Había algo que le incomodaba. No sabía con exactitud lo que era, pero no podía dormir. Dio vueltas acostada en la cama. Liberó un pie de las cobijas pensado que era calor. No funcionó. Se desarropó totalmente y a los pocos segundos sintió frío y de nuevo se abrigó. Pensó que tal vez eran las sábanas de 500 hilos de algodón egipcio que ya no la hacían sentir la comodidad de los faraones; o el edredón de plumas –al que prefería llamar duvet, porque al usar la palabra edredón perdía su distinción del resto de ropa de cama ordinaria– cuyos cálamos a veces trascendían la tela como agujas a la piel. Lo mismo pasaba con sus almohadas, pues su relleno también era de plumas. O tal vez era la ausencia lo que le perturbaba el sueño. Llevaba un mes y cuatro días durmiendo sola, sin su esposo. Sí, todavía era su esposo, aunque ya no vivieran juntos, aunque durmiera en otra cama, con otra mujer.
Hace
un mes y cuatro días él le informó que ya no la amaba, que había conocido a una
artista plástica de la cuál se había enamorado perdidamente y que se iría a
vivir con ella. Al terminar de hablar el frío del silencio congeló la escena.
Parecía que el tiempo no pasaba, habían transcurrido horas sin decir nada,
hasta que ella, la futura exesposa, hizo las preguntas equivocadas.
Él
con total honestidad, sin importar si a ella le dolía o no –porque por algo se
atrevió a preguntar– le respondió. Le contó todo sobre la intrusa, cómo se
conocieron, su edad, su profesión, sus pasatiempos y de cómo disfrutan la
compañía del otro. Por parte de ella hubo más lágrimas que palabras. Sonó su
teléfono y atendió la llamada de la susodicha, le hablaba con cariño, como le
hablaba a ella cuando eran novios; hace muchos años dejó de hablarle así. Una
vez colgó, le dijo que en unas semanas hablarían de las cosas legales y
materiales, y se marchó. Ella se quedó toda esa noche sentada en la cama, la
misma cama que no le permite conciliar el sueño.
Le
dio vuelta a la almohada, pero el malestar seguía. La cambió por la que él
usaba. Casi de inmediato se arrepintió y la dejó de nuevo en su lugar. Dedujo que tal vez eran sus pensamientos los
que no la dejaban dormir. Después se retractó, pues desde hace cuatro días no pensaba
en la mujer de su esposo. Cuando se acabó su matrimonio su mente la ponía constantemente
en comparación a ella y recordaba cuánto soñaba con ser artista. En sus días de
estudiante en la escuela de artes le apasionaba dibujar y pintar. La
ilustración artística de la botánica era su fuerte, todos admiraban sus trazos
y su talento para dibujar hojas, plantas, árboles, flores, etc. Eso fue lo que
hizo que él, un cineasta con un futuro prometedor, se interesara en ella. Se
enamoraron rápidamente, pues las mentes creativas suelen entregarse sin la
menor cautela al arte del amor. Cuando él grabó su primera película, añadió un
poco de su trabajo en la escenografía, fue su manera de apoyarla. La película
tuvo mucho éxito, como era de esperarse, pero nadie se fijó en los cuadros de
plantas. Se casaron y a medida que la carrera de su esposo ascendía, su pasión
fue menguando. Él le decía cuánto disfrutaba que se involucrara en su mundo y
que lo acompañara en sus procesos creativos, y así, poco a poco ella se fue
dejando a un lado. De vez en cuando retomaba el lápiz y el pincel, y cuando
pedía la opinión de su compañero él le decía que ya no había arte en su obra,
que no eran más que unos dibujos bonitos. Escuchó varias veces comentarios
similares, hasta que la ilustración artística de la botánica pasó a ser solo botánica,
la del jardín de la casa. Reemplazo las pinturas y los carboncillos por materas
y abono. Se dedicó a embellecer su hogar con las flores que nacían de sus
propias plantas. Aprendió todo de ellas, sus clasificaciones, su composición
química, los usos que podría darles.
Remedios caseros, baños relajantes, especias para la comida, aromas para
los espacios, incluso parte de la escenografía de las producciones de su
esposo; las plantas eran las protagonistas de su día a día. Siempre quiso ser
artista y el no haberse convertido en una la frustraba. En su jardín encontró
consuelo hasta que su esposo la cambió por una mujer que era todo lo que ella
quería ser.
La
sensación de fracaso la inundaba, se preguntaba cómo iba a pagar las cuentas,
cómo iba a mantener su estilo de vida, cómo iba a seguir recostando su cabeza
en almohadas de plumas. Si fuera una artista reconocida, una mujer
económicamente independiente, como lo era la otra mujer, no tendría esa clase
de problemas. De hecho, su esposo aún la amaría y seguirían tan enamorados como
cuando eran novios, como lo deben estar ahora él y su otra mujer.
Se
acomodó en posición fetal y cuando creía que por fin iba a conciliar el sueño,
empezó a sentir un cálamo arañando su pie. Sacudió sus piernas como pataleando
en el agua y apretó la almohada contra su cara. Pensó que con eso bastaría,
pero cuando se detuvo comenzó a sentir los cálamos más afilados, ahora contra
su vientre, sus brazos y su rostro.
Hace
cuatro días él la visitó mientras trabajaba en el invernadero que había construido
en una parte del jardín trasero de la casa. Luego de halagar sus flores dijo
que aún no había podido hablar con los abogados, pero que lo más probable era
que le recomendaran vender la casa. Ella calló. Otro cálamo más que la punzaba.
No planeaba explicarle el porqué vender la casa era una bajeza. No se iba a
desgastar diciéndole que le había dado sus años, su talento, casi su ser
completo para hacerlo feliz, y que lo mínimo que él podía retribuir era dejarla
vivir en su casa tranquila. Él le dijo que pasaría de nuevo en unos días para
hablar de eso con ella antes de arreglar con los abogados todo lo relacionado
con el divorcio.
Ya
no se sentían como cálamos, parecían miles de escorpiones clavando sus
aguijones por todo su cuerpo. Maldecía el día en que decidió comprar productos
rellenos de plumas para dormir. Solo el sonido del teléfono interrumpió la
tortura. Fingió sorpresa al escuchar que su futuro exesposo había muerto de un ataque
cardiaco que sufrió hace unas horas. Con su mejor actuación convenció entre
lágrimas a su suegra de que no podía creer lo que había sucedido, si esta tarde
habían almorzado juntos y arreglado su divorcio en términos amistosos. La madre
del difunto le confirmó que como aún estaban casados, todo le pertenecía a ella.
Sin chistar la interrumpió para decirle que no era el momento de hablar de eso,
que se encontraba muy afectada. Confirmó su asistencia a las exequias y entre
lamentos dio su más sentido pésame.
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