Siempre íbamos a ver al viejo después de las clases. Vivía a las afueras del pueblo en una casa tan destartalada como su propia vida. La pintura de la fachada estaba llena de moho y en partes se había despegado de la pared. El tejado, muestra inequívoca de la dejadez y el paso del tiempo, se había abombado por el centro y amenazaba con derrumbarse. El jardín, sí se le podía llamar jardín a las altas hierbas que crecían a su antojo, estaba repleto de objetos inservibles. Un viejo Delorean del 78 al que le faltaban las ruedas y una puerta, un frigorífico abierto en el que habían anidado los pájaros, decenas de muñecas sucias y harapientas.
El
viejo nos esperaba sentado en una vieja mecedora en el porche de la vivienda. A
su lado, sobre la tarima de madera, una botella de whisky barato. Nunca pudimos
determinar su edad. Era de esas caras en que cada arruga contaba una historia.
Tenía los ojos grises y una melena albina como el lomo de un armiño. Cuando
sonreía dejaba ver su boca mellada… Al vernos atravesar la verja comenzaba a
tocar su vieja armónica. Los rifs de blues viajaban junto a los dientes de león
por el aire de primavera hasta posarse con melancolía en la hierba fresca y en
nuestros oídos nóveles. Tocaba la pequeña hohner marine band plateada como si
su alma surgiera de aquellos orificios, como si quisiera contar la historia de
su vida en cada acorde. Poco a poco nos sentábamos sobre el suelo alrededor de
él y disfrutábamos de aquellos instantes como si no existiera más en el mundo
que el viejo y su armónica.
Entonces
alguno de los chiquillos se animaba a sugerir.
—¡Cuéntanos
una historia viejo!
Y
el anciano se echaba la gorra raída hacia atrás y apartaba la armónica de sus
bezudos labios. Su sonrisa era cándida.
Nos
narraba cuando emigró de su pequeño pueblo del sur a la gran urbe del norte del
país, cansado de trabajar de sol a sol en los campos. Después de todo nunca
pudo ser un guardián entre el centeno, por mucho que lo imaginara mientras el
sol quemaba sus espaldas. Nos contaba como en la capital tuvo que hacer de todo
para ganarse el pan, mientras con lo poco que ahorraba recorría los locales de
jazz y blues para ver los músicos en directo. Compró su primera armónica con
las ganancias de las horas extras. Era una suerte que su instrumento preferido
no se disparaba de precio. Comenzó a tocar en todos sus ratos libres.
Memorizando los rifs que los profesionales tocaban sobre los escenarios.
Nos
contó como una de esas noches esperando en la parte de atrás del local mientras
tocaba su armónica, escuchó a través de la puerta entre abierta como uno de los
músicos se dirigía al dueño del bar.
—El
armonicista se ha puesto enfermo, tenemos que anular el concierto.
—¡No
puede ser, tengo el local a reventar!
—Pues ya me dirás qué hacemos.
El viejo en ese instante
se recreaba en la historia, dándole un toque de intriga.
—¿Y que pasó viejo? Se
apresuraba a preguntar cualquiera de los niños.
Nos narró como el dueño
del local y el músico se quedaron mirándolo y fueron hasta él.
—Toca algo chaval. Le
propuso el músico, un negro de casi dos metros de altura.
Y entonces el viejo
sonreía y nos narraba como tocó para aquellos hombres el Key to the Highway,
como se dejó el alma y como, cuando terminó, agachó la cabeza avergonzado.
—¡Chico, tú solo sigue el
compás de la música, te haré señas para que sepas cuando tienes que entrar a
tocar!
Aquella noche, decía el
viejo, la noche de su primer concierto, fue la noche más feliz de su vida.
Algunas veces iba a ver al
viejo yo solo. Me llevaba la guitarra de mi hermano mayor y bajo su tutela
aprendí los secretos y las leyendas del blues.
En uno de los descansos
llegué a preguntarle:
—Viejo, ¿Qué es el blues?
El anciano levantó la
cabeza y me miró con sus profundos ojos de océano.
—El blues es eso que hace que el alma baile con el Diablo y a Dios le guste.
Aquel medio día teníamos el ánimo en su punto más álgido. Nos acababan de dar las vacaciones de verano. Mis amigos y yo nos dirigimos a largos trancos hacia la alquería del viejo. Por el camino de tierra amarilla se levantaban volutas de polvo en pequeños torbellinos. El aire olía a heno y a río. Los dientes de león flotaban sobre un cielo azul cobalto y imaginé que cada una de aquellas semillas llevaba con sí el recuerdo de un trocito de primavera.
Cuando nos acercamos a la
entrada de la casa intuimos que algo iba mal. No podíamos ver parte del jardín
y el porche, pero unos destellos llegaban hasta nuestros ojos. Apresuramos el
paso y nuestras pisadas en la cravilla del camino sonaban como punzadas en el
corazón. Fui yo el primero en un cruzar la verja y lo que vi me dejó pétreo.
Mis amigos se detuvieron al unísono, ninguno supo que decir.
La ambulancia amarilla
tenía las luces encendidas, un giro constante de azules, rojos y amarillos.
Había varias personas alrededor de la mecedora. Pude ver como una enfermera le
ponía un gotero al viejo. Entre varios hombres lo dispusieron en la camilla y
lo introdujeron con dificultad en el vehículo. Yo me adelanté y conseguí
sortear a los enfermeros llegando hasta él. El viejo me miró con unos ojos
inescrutables. En ese instante sacó su armónica de uno de sus bolsillos y tocó
con esfuerzo los acordes del Hoochie coochie man. Después me sonrió y me
entregó el pequeño instrumento… Tuvieron que apartarme para que la ambulancia
saliera rumbo al hospital, a todos nos quedó un inmenso vacío en nuestros
pechos, los rayos del sol rebotaban en la vieja armónica que yacía en mi mano
abierta. Al parecer a Dios también le gustaba el blues.
Fin
Escrito por Cuervo
Consigna: Escribe un relato del género que desees con el título de «La armónica».
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