Recuerdo haber llegado poco
después del atardecer; el viaje había sido extenuante y necesitaba un lugar
para pasar la noche, solo pensaba en dormir y en cambiar mi traje, que ahora se
encontraba cubierto de ese extraño polvo rojo que emanaba de las calles y que lo
cubría todo. Entré al único hotel del pueblo.
—Una habitación por favor.
—¿Es usted el médico? ¿Trajo
la cura para la plaga que está acabando con nosotros? —preguntó con
desesperación la mujer.
—No —dije, sin ninguna
intención de continuar la conversación, Tomé la llave que había apoyado sobre
el mostrador y me retiré al cuarto.
Luego del baño, me dejé caer
de espaldas sobre la cama. Trataba de pensar y conectar los hechos que me habían
referido en las cartas del SI. Me hallaba inmerso en un océano cíclico de almas
errantes, las cuales eran arrebatadas por algo o alguien que las conducía
sistemáticamente fuera de la organización.
Ella, mi leal compañera, me
esperaba desde hacía días en el pueblo. Repasaba las últimas líneas que me
había escrito, en las cuales anticipaba el escenario que me encontraría al
llegar: «Un profundo silencio recorre las calles. Un irracional miedo ha hecho
huir hasta los más sucios roedores. Solo las serpientes parecen disfrutar del
lúgubre paisaje pintado por la muerte. Los cadáveres se apilan en las esquinas.
El cementerio, superpoblado, ha cerrado sus puertas a los nuevos muertos. El
fuego intenta purificar la carne en putrefacción para acabar con el fétido
aroma que impregna el aire. Los pocos habitantes que quedan permanecen atrincherados
en sus casas, intentando, en vano, esconderse de la muerte».
Con las primeras luces del
alba, dejé el hotel donde me alojaba para salir a su encuentro. Anhelaba verla.
Tomé la calle lateral que conducía a la plaza principal. Solo se escuchaban mis
pasos y el soplido del viento. A lo lejos pude ver cómo oscuras nubes se
acercaban cubriendo la tenue luz de la mañana. Los árboles hicieron silencio,
las hojas del suelo concluyeron su movimiento, para luego permanecer
expectantes ante mí. Pude sentir su cercanía.
Entreabrí los ojos para
aclarar mi mirada y allí estaba. Se acercó lo suficiente y acarició mi pierna.
Luego ascendió lentamente hasta llegar a mi torso; entonces su mirada se colocó
a la altura de mis ojos. Permanecimos inmóviles, con las pupilas fijas, sin
emitir sonido alguno. Me atreví a tocarla… su piel suave y fría recorrió mi alma.
Mis dedos comenzaron a sentir su humedad; luego tiñó todo de rojo.
Más tarde caminé por el camino
principal para encontrarme con mis informantes. ¿Quién sospecharía de un niño, un
espantapájaros y un pequeño cuervo?
Me incomodaba bastante hablar
con un hombre grande metido en un cuerpo de un muchachito. Pero lo que me
preguntaba era: ¿por qué debían estar tomados de la mano? El mal toma formas
muy extrañas; las menos pensadas. Tal vez el espantapájaros fuera su mujer… ¿quién
sabe…? De lo que sí estaba seguro era de que el verdadero líder de la banda era
ese pájaro que tenía el hombre de heno sobre la cabeza, ese cuervo que todo lo
ve y todo lo sabe.
El niñohombre arrancó
una paja del monigote y comenzó a limpiarse los dientes con ella mientras me
advertía con un murmullo ronco:
—Lo que tú buscas es una
coleccionista de almas de quien nunca sospechó el Sistema Infernal. Tal vez por
su inofensivo aspecto de vieja matrona, sucia y desprolija. Sabes muy bien que el
de allí abajo es un ambiente elitista.
Quedé perplejo ante tal certera observación. Al
instante, el cuervo voló hacia la única ventana del hotel que permanecía
iluminada. Se quedó inmóvil en la cornisa, mirándonos con su habitual desprecio.
Entendí que debía dirigirme hacia aquel lugar. «Por algo
es el líder», pensé y, sin hacerme más preguntas, subí por la angosta escalera que
conducía al primer piso. Al llegar, encontré la puerta estaba entreabierta y divisé
a lo lejos el cuarto de baño y una antigua bañera junto a la ventana.
Una mujer yacía con la cabeza hacia atrás, como si
esta flotara a la deriva en el agua sucia y jabonosa en la cual me sumergí para
una mejor observación; los ojos entreabiertos mostraban un blanco grisáceo sin
el más mínimo brillo. Su pierna peluda y flácida rebalsaba por la derecha como
queriendo huir del desagradable cuerpo al que pertenecía. Levanté el espejo de
mano que sumergido a su lado. Pude sentir, al girarlo, que una fuerza extraña
me atraía hacia él.
Mi reflejo se iluminó y comenzó a girar emitiendo coloridos
destellos que me succionaban hacia su interior. Comprendí que me encontraba
ante la Coleccionista y que su siniestro instrumento intentaba atrapar mi alma.
Cerré los ojos y, con todas mis fuerzas, abrí la mano, dejando caer al piso el
espejo que acabó roto en mil pedazos. La ladrona de almas estaba muerta. Alguien
más iba tras ella o por las almas o por el instrumento que las capturaba. Por
lo visto a ella llegó, pero no supo hallar lo que buscaba. Mi trabajo allí
había concluido.
Levanté la mirada hacia la puerta, al otro extremo de
la habitación, y noté que mi dulce cómplice, en lo oscuro, me observaba. Había
llegado a tiempo. Siempre lo hacía. Su escamosa piel roja estaba más brillante
que nunca; subió hacia mí, suavemente, luego dejé que sus colmillos se
enredaran en mi barba acariciando mi mejilla y, finalmente, le susurre:
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