuras.
—Pronto tendrás la siguiente —susurra con voz melodiosa y femenina.
Asiente y se encierra en el cuarto de baño, donde canturrea un rato una
canción infantil hasta que queda silenciada por el agua que choca contra el
plato de ducha.
***
Las paredes
son de papel. Otra vez el señor Orestes se lamenta por no haber sido capaz de
parar a tiempo. Que si no ha sido culpa suya, que si las tijeras le decían que
continuara, que continuara… El trabajo bien finalizado es fundamental para
alguien como él. Para quién no. Aunque hay que reconocer que la peluquería es
un oficio complicado. La cuestión es quejarse. Como la señora Pamela, que jamás
queda satisfecha tras sus encuentros con jóvenes becarios a quienes incluir en
plantilla. Lleva meses entrevistando candidatos sin éxito.
—La cuestión
es quejarse —vocea la joven a medida que se desplaza por el largo pasillo con
el carro de servicio.
Es miércoles.
Los miércoles debe llevar el almuerzo a la 234. Un tipo arisco de nariz
aguileña le abre la puerta y, sin sonreír, asiente mientras se relame al oler
los huevos revueltos.
—Otro pirado —susurra
al volver hacia la recepción con el carro vacío.
La verdad es
que el hotel cuenta con más clientes habituales de lo que nunca hubiera
imaginado. Pensándolo bien, poca gente va de paso por esa carretera para
visitar… ¿El qué? Nada. Ni atractivos turísticos, tampoco zona de negocios… Pero
ahí está. Dominando el valle, el edificio de más de 150 habitaciones lleva casi
cien años dando servicio.
—Qué más da
el porqué. Al menos me pagan a fin de mes. —Y la chica da el último giro al
pasillo para adentrarse en la lúgubre cocina pensando en el aburrimiento que le
espera durante lo que queda de día.
Al menos
tiene un aliciente esa semana. Contestó la carta de JFL, el loco ese de las
llaves, y le dijo que sin ningún problema le regalaría una llave del hotel
siempre y cuando fuera personalmente a por ella. Aún no sabe por qué le escribió
eso. Supone que por salir de la rutina.
***
Es viernes y la luna llena brilla en el cielo raso. Las últimas ráfagas
de viento agitan los escasos mechones de pelo en la frente de un tipo
enjuto. Espera en la puerta de un edificio
que parece gobernar en la zona. El hombre mira hacia el cielo y piensa que todo
es muy cinematográfico, como a él le gusta vivir el día a día. Con juegos de
luces, claroscuros, las ramas de los árboles moviéndose al ritmo del viento y
esa lúgubre lucecilla de la recepción que le está invitando a entrar. Ha
quedado con la persona que tan amablemente le respondió por carta y le ofreció
ir personalmente a conocer el paraje y su historia. Sonríe mostrando los
pequeños dientes amarillentos.
—Esta vez, sí —tartamudea nervioso mientras se tapa la boca por si
alguien puede oírle.
Se dirige con su pequeño maletín de piel hacia la entrada avanzando
ceremoniosamente por los doce escalones que conducen a la puerta giratoria de
cristal. El chasquido hace que la figura que se adivina al fondo de la entrada
se incorpore frente a lo que parece un mostrador. Camina sigiloso, con tiento,
como si cada paso que da fuera a delatarle. No le supone gran esfuerzo entablar
conversación con la muchacha. Habla sobre el tiempo, el viaje, la majestuosidad
del edificio y el acierto del emplazamiento… Pan comido.
Lo siguiente es una visita breve por la planta baja desde la recepción
hasta el ascensor, que conserva las florituras de hierro forjado de la época.
La llave tintinea en el bolsillo de la recepcionista.
—¿1932? —pregunta el hombrecillo divertido.
—Eso tengo entendido, señor. Le parecerá muy lejano y quizá alguna de
las reformas que se han ejecutado con los años dé la impresión de que las
instalaciones son más modernas, pero lo cierto es que lleva mucho tiempo en
pie.
—¿Lejano? Ja, ja, ja —ríe él pausadamente—. Si supieras, niña, el
tiempo que…
—¡Oiga! No me llame niña. Qué se ha pensado…
—¡Niña! ¡Sí! ¡Niña! —interrumpe él sin miramientos—. ¡No sabes con
quién estás hablando! ¡No tienes ni idea de lo que aquí sucede!
Las extrañas facciones del hombre se transforman en brutales, asesinas.
Los ojos parecen salirse de las órbitas y, entre restos de saliva, grita en la
misma cara de la muchacha.
—¡Este no es un hotel cualquiera, mi niña, claro que no! No se
construyó en 1932 ni el patio interior fue mandado construir por el cacique que
gobernaba por entonces. Oh, no, no
tienes ni idea, preciosa niña. Subamos, subamos a las habitaciones. ¿No has
notado algo raro desde que trabajas aquí? ¿No te extraña que los inquilinos
sean más residentes fijos que temporales? Tu antecesor era más espabilado…
La joven traga saliva. Permanece clavada al suelo, atemorizada por el
cambio de humor del hombre que de forma tan amable se había presentado hacía
unos minutos y, tan graciosamente, había dejado su tarjeta de «Coleccionista»
sobre el mostrador. Se ha convertido en un brutal personaje con el que nunca
debió entablar conversación.
—No, no, no. No pretendo asustarte, pequeña —suaviza ahora con la voz
ligeramente afeminada—. Disculpa mi temperamento, por favor. Me cuesta
controlarlo cuando me emociono.
—¿Y qué es lo que le emociona, señor? Por favor, déjeme marchar. Quedan
apenas diez minutos para que termine mi turno. Reconozco mi ignorancia sobre el
hotel y el lugar y lo que usted quiera. ¡Por favor! ¡Volvamos abajo!—suplica
sin que sus peticiones tengan cabida en los pensamientos del hombre.
Llegan a la tercera planta, donde algunos de los inquilinos puede que
ya estén durmiendo. O quizá puedan salvarla. Entonces, grita pidiendo auxilio.
El hombre le propina un puñetazo en el estómago para que se calle, cuando aparece
de pronto por el otro extremo del pasillo un chico joven con la piel muy clara
y una bufanda roja. Observa la situación y saluda con una sonrisa al hombre del
maletín.
—Tú por aquí, Rodia. ¡Ja, ja, ja! ¿Cómo va, camarada? Mejor clima que
en Rusia, ¿cierto? —bromea el coleccionista.
El chico simplemente sonríe y atraviesa una de las paredes del pasillo
hasta desaparecer como un ánima. En ese mismo instante, se abren las puertas de
varias habitaciones y aparecen algunos de los inquilinos. El revuelo es
evidente. Alguien ha pedido auxilio. Se miran sorprendidos entre sí hasta
divisar a la recepcionista del hotel acompañada por aquel hombre. ¡Aquel
hombre! El primero en acercarse es un antiguo dirigente de la revolución
extremeña del 36.
—¡Hombre! ¡Tiempo ha desde que nos vimos la última vez! —grita a lo
lejos—. ¿Qué asuntos le traen aquí? Ya tuve suficiente cuando visitó mi
pensión. Me libré del fusilamiento pero usted vino a por mí, bribón. ¡Vaya si
me acuerdo!
—Y bien que vives ahora aquí —contesta
el hombre sin dejar de agarrar el brazo de la joven que parece a punto de
desvanecerse.
El vives resuena a broma, a chiste.
Quizá por eso todos ríen y van acercándose poco a poco. Entre ellos, el señor
Orestes, la extraña pareja que nunca sonríe, un tipo con traje de aviador, una
joven con sombrero y botas de cowboy… Hasta que aparece él. Su antecesor.
—¡Hey, tía! ¿Qué pasa? ¿Cómo va el curro? Aburrido, ¿eh? —pregunta con
una sonrisa en los labios a su compañera de trabajo.
—Ma… Ma… ¿Marcos? —pregunta ella con lágrimas en los ojos—. ¿Qué… Qué
haces aquí? Tú… Tú deberías estar…
—¿Muerto? —finaliza él la frase con una alegre carcajada.
Así es. Debería estarlo y lo está, tras el episodio violento que se
vivió en el pueblo hace unos meses, cuando un extraño acabó con su vida cuando
intentaba robar en su casa. Los demás inquilinos se unen a la fiesta y ríen al
igual que él, ante lo cual, más puertas se abren y más clientes acuden al
corredor para ver qué ocurre.
—¡Muertos! ¡Muertos! ¡Muertos! —comienzan a gritar al unísono—.
¡¡Muertos!! ¡¡Muertos!!
El ambiente es nauseabundo, todo le da vueltas, le estalla la cabeza y
no puede parar de gritar y mover los brazos nerviosamente, mientras el
coleccionista la agarra con fuerza por la cintura y susurra en su oído:
—Y tú serás la siguiente, niña, tú. Dame la llave,
dame una simple llave de este hotel para la colección y formarás parte de él
para siempre.
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