Ofelia había desaparecido. La buscaron arduamente, incluso con la policía, pero fue inútil, ella no apareció. Su única nieta, Mariela, se obsesionó mucho con la idea de encontrarla, pues amaba y admiraba a aquella pulcra mujer que solía dejar una estela de aromas lavanda a su paso. La mujer era alta, hermosa, de cabello rubio platinado, siempre peinado prolijamente con un rodete. Llevaba los labios pintados de rojo y solía lucir su habitual vestido verde; todas cosas que marcaban su estilo tan particular.
Tras la desaparición sobrevinieron noches de
desvelados sueños, entonces, Mariela sintió que debía ir al viejo departamento
de su abuela, aunque ello le resultase doloroso.
La muchacha recordaba el lugar como lo había
encontrado la última vez: la cocina siempre impecable, el comedor con su
habitual mantel tejido a mano, los libros ordenados obsesivamente por color en
cada estante de la biblioteca, las fotos de sus viajes alineadas sobre el bahiut,
dispuestas, claro, por orden temporal, y los adornos atrapasueños colgados en
la puerta de su dormitorio, tejidos estrictamente siguiendo el orden de los
colores del arcoíris.
Se sacó los zapatos como pudo, los dejó en la entrada
de la cocina, junto con el impermeable y la cartera rosa. Decidió pasar al
cuarto, tratando de no manchar el piso. Entrar en aquella habitación era
traspasar un portal. Allí había una única protagonista, compañera inseparable
de la abuela: la totora. Decenas de ovillos de distintos colores llenaban el
baúl que estaba junto a la cama: rojos, amarillos, verdes, eran los colores
principales, junto con otros tonos siempre en composé. En la mesita de
luz se hallaban, en un pequeño jarrón, las agujas ordenadas de menor a mayor,
al lado del velador. La cama estaba cubierta por una manta de trabajado diseño.
No olía a nuevo ni a sucio ni a vieja, como se dice que huelen las casas de las
abuelas. Tenía un aroma perfumado. Olía simplemente a Ofelia, a esa esencia que
sólo ella tenía, que la identificaba desde que tenía memoria, la que respiraba
cuando llegaba del colegio a tomar la merienda en su casa, o cuando pasaba a
visitarla los domingos; ese aroma a lavanda que nunca cambió a lo largo de los
años y que la hacía sentir segura, a salvo.
Cansada, se sacó las medias, desanudó su largo cabello
amarillo —igual al de su abuela— y se dejó caer de espaldas sobre la cama. Sólo
tomaría una pequeña siesta de diez minutos, los que aconsejan los manuales de
Mindfulness para aumentar el rendimiento mental.
Acostada sobre la manta de totora, se sentía como llevada
en andas por ángeles; era tan suave la textura que no parecía algodón y poliéster
comprado en Once; se sentía como si fuera seda… no, más bien como la piel
misma, como una caricia, como una larga caricia que invita a dormir y descansar
entre nubes perfumadas y placenteras, donde el tiempo no existe y es sólo una
palabra.
Cerró los ojos y se dejó llevar… «unos minutos más»,
pensó, después reanudaría la búsqueda de alguna pista que pudiera dar con el
paradero de su abuela. Sentía que su cuerpo se hacía más pesado y se hundía en
la cama, como si el colchón estuviera descendiendo sutilmente sin querer
despertarla, se sentía de alguna manera protegida, abrazada; entreabrió los
ojos para no cortar el trance del placer y ver si todo estaba en orden y notó
que parte de la manta de totora ahora cubría sus pies y los lados de su cuerpo,
como un rollito primavera de los que venden los chinos. No recordaba haberse
tapado, pero pensaba que seguramente lo habría hecho sin darse cuenta mientras dormitaba,
ya que era una noche realmente fría, helada.
Los ojos se cerraron; ganó el cansancio. Su
respiración se hizo trabajosa. Estaba entrando en un profundo sueño, en un
profundo sopor, en un ambiente ya no tan angelical, sino lóbrego y espeso, que
oprimía cada uno de sus músculos y tendones, impidiendo movimiento alguno. Un
asfixiante olor a lavanda la sofocaba.
Con esfuerzo, abrió los ojos. Yacía inmóvil. No pudo
ver sus pies ni su cuerpo. Sólo un entramado que se repetía infinitamente.
Con horror comprendió que la manta la había
amortajado, y entonces dejó de respirar.
Escrito por Nadando en la
oscuridad
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