Estaciono el auto porque si no voy a chocar o
peor, a atropellar a alguien. Hace más de media hora que estoy en una discusión
encarnizada con un empleado desobediente e irrespetuoso. Sé que no debería
darle el lugar que le doy, pero es más fuerte que yo: esa necesidad de dar
explicaciones es más grande que el mundo y me pesa.
―La verdad que me doy cuenta de que la reunión fue al
pedo y que no entendés nada de nada…
Recuerdo la reunión. Le di la oportunidad a
cada uno de los empleados a que diga lo que pensaba o lo que consideraba
necesario decir para el buen funcionamiento de todo. Y sin embargo…nunca
alcanza. Trago saliva para no mandarlo a la concha de su madre y respondo con
la mayor tranquilidad que puedo.
―A ver Damián…vos no entendés. Soy tu jefa y necesito
que cumplas tu maldito trabajo. No sé cuál es el inconveniente…no te estoy
pidiendo nada raro…ni siquiera que te quedes después de hora…
―Me parece que voy a tener que dirigirme a tus
superiores. Porque seguís insistiendo con lo del horario… ¿Vos querés una
reunión ministerial?
Se hace un silencio. Intento deducir qué me
está diciendo. Lo entiendo pero no entra en mis neuronas. Con bronca le
pregunto:
―A ver si entiendo, vos ¿me estás amenazando?
La tensión crece. Las palabras salen
disparadas de uno y otro lado. No hay forma de frenar esto. Ya no. Es como una
bola de nieve que se agiganta a medida que avanza. Así estamos. Agigantados y
violentos. Él saca lo peor de mí. Es eso. Y no me gusta. Tengo ganas de
asesinarlo o mejor: de hacerle sufrir en la carne lo que me hace padecer. Clavarle
un enorme cuchillo en su abdomen y retorcerlo mientras grita de dolor. Sería
pagarle con una moneda equivalente al nerviosismo y la violencia con la que se
dirige a mí. Con lo que me hace padecer cotidianamente. Aunque quizás sería
mejor poner mis manos en su cuello, apretarlo fuerte y asfixiarlo. Esa sería
una gran solución porque además de matarlo, ya no escucharía su irritante voz. Pero
no puedo, de momento. Su malicioso discurso moralista y acusador continúa
sonando a través de mi teléfono celular y eso hace un poquito difícil mi misión
homicida. Aunque no imposible, me digo.
Si lo matara…. Sería una dulce venganza, pero
no dejaría de ser asesinato y no estoy preparada para ir a la cárcel…¿por qué
siquiera lo estoy pensando? Mi mente divaga cuando me estreso. Sus palabras
amenazantes siguen llegando a mis oídos, me aturde, y yo pienso en los pro y
los contras de un asesinato premeditado. ¡Basta!, me amonesto a mí misma. Él
sigue, recitando la lista con mis innumerables defectos, según si visión
sesgada y machista. Y lo peor es que el
cobarde no se atreve a decirme las cosas en la cara.
Miro el celular: cuarenta y siete minutos de
mala comunicación y una rayita de batería. La indignación crece, se hace
enorme. Quiero estrellar el aparato contra una pared, revolearlo a la calle
para que un camión lo pase por encima, pero me contengo porque la única que se
perjudica con eso soy yo. Además, no podría comparar otro.
Él sigue gritándome por teléfono. Su misoginia
es tan enorme como la lista de mis defectos o su propio ego. Le molesta que sea
su jefa y que le ponga los puntos. Es ingrato
conmigo y con sus compañeros. Su pensamiento es corto, chato…hay que estar en
contra del jefe, siempre. Es condición implícita para él.
Respiro hondo. Mi corazón está acelerado. Mis
manos tiemblan. Quiero llorar, pero no le voy a dar el gusto de que me escuche gimotear.
Trago el nudo de mi garganta y hablo. Le pregunto si quiere mi cargo, si quiere
ser jefe. Le repito más fuerte “¿Vos querés ser el jefe?”. Se hace un silencio.
Se asombra de mi pregunta, tartamudea brevemente y sigue vociferando, luego,
acerca de mis desvaríos y mis malos entendidos.
La discusión se eterniza como mi tiempo que se
estira. El viento se frena. ¡Basta!, grito y el mundo se paraliza de pronto y
yo…yo me meto dentro del celular.
Veo una luz violeta que sale del aparato y
corro por ahí. Mi cuerpo está liviano, ágil como jamás lo estuvo. Tomo la
velocidad de la luz, me estiro y me transformo en un fotón mágico,
unidireccional. La línea violeta se transforma en verde y ahora me deslizo
apenas rozándola. Soy una con la luz, con la energía. Recorro miles de
nanoquilómetros en una dirección. La única. Mi norte es el odio que siento en
este momento. Las ganas de triturar ese cuello, de dañar a ese tipo.
Sigo avanzando sin
descanso. A mi alrededor el mundo se dobla, se estira. Las palabras son
ralentizadas, pero reconozco esa voz. La misma que me torturó minutos antes. La
prepotencia se ve transformada por la distorsión del campo que me rodea. Pero
escucho. Los gritos siguen. La violencia se extiende como un cable maligno y
negro. Se transforma en una serpiente que me punza por los lados. Me picotea
para que desista, para que vuelva mis pasos y sea humana otra vez. No lo
permito. Mis ojos se transforman en láseres y la atacan. Apunto a su cabeza y
doy en el blanco. La serpiente explota y me baña de una pestilente brea negra.
No importa, soy luz, me digo y de pronto la putrefacción desaparece y yo sigo
mi camino.
Al final, allá a lo lejos,
hay un punto luminoso. Incandescente como una estrella en el firmamento
nocturno. Hay números y una enorme pantalla. Me recuerda una película, pero mi
mente está tan alterada que no logro recordar cual. No importa, ya queda menos,
me repito.
La serpiente revive y se
transforma en un enorme dragón. Sus ojos son de fuego y su boca lanza
llamaradas de lava incandescente. Me siento microscópica frente a semejante
monstruo, me siento igual que cuando él me grita por teléfono. Intento
esquivarlo pero se hace difícil. Acelero. Ya queda poco, me repito. Sin embargo
el dragón aplasta mi línea de color con su enorme cola y entonces mi cuerpo
sale expulsado. Me estrello contra la nada misma. Duele. Me levanto. Busco una
salida y solo veo la pantalla: Conexión de mala calidad, leo. Estoy atrapada.
Mi nudo en la garganta se acrecienta, me
envuelve, exprime mi alma y solo puedo llorar como una niña. No quiero hacerlo
pero es más fuerte que yo. Mis emociones me dominan, me paralizo. No puedo más
que dar vueltas sobre lo mismo, como un loop eterno y sentimental. Sé que si no
hago algo voy a quedar atrapada por siempre en ese lugar, en mi teléfono. O
peor, en el medio de una mala comunicación, por una peor empresa de telefonía
celular. Reacciono. Mi mano se transforma en una enorme espada al estilo Star
Wars y de un salto, parto en dos al dragón. Hay un silencio breve y mientras mi
cabeza descansa por un instante, corro nuevamente a la meta y me lanzo a través
de la pantalla luminosa.
Aparezco del otro lado y de inmediato tomo el
cuello del empleado insurgente. Aprieto con ganas mientras su rostro pasa del
rojo al blanco en uno segundos nomás. Le grito: “¡Callate ya, maldito gusano
podrido!” y lo dejo caer en la vereda, mientras la gente aplaude por mi valentía
o quizás porque gran parte de la humanidad lo desprecia. ¿Quién sabe?
No lo
mato, solo lo dejo aturdido. Le saco el celular y lo estrello contra una pared.
Me acerco a él y con odio le digo:
―Mañana, ocho de la mañana en punto, te espero en la
oficina, para resolver esto. Si no te gusta como son las cosas, presentá tu
renuncia.
Él abre un ojo, desorientado y aturdido, y me
mira con desprecio.
―¿Entendido? ―insisto para que
reaccione.
―Sí ―responde bajito sin
mirarme a los ojos.
Me doy
media vuelta y emprendo el camino de regreso. Son varios quilómetros, pero
bueno, servirán para calmarme.
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