Llovía.
Las hojas vacilaban bajo las tristes gotas otoñales, que las golpeaban con la
indiferencia propia de los fenómenos atmosféricos. En el condado de
Gronjemsville. aquel apartado rincón de la vertiente oeste de los Apalaches,
apenas pasaba nunca nada. Era el año 1732 y la zona apenas había sido poblada
por la raza blanca. Los pueblos eran míseros. Y estaban sujetos a la voluntad y
normas de Dios. O al menos a las de los clérigos locales, siempre iluminados
por la gracia del Señor, según aseveraban con frecuencia ellos mismos.
David
Chemsey estaba sentado al lado de la única ventana de su mísera cabaña.
Contemplaba la lluvia fumando en su pipa mientras despiojaba los escasos
cabellos que restaban en su cráneo lleno de ronchas . Cavilaba, o intentaba cavilar,
sobre el extraño sueño que había tenido durante la noche. Recordaba torpemente
verse a sí mismo en el mismo atado a una silla, de hecho la única y vetusta
silla que tenía en la estancia. No podía moverse pero no se preocupaba, con esa
extraña aceptación de los hechos atroces con la que afrontamos el mundo
onírico. Estaba frente a la ventana mientras veía llover fuera, en una posición
muy parecida a la que actualmente tenía. Oyó entonces en el sueño un extraño
siseo. Una serpiente de un extraño color rojo sangre se deslizaba por el piso
de tierra apisonada, dirigiéndose morosamente hacia él. La serpiente le había trepado el cuerpo
enroscándose en su pierna derecha y subiendo luego por su regazo, hasta que se
había colocado enfrente de él, apuntando su cabeza hacia su rostro,
preparándose para violar su intimidad corporal a través de su boca. Había
despertado entonces sudoroso y aterrorizado. El resto de la mañana había
logrado recuperarse poco a poco del terror pánico con el que había iniciado la
jornada. Con el comienzo de la lluvia se había animado a intentar sacar alguna
conclusión de la pesadilla. Sin éxito hasta el momento.
Sintió
un fuerte retumbar. No se alteró, estaba acostumbrado a la forma en que aquel
angosto y aislado valle actuaba de caja resonancia de los truenos. Justo en ese
momento vio pasar por delante de su desvencijada cabaña lo que se podría
describir como un extraño cuadro. Una muchacha enfundada en un harapiento
vestido atravesaba la cercana senda mientras tiraba de una parihuela hecha de
cañas, donde transportaba lo que posiblemente eran su únicas pertenencias, un
pequeño taburete, un saco de ropa sucia y un atado con alimentos. La lluvia la
calaba desde la punta de su cabeza hasta los pies, y el caminar por aquel
enlodado camino la había teñido de un color mortecino. La muchacha no se inmutó
por el retumbar del rayo, aunque un segundo después resbalaba y quedaba por
unos instantes postrada de rodillas. Se levantó de inmediato pero eso bastó
para que David Chemsey pudiera
distinguir en su rodilla izquierda una extraña cicatriz de color rojo intenso.
Tenía la forma de una serpiente. La serpiente de sueño.
No
dudó un instante. Se abalanzó fuera de la cabaña y se postró delante de la
muchacha. Le pidió matrimonio allí mismo, bajo la lluvia con la cara inundada
de agua y barro. Laura Prescott, que así se llamaba la muchacha, se sorprendió
un poco ante el acto intempestivo de aquel hombre contrahecho y enjuto,
arrodilladlo ante ella con expresión entre suplicante y temerosa. Tras mirarle a los ojos unos segundos,
asintió con dulzura. Había visto ignorancia, miedo y simplicidad en ellos. Pero
no había visto maldad alguna. Y a pesar de su juventud, ella era experta en ese
tema.
El
clérigo de Gronjemsville, por aquel entonces el padre Benjamín Delano, accedió
a celebrar la ceremonia no sin antes imponer como condición la realización de
un exorcismo a la muchacha, que desde el primer momento le generó una fuerte
desconfianza, tanto por su juventud como por ser extraña en aquellos lares.
David Chemsey y su prometida aceptaron. El exorcismo duró dos días y
como consecuencia de la resistencia que según el clérigo opusieron los
numerosos demonios que habitaban en la muchacha, ésta quedó coja del pie
derecho y con la mano izquierda inútil de por vida, además de cubrirse de
moratones y heridas por toda su piel. Pero con el alma purificada como si
acabara de llegar a este mundo. El clérigo salió exultante y descansado de tan
gloriosa experiencia. El matrimonio tuvo lugar a los cuatro días en el cobertizo
de los Chemsey, sin más invitados ni testigos que un buey, cuatro gallinas y
una cabra, el exiguo patrimonio de la pareja en aquel mundo recóndito.
La
convivencia entre los dos extraños fue
desde el primer momento placentera. Esperaban poco de su paso por este mundo, y
sorpresivamente habían encontrado, si no amor a primera vista, sí respeto y
ternura. Diez meses después el destino concedió al matrimonio Chemsey la gracia
de una hija. Fue bautizada inmediatamente como Laura Chemsey y el padre Delano mantuvo
su gruesa cabeza dos minutos bajo el agua para asegurarse de que el pecado
original, fuera totalmente borrado. La criatura emergió con el rostro amoratado
y casi muerta por ahogamiento, pero con la esperanza en el alma de los allí
presentes de que no albergara rastro del mal de Adán y Eva.
Sin
embargo desde su infancia Laura Chemsey mostró señales que hicieron pensar al
padre Delano que había fracasado en su intento. Con tan sólo tres años los
granjeros del condado siempre pedían a David Chemsey que su hija estuviera
presente en los partos de sus vacas y caballos. Habían comprobado que con ella
presente el parto nunca daba problemas.
La
muchacha fue creciendo como una salvaje en la hectárea que David Chemsey poseía
y en la que cultivaba sorgo y maíz. Sin formación cristiana, y vestida con unos
harapos que apenas tapaban sus vergüenzas, con quince años ya pasaba largos
tiempos en lo más profundo del bosque cercano de Chiliqutayoc, lugar ominoso en
el que no mucho tiempo atrás los indios realizaran sacrificios humanos. El
padre Delano ya contaba por entonces con tal edad que no le permitía atender la
totalidad de sus múltiples compromisos parroquiales. Si bien contaba con un
diácono como ayuda para sus quehaceres diarios, éste no era más que un muchacho
de diecisiete años llamado Joseph Zimmer que no tenía ni la dignidad
eclesiástica ni la templanza personal para aliviar de sus tareas lo suficiente
al buen pastor. La muchacha mientras tanto iba extendiendo su fama entre los
granjeros de la zona. Para ello contaba con la inestimable ayuda de su madre,
que recibía en su casa a tullidos y pobres de espíritu a los que administraba
distintas pociones elaboradas, según algunos murmuraban, a espaldas de lo
establecido por la Palabra de Dios.
El
2 de junio de 1747 y según dejó constancia en su diario, el Padre Delano y su
diácono cabalgaban por la ruta del oeste camino de la alquería de Sam
Wellington, con la intención de bendecir el nuevo establo que acababa de
construir. La ruta todavía hoy transcurre junto a un prado que por entonces era
propiedad de Bill Wooder. Mientras transitaban ese tramo pudieron observar a
Laura Chemsey hablando con Bill. Luego vieron cómo la muchacha se acercaba al
cercado anexo a la casa y pronunciaba una palabras al oído del caballo de Bill,
que tumbado y jadeante parecía que esperara su último destino. De repente el
caballo se incorporó con brío. Entonces Laura Chemsey le acercó a la boca algo
que no pudieron distinguir, y a continuación le agarró la cabeza con las dos
manos y juntó su frente a la de la bestia. Tras un minuto en dicha posición, el
caballo se tranquilizó, y cuando Laura le soltó comenzó a trotar pausadamente
por el cercado, al parecer ya recuperado de sus males.
El
padre Delano no necesitaba más pruebas de la relación demoníaca de ese ser con
las bestias de rango inferior, y decidió actuar de inmediato, aun en contra de
cierta oposición que le mostrara su joven diácono, engañado tal vez por la
sorprendente curación equina.
Esa
misma noche el padre Delano acudió a casa de los Chemsey acompañados del
alguacil para llevarse a la muchacha. Sus padres no opusieron resistencia
aunque según lo redactado por el propio padre Delano en su diario quedaron
visiblemente afectados por la situación. Tampoco Laura Chemsey opuso resistencia,
según testimoniaría más tarde el alguacil en su libro de hechos punidos.
La
joven fue encerrada durante tres semanas en el templo parroquial, en la zona
reservada como dependencias personales del párroco. Durante dos semanas el
padre Delano y su diácono Zimmer se dedicaron en cuerpo y alma a la liberación
de su alma torturada. Como el padre Delano no tenía experiencia en el sacro
arte del exorcismo, recurrió sabiamente al Manual para el aniquilamiento de
demonios y liberación de embrujos
escrito 108 años antes por el santo padre Edmund Franklin, que fuera por
dos siglos el manual de referencia para todos los párrocos de Nueva Inglaterra.
Este
manual prescribe para los exorcismos una serie de técnicas: Tensamiento de
articulaciones hasta el límite del descoyuntamiento; Latigazos con vara de
cuero bolas de metal; Marcado con cobre
al rojo vivo en pecho y espalda; y en los casos más complicados los enemas con
una solución de polvo de ortigas y mandrágora para matar a los demonios.
Si
bien no sabemos exactamente qué tipo de artes fueron aplicadas sobre el cuerpo
de Laura Chemsey, sí es fácil adivinar que movidos por su deseo de salvarla le
fueron aplicados la mayoría de los remedios señalados en el citado manual.
Aldeanos que pasaron junto al templo testimoniaron más tarde haber oído gritos
desgarradores semejantes a los de los caballos cuando son sacrificados.
A
la tercera semana, sin embargo, acontecimientos extraños comenzaron a
producirse en el condado, sin duda relacionados con la lucha desigual que se producía
en el templo. Toda la vegetación que lo rodeaba comenzó a angostarse en un
radio de media milla a la redonda, hasta que finalmente murió. Los coyotes
empezaron a aullar desaforadamente por las noches. Los animales domésticos de
todos los corrales se mostraron extrañamente inquietos, produciéndose la muerte
repentina de varios de ellos durante la noche.
Fue
en esta semana cuando se produjo un inesperado hecho. El día 15 del exorcismo,
el padre Delano tuvo un extraño sueño. Lo relata él mismo en su diario. Cuenta
cómo en el mismo se encontraba en las mismas dependencias donde estaban
realizando el exorcismo. Junto a él, el diácono Zimmer. Pero delante de ellos
no estaba Laura Chemsey atada con alambre a una cama, como en el mundo real,
sino sumergida en una lujosa bañera de alabastro beige. Desnuda y sujetando un
espejo en la mano con el que contemplaba su rostro. Mientras que del agua
surgía otro brazo, negro y peludo, que le acariciaba un pecho, blanco como la
nieve. El padre Delano levantó en el sueño la cruz que tenía en la mano, pero
la muchacha no reaccionó. sólo sonrió levemente e inclinó la cabeza en
dirección a la ventana. El sacerdote se
acercó a la misma, para contemplar en el suelo tres metros más abajo (de
repente se encontraban en un primer piso). Una figura parecida a un
espantapájaros le observaba con su rostro de trapo. En su cara de tela se
empezó a insinuar, atrozmente, una sonrisa . El diácono permanecía mientras
tanto impasible, “como hipnotizado” escribe el padre Delano. En ese momento el
sacerdote despertó entre convulsiones, y
fue corriendo al cuarto donde mantenían atada a la poseída. Llegado a la
habitación, comprobó con horror que la cama estaba vacía, con los alambres
rotos y ensangrentados. Fue corriendo entonces a buscar al diácono Zimmer, pero
sólo encontró su catre vacío y una nota en la tosca caja de madera que le hacía
de mesilla. Esa nota fue guardada cuidadosamente en su diario por el padre,
gracias a lo cual sabemos su contenido:
...
Mi
muy respetado padre Delano. Que Dios le bendiga. Mi pobre alma quizás estuviera condenada al
infierno desde que nació. Respeto y respetaré las leyes de la santísima
Iglesia, así como sus venerables enseñanzas. En el seminario de Charleston me
enseñaron que el amor de los unos por los otros es el primero de los
mandamientos. Pero no he visto nada de ello en lo que estamos haciendo a esta
pobre criatura. Durante dos semanas he soportado a su lado ver cómo le
destrozaba el cuerpo en búsqueda de un supuesto demonio respecto al cual yo no
he podido encontrar evidencia alguna No hay escupitajos negros, ni espuma en la
boca, ni convulsiones, ni frases que denoten un conocimiento de hechos
personales de nosotros sus exorcistas.
Tan sólo he visto una pobre chica torturada hasta el filo de la muerte.
No
dudo de su buena voluntad, pero creo que estamos haciendo algo equivocado, algo
que no respeta las leyes de la Santísima Trinidad.
Yo
soy muy ignorante, pero desde antes de entrar en el seminario me juré hacer
siempre aquello que me dicte el corazón.
Por eso me he llevado a Laura. He tomado su carromato y su caballo,
padre, y hemos tomado la ruta de Chattanooga. Sé que por esa ruta ninguno de
los lugareños ni el alguacil se atreverán a perseguirnos Si Dios tienen a bien
perdonarnos, lo cruzaremos vivos y tal vez haya un mañana para nosotros. Si
somos pecadores que no merecemos el perdón, a buen seguro que las alimañas
disfrutarán con nuestros restos en pocos días, y se habrá hecho justicia.
Que
usted, y Dios, me perdonen.
Joseph
Zimmer
Parece
ser que el padre Delano reaccionó con calma al leer esta misiva. La ruta de
Chattanooga atravesaba desfiladeros y riscos infestados de alimañas salvajes.
Si el pobre diácono había caído bajo el embrujo de ese maldito demonio, la
muerte de ambos era segura, y además un final que le ahorraría esfuerzos
adicionales que sin duda le minarían sus ya escasas fuerzas morales y físicas.
Esa
misma tarde llamó al alguacil de la villa y a algunos lugareños fieles, y se
dirigieron a la granja de David Chemsey y Laura Prescott. Les sacaron a golpes de la misma y la
incendiaron hasta que no quedó más que una casa carbonizada. Espantaron a los
animales del granero. Luego desnudaron a ambos y procedieron a colgarlos de una
encina cercana. Dice el libro de hechos punidos del alguacil que ambos
mantuvieron la calma, y que incluso se despidieron uno del otro con ternura.
Aquella
noche el padre Delano se acostó con el alma confortada. Cayó pronto en el
sueño. Una hora más tarde se despertaba inquieto. Salió al patio, con una extraña
angustia en el cuerpo. Anduvo como sonámbulo unos metros, mientras arrastraba
los flecos de su camisón por el terreno embarrado. Oyó entonces un extraño
rumor. Era una respiración gutural, como de una alimaña. Se dio la vuelta
despacio y contempló una figura extraña sentada a pocos metros. Le recordó el
espantapájaros con el que soñara un día antes.
A
la mañana siguiente los lugareños encontraron el cuerpo descoyuntado y
ensangrentado del padre Benjamin Delano.
No
se sorprendieron demasiado. Era un mundo peligroso y duro, en el que la gracia
de Dios siempre estaba presta a abandonarte.
FIN
Escrito por Senderista gris
Consigna: Escribe un relato basándote en las tres imágenes adjuntas.
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