jueves, 9 de junio de 2022

La totora

   Ofelia había desaparecido. La buscaron arduamente, incluso con la policía, pero fue inútil, ella no apareció. Su única nieta, Mariela, se obsesionó mucho con la idea de encontrarla, pues amaba y admiraba a aquella pulcra mujer que solía dejar una estela de aromas lavanda a su paso. La mujer era alta, hermosa, de cabello rubio platinado, siempre peinado prolijamente con un rodete. Llevaba los labios pintados de rojo y solía lucir su habitual vestido verde; todas cosas que marcaban su estilo tan particular.

Tras la desaparición sobrevinieron noches de desvelados sueños, entonces, Mariela sintió que debía ir al viejo departamento de su abuela, aunque ello le resultase doloroso.

La muchacha recordaba el lugar como lo había encontrado la última vez: la cocina siempre impecable, el comedor con su habitual mantel tejido a mano, los libros ordenados obsesivamente por color en cada estante de la biblioteca, las fotos de sus viajes alineadas sobre el bahiut, dispuestas, claro, por orden temporal, y los adornos atrapasueños colgados en la puerta de su dormitorio, tejidos estrictamente siguiendo el orden de los colores del arcoíris.

Se sacó los zapatos como pudo, los dejó en la entrada de la cocina, junto con el impermeable y la cartera rosa. Decidió pasar al cuarto, tratando de no manchar el piso. Entrar en aquella habitación era traspasar un portal. Allí había una única protagonista, compañera inseparable de la abuela: la totora. Decenas de ovillos de distintos colores llenaban el baúl que estaba junto a la cama: rojos, amarillos, verdes, eran los colores principales, junto con otros tonos siempre en composé. En la mesita de luz se hallaban, en un pequeño jarrón, las agujas ordenadas de menor a mayor, al lado del velador. La cama estaba cubierta por una manta de trabajado diseño. No olía a nuevo ni a sucio ni a vieja, como se dice que huelen las casas de las abuelas. Tenía un aroma perfumado. Olía simplemente a Ofelia, a esa esencia que sólo ella tenía, que la identificaba desde que tenía memoria, la que respiraba cuando llegaba del colegio a tomar la merienda en su casa, o cuando pasaba a visitarla los domingos; ese aroma a lavanda que nunca cambió a lo largo de los años y que la hacía sentir segura, a salvo.

Cansada, se sacó las medias, desanudó su largo cabello amarillo —igual al de su abuela— y se dejó caer de espaldas sobre la cama. Sólo tomaría una pequeña siesta de diez minutos, los que aconsejan los manuales de Mindfulness para aumentar el rendimiento mental.

Acostada sobre la manta de totora, se sentía como llevada en andas por ángeles; era tan suave la textura que no parecía algodón y poliéster comprado en Once; se sentía como si fuera seda… no, más bien como la piel misma, como una caricia, como una larga caricia que invita a dormir y descansar entre nubes perfumadas y placenteras, donde el tiempo no existe y es sólo una palabra.

Cerró los ojos y se dejó llevar… «unos minutos más», pensó, después reanudaría la búsqueda de alguna pista que pudiera dar con el paradero de su abuela. Sentía que su cuerpo se hacía más pesado y se hundía en la cama, como si el colchón estuviera descendiendo sutilmente sin querer despertarla, se sentía de alguna manera protegida, abrazada; entreabrió los ojos para no cortar el trance del placer y ver si todo estaba en orden y notó que parte de la manta de totora ahora cubría sus pies y los lados de su cuerpo, como un rollito primavera de los que venden los chinos. No recordaba haberse tapado, pero pensaba que seguramente lo habría hecho sin darse cuenta mientras dormitaba, ya que era una noche realmente fría, helada.

Los ojos se cerraron; ganó el cansancio. Su respiración se hizo trabajosa. Estaba entrando en un profundo sueño, en un profundo sopor, en un ambiente ya no tan angelical, sino lóbrego y espeso, que oprimía cada uno de sus músculos y tendones, impidiendo movimiento alguno. Un asfixiante olor a lavanda la sofocaba.

Con esfuerzo, abrió los ojos. Yacía inmóvil. No pudo ver sus pies ni su cuerpo. Sólo un entramado que se repetía infinitamente.

Con horror comprendió que la manta la había amortajado, y entonces dejó de respirar.

Escrito por Nadando en la oscuridad

Consigna: Escribe un relato del género que desees con el título de «La totora».

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