Esta
noche he tenido un sueño muy extraño y en algún momento debo haber sentido mucho
miedo, porque me he meado en la cama. Mientras pongo a lavar la ropa manchada intento
concentrarme en la pesadilla. Las imágenes llegan difusas, pero puedo rescatar
alguna. Me veo de pie, desnuda, frente
al espejo. Sé que soy yo, pero la imagen del reflejo no es la mía. Sin embargo
en ese momento no me importa o lo veo normal. Abro la cristalera de la ducha y
me introduzco con sumo cuidado. No sé el motivo pero me siento insegura,
vulnerable, como un recién nacido. Dejo correr el agua, profusa. Uno, dos,
tres, cuatro. Resoplo en el sueño. Gruño. Con una voz inusual. No tengo tiempo
de esperar a que salga el agua caliente. Debo preparar un pastel para llevar al
trabajo. En los hospitales es costumbre que cada día alguien lleve un pastel. De
higos, lo voy a llevar de higos. No sé por qué, pero me apetece mucho. Salivo.
Hincho
el pecho. Las imágenes nebulosas se marchan de momento. Vierto un chorro de suavizante
en el cajetín de la lavadora y decido que me apetece comer chocolate. Fuera hace
frío, aunque ya han florecido los almendros. Enciendo un pitillo y veo a la vecina
tender la ropa. No es fea, aunque no es mi tipo. Su marido siempre me mira cuando
salgo a tomar el sol. Él sí es feo. Lo veo entrecerrar los ojos intentando agrandar
mi imagen de algún modo, para degustarme más. Son acuosos. Cuando me mira así me
recuerda a cierto tipo de perros. Esos que tienen las orejas muy largas y la
mirada bobalicona. ¿Un pastel de higos? ¿En serio? Expulso el humo y observo a
la mujer que tiende. Su cara parece triste. No, triste no, más bien parece
baldía, desértica. Ella también me mira cuando salgo a tomar el sol, aunque lo
hace de modo huidizo. De frente le da vergüenza, pero sé que me espía tras los
visillos. Su avidez caníbal la delata, porque la siento como una quemazón en el
pecho, entre los muslos, en la boca, en la nuca. Sus ojos también son acuosos.
Enciendo
otro pitillo. Nunca me había meado en la cama. Ni cuando era niña. Ni siquiera
aquella noche en que, cambiando de postura, caí sobre la alfombra en medio de
una total oscuridad. Tenía tanto miedo a moverme que cerré muy fuerte los ojos
y desaparecí.
La
casa está helada, aunque sea marzo y los almendros ya hayan florecido. Observo
el paquete de cigarrillos: me quedan tres. En la cajetilla aparece la imagen de
un niño en brazos de su padre, que está fumando. Miro al pequeño. Tiene un
corte de pelo que me recuerda a algo. Parece un pelucón. No me acuerdo. Cuando
no me acuerdo de algo, la maquinaria de mi estómago se pone a funcionar y sé
que desembocará en una especie de vértigo que no se irá. Soy así. Cierro los
ojos. Vamos, nena, busca. Un niño pequeño que entra en una casa con un cuchillo
llamando a mamá. Mamá, mamá, soy yo, tu pequeño Cage. Vengo del cementerio a
joderte un poco. Sonrío, satisfecha, ahí está. No me extraña que tu padre te
eche el humo en la cara. No me extraña que quiera que te mueras.
Ella,
la mujer que tiende, cree que le sonrío a ella y me corresponde a su vez con
una suerte de mueca temblorosa. En sus ojos tímidos, que tanto se preocupa de
esconder, logro leer una amenaza o una promesa, depende de cómo se tome: «esta
noche me voy a meter en tu cama y te voy a hacer el amor con un hambre que no conoces, porque mi marido es feo, insulso y aburrido y cuando sus manos buscan mi coño parecen cocidas y flojas y no tienen ritmo ni sentido de la orientación. Su lengua no es mejor, créeme».
noche me voy a meter en tu cama y te voy a hacer el amor con un hambre que no conoces, porque mi marido es feo, insulso y aburrido y cuando sus manos buscan mi coño parecen cocidas y flojas y no tienen ritmo ni sentido de la orientación. Su lengua no es mejor, créeme».
Te
creo. Pero algo hizo que esta noche me meara de miedo y no puedo estar por ti,
nena. Tal vez un día de estos me desnude en la ventana para que puedas
masturbarte pensando en mí, en la lobreguez de tu cuarto rancio, mientras tu
marido te sopla el cuello con sus ronquidos moribundos y su aliento agrio a
estómago sucio, mientras miras la ventana buscando una senda que te lleve lejos
del ser gelatinoso que duerme a tu lado, ese que no calienta tu cama, ni tu
mente. Pero eso será otro día.
Gelatinoso.
La cara que vi en el espejo también lo era. No me pareció importante, porque en
los sueños las cosas extraordinarias son de lo más normal. Como aquella vez que
soñé que mi avión volaba entre las favelas, sorteando a las putas, girando en
calles de un metro de ancho, seguido por una turba de chiquillos descalzos y
renegridos con destornilladores en las manos, deseosos tal vez, de desmontar
las alas para venderlas como chatarra.
Aparco
el sueño. Es hora de tender la colada.
Hace
un día espléndido, azulado y luminoso. Ya casi es medio día y la tarde viene
con olor a madreselva y a jazmines; al fondo se ve un poco el mar calmado. De
pronto me gustaría tener una higuera en mitad de la terraza. Cargada de higos
maduros y dulces, chorreantes de azúcar. Los higos son manojitos de flores que forman
un fruto, lo dijeron ayer, en un documental. Respiro feliz cerrando los ojos.
Seguro que fue una tontería lo del sueño. O que entró aire helado. Oh, ahora
recuerdo que cuando apagué la luz comenzaba a llover un poco fuerte. A veces
sucede que soñamos con agua y se afloja la vejiga. No es frecuente, pero puede
suceder.
Oigo
descorrer la cristalera de tu casa. Eres tú, que vienes a recoger la ropa seca.
Me miras. ¿Por qué te has puesto tan pálida? De pronto algo verde cae sobre mis
pies desnudos. Es una sustancia densa, como un moco. Retrocedes espantada. No
entiendo por qué te tapas de ese modo la boca. Como si tuvieses miedo. Me apena.
Tal vez debiera acercarme a ver qué te ocurre. Miro la sustancia verde y sacudo
el pie con cierto asco y me avergüenzo de mi misma, porque a estas alturas y
trabajando en un hospital ya nada me debería producir repugnancia. Yo, tan
acostumbrada a las heces, a las blancas cancerígenas o a las alquitranadas por
sangre, al vómito verde y al rojo, al moco denso, a la pus volcánica, a la
sangre fresca, a la coagulada, al olor de la putrefacción que ya llega.
El
pajarillo ya se ha escondido tras los visillos. Te imagino tapando un lado del
televisor. Casi puedo ver a tu acuoso marido diciéndote que apartes tu culo
gordo, que no le dejas ver el partido. Me prefieres así. Para ti sola. Sin dar
nada a cambio. Pues bien mujer, a lo mejor ya ha llegado la hora de insuflar un
poco de vida a ese coño tuyo medio necrosado. La sustancia verdosa seguro que
vendrá de arriba, tal vez se haya cagado un pájaro enfermo, dicen que las
palomas están podridas por dentro. Sonrío al quitarme el vestido por la cabeza
porque te imagino sin aliento, tragando saliva. Intuyo tu mano deslizándose bajo
las castas bragas de color carne, acariciando el poblado cabello púbico, sin
adentrarte en los labios, para alargar el placer. No puedo resistir la
tentación y de forma disimulada te busco con la mirada. No eres mi tipo, pero
me provoca seducirte.
¡Eh!…
¿Qué es todo ese revuelo? ¿Qué ocurre? ¿Y qué demonios hace la policía en tu casa?
Tal vez se trata de una disputa doméstica que se ha transformado en paliza.
Pero es raro, no he oído gritos, ni lamentos, ni insultos, tampoco sillas caer,
ni jarrones estrellarse contra el cuadro de la suegra, o de la madre o del
padre. ¿Te habrá pegado por espiarme tras los visillos? Está celoso, seguro.
—¡Ahí
la tienen! Ya ven que no les he mentido.
¿Por
qué gritas despavorida?
—Ven,
Teresa —te aconseja tu marido—, y cierra la puerta, no vaya a ser que ese bicho
sea peligroso, que no sabemos de dónde viene. No tienes más que ver que allí
donde cayeron sus babas se ha deshecho el asfalto. Debe haber entrado volando por
la noche en casa de la vecina. Pobrecilla. ¡Era tan guapa! Ese gran insecto llegado
del espacio o de los mismísimos fondos de la tierra la habrá devorado.
Pero…
¿Qué demonios…? No entiendo nada.
—Señora
—te sugiere el policía más alto—, tal vez podríamos entretener al monstruo si
le lanzamos algo de comer. Así, mientras sorbe la vianda, nos dará opción a
echarle una red que tenemos en el coche patrulla, para tal menester. Manuel,
baja a por la red. Y usted señora, vaya a buscar algo a la nevera,
preferiblemente dulce. No sé, un pastel, por ejemplo, que es una vianda que no
puede desagradar a nadie, ni de aquí ni del mismísimo espacio exterior y ya
sabe el refrán: «se matan más moscas con miel…»
Observo
toda la escena, perpleja. Estoy siendo objeto de una broma, sin duda. Busco las
cámaras entre las macetas, entre los enanos de escayola. Nada. Pero estoy
segura que dentro de un segundo aparecerá alguien con un micrófono. Vuelves con
un pastel y dices que es de membrillo, que no tienes de otro tipo, que si da
igual, y se lo tiendes al policía:
—No
vaya a lanzarlo usted con el plato, señor agente, que es de bronce. Es que era
de mi abuela, que en paz descanse —le ruegas al hombre.
—Pero
mujer, ¿cómo lo voy a lanzar sin el plato? ¿No entiende que se deshará en el
aire? —exclama el policía mirando a tu marido, que se encoje de hombros. Los torpes
se entienden, ya lo ves.
El
objeto redondo que contiene el dulce se estrella contra mi cabeza ocasionándome
un gran dolor y haciéndome perder el equilibrio. En el suelo, me palpo para ver
si el golpe ha producido algún tipo de brecha y compruebo por la humedad que
sí. Si pudiera llegar a casa, allí tengo aguja e hilo de sutura. La sangre mana imparable y
encharca mis ojos. Los toco. ¿Cuándo se pusieron tan abombados?
—Mira
ese líquido verdoso que le sale de la cabeza, Teresa, creo que le hemos herido
de gravedad —dice tu marido señalándome con ese dedo suyo flácido. De pronto me
recuerda a Donald Sutherland en cierta película de vainas.
El
entorno se desvanece. Me siento muy débil. No tengo fuerzas y te busco. Te
grito que me ayudes o eso creo, pero lejos de soltarte del abrazo de tu marido
para socorrerme te tapas la boca para impedir el vómito. De pronto noto una
humedad entre las piernas.
Creo que he vuelto a mearme.
No hay comentarios:
Publicar un comentario