Bobby
me mira fijamente con sus redondos ojos saltones, atento a mi siguiente
movimiento. Tiene los dientes inferiores salidos, el pelo rojizo mal cortado y
la nariz achatada como un boxeador. Su aspecto es terrible. Es el perro pekinés
más feo que he visto en mi vida.
—
¿No
lo puedes llevar tú, amor? —Hago un último intento por zafar el bulto—. Debo
tener un avance listo para llevarlo mañana. ¡Si al menos tuviese una semana
más!
—
Lo
siento, amor, yo tengo hoy final de temporada. Sólo tienes que darte un salto y
regresas a terminar de diseñar. ¿Te falta mucho?
—
Apenas
he hecho algunos bosquejos. Ninguno me convence. Para mañana difícilmente
tendré algo. Y lo del perro es en el Barrio Chino; ¿por qué tan lejos?
—
Pasó
un hombre por la tienda repartiendo volantes a la hora del almuerzo. Se supone
que son especialistas en perros pekineses. Y como hace días que Bobby está así,
que ni siquiera sabemos qué se tragó...
El
animal me mira a los ojos con su expresión estúpida. Acerco mi rostro y le
susurro:
—
¿Qué
diablos te tragaste, animal tarado?
—
¿Qué
dices, amor?
—
¡Nada,
amor nada! ¿No puede ser otro día?
—
Sólo
tenían cupo para hoy.
—
Pero
yo...
—
¡Por
favor, mi amor! —Sale del baño con el cabello mojado. Trae encima únicamente
una de mis camisas, la más corta, que le deja al descubierto esas maravillosas
piernas torneadas de voleibolista—. ¡Y te prometo que en la noche te daré tu
premio!
—
Yo...
lo llevaré en media hora.
***
Con
el perro en brazos paso bajo el arco rojo y dorado con tejas verdes. Por todas
partes hay dragones e ideogramas: en las columnas del arco, en las baldosas del
piso, en los techos de los quioscos. En estos pintorescos quioscos de madera
pintada de verde se ofrece de todo: incienso, hierbas curativas, gatos con pata
de péndulo, fichas de mahjong, cartomancia. Casi me animo a averiguar mi nombre
en chino y su significado. Un amigo mío lo hizo y resultó que se llamaba «el
mono enfermo que se masturba». Sospecho que algo tuvo que ver con que regateara
el precio. Pero igual prefiero permanecer en la inopia.
Detrás
de los quioscos se encuentran los comercios mayores, casi todos restaurantes y
bazares en el primer piso y galerías en los superiores. Me dirijo hacia uno de
ellos, el que corresponde con la dirección del veterinario que figura en el
volante. En la puerta entreabierta, que da a un oscuro corredor, un sujeto
gordo con trenza y delantal engulle un plato de fideos.
—
Buenas
—lo saludo—, ¿acá es la veterinaria?
El
gordo no deja de comer. Cambio la pregunta.
—
¿Habla
castellano, amigo?
Nada.
Lo único que asoma de la boca del tipo son los fideos mal engullidos. Estoy a
punto de darme la vuelta, cuando Bobby lanza uno de sus agudos ladridos. En el
acto, el sujeto deja de comer, se pone de pie y empieza a caminar por el
corredor. Me encojo de hombros y decido seguirlo.
Sobre
nuestras cabezas flotan, más que colgar, globos de papel rojo con ideogramas
negros en fondo amarillo. Cada uno tiene un ideograma diferente. Andamos un
largo trecho. No hay puertas a los lados, sólo las paredes lisas bañadas por el
resplandor tenue y cálido de los globos. No se oye el menor ruido tampoco. Sólo
están el silencio y la penumbra. Hasta que llegamos a una vieja puerta de
madera sin desbastar. Sobre ella hay algo parecido a un medallón circular de
bronce, que representa una pagoda. El gordo golpea la hoja de la puerta una
sola vez. Y se va. La puerta se abre.
Un
anciano diminuto, enfundado en un traje enterizo de color gris, asoma su rostro
arrugado como un pergamino. Las inescrutables hendiduras de sus ojos me miran a
través de las gruesas lunas de sus gafas redondas.
—
Buenas
tardes. —Me sale una voz aflautada. Carraspeo—. ¿El doctor Xiong Mao?
El
anciano se hace a un lado, permitiéndome pasar. Entro en una amplia habitación
octogonal de aproximadamente dos metros por lado, con un tragaluz en lo alto
que la ilumina profusamente. Es una habitación muy colorida. Cada una de sus
paredes está cubierta de imágenes en relieve pintadas con todas las gamas
imaginables. No hay un rincón de sus superficies que no esté cargado de color.
Ríos azules, prados verdes, soles rojos, lunas amarillas, cielos violáceos.
Flores, frutos, peces, aves. Arcos, puentes, pagodas. Todo lleno de color y
movimiento, como el interior de un descomunal caleidoscopio. Y en el centro,
dominándolo todo, se encuentra la voluminosa figura sentada en un taburete,
frente a mí. La observo extrañado. Me vuelvo a ver al anciano.
—
Busco
al doctor Xiong Mao —le explico, suponiendo que no me ha comprendido, y
repito—. Xiong Mao.
—
Xiong
Mao —me responde el anciano, señalando a la figura sedente. Yo volteo a verla
de nuevo.
El
doctor Xiong Mao no lleva puesta prenda alguna. La mayor parte de su
corpulencia consiste en el abdomen, enorme y blanco como la nieve. Pienso, con
incómoda perturbación, que ese abdomen ha de ser muy suave al tacto. Su cabeza,
igual de redonda y blanca que el vientre, la tiñen dos oscuras ojeras que le
otorgan una expresión triste. Mordisquea un tallo de bambú. Vuelvo al voltear
hacia el anciano.
—
¿Un
oso panda? ¿Ése es su «doctor Xiong Mao»? ¿Es una broma? Deme permiso, voy a
salir.
—
¿Por
qué siempre dicen que somos osos?
Volteo
lentamente. El doctor Xiong Mao resopla. Da otro mordisco al bambú.
—
¿Habla?
—pregunto, absurdamente.
—
¿Le
extraña que hable, sin más? ¿No debería extrañarle que hable en su lengua?
—
Yo...
Sí, claro. ¿Usted es el doctor Xiong Mao, entonces?
—
¿Siempre
es tan estúpido?
—
¿Cómo
dice?
—
¿No
se calla nunca?
—
¡Óigame...!
—
Es
un poco lerdo, pero yo respondo de él.
Bajo
la vista. Bobby mira al doctor Xiong Mao.
—
¿Da
su palabra por él, Maestro Gôu? —pregunta éste, sin dejar de mordisquear el
bambú.
—
La
doy, doctor Xiong Mao—responde Bobby.
—
Bien,
Maestro. Entonces tiene una semana más.
—
Le
agradezco, doctor.
—
Todo
por usted, Maestro. Sólo una cosa más, si me lo permite.
—
Diga,
doctor.
—
Color.
Quiero ver mucho color en sus diseños.
—
Así
será, doctor.
El
doctor hace una venia. El anciano se acerca y me muestra la salida. Yo,
atónito, salgo la de la habitación. Como hipnotizado, recorro el pasadizo y
llego a la puerta que da a la calle. El gordo de la trenza está nuevamente ahí,
engullendo fideos de ese plato al parecer inacabable. Antes de poner un pie
afuera, levanto a Bobby hasta colocarlo a la altura de mi cara.
—
¿Tú....
hablas? —le pregunto.
Pero
el animal se limita a mirarme con la lengua afuera.
—
¿Maestro...Gôu?
Podría
jurar que sonríe, divertido.
***
Me
siento muy confiado. Con este plazo extra, he podido armar tres propuestas
diferentes, y todas me gustan. Estoy seguro de que lograré convencerlos.
Observo a mi alrededor la elegante sala de espera. Es seguro que ganaré buen
dinero aquí. No podía ser mejor. La guapa secretaria cuelga el teléfono y me
sonríe.
—
En
cinco minutos lo atenderán, arquitecto.
—
Gracias,
señorita. ¿Sabe con quién será la reunión?
—
Con
el presidente del directorio, el doctor Xiong Mao.
Pasada
una semana de la visita al Barrio Chino, he terminado por convencerme de que
todo ha sido una alucinación. He vuelto al lugar y no encontrado la dirección,
ni la puerta ni al sujeto comiendo fideos. Al perro lo llevé a otro veterinario
y éste me dijo que todo estaba bien, no había nada raro en el animal. No ha
vuelto a hablar, claro, si alguna vez lo hizo. Ni siquiera he encontrado el
volante del doctor Xiong Mao. Y mi media naranja no recuerda el nombre ni el
número al que llamó. Y, sin embargo, ahí está de nuevo ese nombre.
—
Disculpe,
señorita. —Trago saliva—. ¿Cómo es el doctor Xiong Mao?
—
¿De
carácter, quiere decir?
—
No,
físicamente.
—
Bueno,
le diré —la muchacha baja la voz y aproxima la cabeza, cómplice—. Es bastante
gordo. Es lo que más llama la atención de él. Por lo demás... pues creo que
tiene que verlo con sus propios ojos.
—
Entiendo.
—
Lo
que sí le digo es que espero que sus diseños sean muy sobrios.
—
¿Y
eso por qué?
—
Porque
es muy formal: siempre va de blanco y negro —me explica, muy seria—. Por eso le
digo que no creo que le guste mucho el color. A la gente que va siempre de
blanco y negro no creo que le guste el color.
—
Pues
le diré —le respondo—. Algo me dice que
es todo lo contrario.
El
teléfono suena. La muchacha contesta.
—
Puede
usted pasar —me indica, tras colgar—. Es esa puerta abierta. Luego, siga por el
corredor hasta el final. Suerte.
—
Gracias.
Me
pongo de pie. Me dirijo a la puerta indicada. Junto a ella está sentado un
sujeto. Es un tipo gordo con trenza, que engulle un vaso de fideos
instantáneos. Lleva puesta al cuello una servilleta para no manchar el traje.
«El de seguridad», me digo.
—
Buenas
tardes —saludo. Pero no me responde—. ¿Usted habla...? Olvídelo.
Sigo
de frente por el corredor. Las paredes lisas están iluminadas por el tenue
resplandor de las luces LED en tonos rojos con toques amarillos. Llego a una
puerta de madera contraplacada que ostenta el logo de la empresa: la silueta
estilizada de una pagoda encerrada en un círculo. Llamo. La puerta se abre.
Asoma un anciano diminuto de traje gris y corbata, con gruesas gafas redondas.
Suspiro.
—
¿El
doctor Xiong Mao? —pregunto.
El
anciano se hace a un lado. Paso al interior. La sala de juntas es una amplia
habitación octogonal, llena de luz y color, mucho color.
Y
en el centro...
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