domingo, 12 de junio de 2022

El candado

   Y un buen día, el viejo hijo de puta murió. No es para tanto, diría cualquiera que no lo hubiera conocido tan íntimamente como yo. Pero sí, lo era, y nadie tenía la menor idea de ello, ni siquiera mi madre.

Ella fue la que me obligó, con su dulce y bien intencionada sonrisa, a cuidarlo hasta el último de sus días. Siempre decía que cuando él muriera “podía” hacer algo por mí. Tonta de ella por creerlo y tonto de mí por hacerle caso…

“Don Hilario”, como solían llamarlo todos, había sido un gran empresario en su época y de la nada construyó un imperio de renombre internacional. Pero, la empresa, cuyas acciones cotizaban siempre en alza en Nueva York, hacía ya veinte años que no le pertenecía. Al cumplir los setenta años, el viejo hijo de puta la había vendido, siempre aduciendo que ahora iba a dedicarse a disfrutar de la vida. Y eso hizo, según creo.

En fin, cuando nos llamaron para la lectura del testamento, los pocos millones que quedaban fueron destinados a la Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y Energía, (¿existe acaso una forma de caridad más fría?) y su mansión victoriana fue cedida al Observatorio Astronómico local, su hobby. Mi madre solo recibió algunos muebles apolillados, que ni siquiera podía llevarse a su pequeña casa, y yo una caja. Sí, una caja de mierda.

La caja en cuestión no decía nada. Solo lata y un candado aparentemente nuevo y reluciente. El encargado de la lectura del testamento había notado mi descontento porque al ponerla en mis manos dijo:

­—Contiene más de lo que aparenta. Don Hilario me dijo que de ser posible la abra estando solo. Aquí tiene la llave, felicitaciones.

Solo atiné a balbucear una respuesta, en mí cabeza la palabra dólares refulgía cual cartel de neón.

Mientras caminábamos de regreso mi madre me preguntó qué creía que contenía y si no pensaba abrirla.

—Jamás me dijo nada sobre ninguna caja, mamá. Tampoco era muy cariñoso conmigo, ni de mucho hablar, solo gruñía, ya sabes.

—Bueno, ¿vas a abrirla o no? —preguntó.

—¿Aquí en el medio de la calle?, no.

—Nos sentamos en ese banco de esa plazoleta, ¿qué te parece? —respondió.

Pero conociendo al viejo ladino, temí que dentro hubiera algo inapropiado para sus ojos, una especie de chanza. El viejo era afecto al porno y si tenía una antena satelital en su casa era solo por eso. HBO iba más allá de sus necesidades. Con esa idea en la cabeza, y deseando fuera errónea, me mantuve firme.

—No quiero abrirla delante tuyo, punto y no se diga más —respondí.

—¡Eres un…!

—Mamá, por favor—respondí riendo.

—¿Es qué no sé a qué se debe tanto prurito, hijo? ¿A qué le tienes miedo?

—Mira mamá, seré lo más claro posible y no se hable más del tema, ¿sí? Para ti el viejo hijo de puta ese habrá sido un ángel en la Tierra, pero yo lo conocía bien, y era un viejo puerco y ladino. Así que ya basta, mañana te informaré si hay plata o mierda—respondí airado.

—¿Las vulgaridades vienen con el menú? —dijo sonriendo.

—Vamos, mamá, solo te estoy cuidando.

Ahí mismo frenó su marcha y tomándome el brazo preguntó:

—¿TE TOCABA? ¿Acaso él…?

¿Qué si me TOCABA? Claro que sí, mi trasero aún lleva la marca de su mano y mis huevos también. Cada vez que me tenía cerca los pellizcaba, y a propósito de eso, ¿en dónde estabas tú que no lo notaste? Pero eso no es algo que se le diga a una madre, no a una tan buena e inocente como ella.

—Madre, mañana a primera hora estoy en tu casa. Ya deja de pensar estupideces —dije.

—Es que por un momento…, tú cara, no sé, ya no era la misma de siempre. Si hay algo que debo saber, solo tienes que decirme, hijo. Solo dime.

¿Ahora? ¿Ahora que está muerto? ¡Eso debías decirme cuando era solo un niño! Dios mío, concédeme serenidad…

—Mira, ahí viene un taxi, mañana nos vemos temprano.

Paré el taxi y se fue. Gracias Señor, por esos pequeños favores.

Al llegar a mí casa lo primero que hice fue servirme un whisky. Lo necesitaba aunque recién fueran las cuatro de la tarde. ¡Qué mierda, me dije, en alguna parte del mundo ya brillan las estrellas!

Coloqué la caja sobre la mesa del comedor y me dispuse a abrirla. Introduje la llave en la cerradura pero no giraba, la quité e hice el mismo proceso que antes, nada. Fui hasta mí caja de herramientas en busca del WD40, ese salvador que todos usamos en un imprevisto. Unté la llave como si fuese mantequilla y repetí el procedimiento. Nada otra vez.

—¡Me cago en tu puta madre! —le grité al candado. Itzy, mi gato, huyó despavorido.

Piensa, piensa… No ganarás nada con alterarte.

—¡Bingo! ¡Por qué abrirte si puedo romperte!

Sacudí la caja buscando algo que pudiera romperse en su interior y solo oí el suave deslizamiento de algo que podía ser papel, entonces puse manos a la obra. Busqué mi martillo de orejas y comencé a golpear la cerradura.

Cuando ese día regresa a mi memoria, a través de la bruma del tiempo, recuerdo cada una de las cosas que pasaron. Todo está ahí, todo excepto el episodio con el martillo. En un momento golpeaba delicadamente la cerradura del candado y al siguiente el ruido penetrante y antipático del teléfono me sacaba de un trance absurdo e inentendible. Tenía cortes y golpes en ambas manos y toda mi ropa estaba mojada. Aún no me dolía nada, eso vendría después. No contesté, dejé que el contestador se encargue de eso. La voz inconfundible de Mario, el vecino de abajo, me sobresaltó:

—¡Javier, no sé qué crees que estás haciendo, pero algunos trabajamos mañana y queremos dormir! Dios sabe que tuve paciencia…, pero ya basta. ¡Deja dormir al prójimo!

Mario era un buen tipo, si me había hablado así no era por nada. Miré el reloj y era pasada la medianoche. Había perdido más de seis horas, ¿haciendo qué?. Me detuve frente a la caja y estaba intacta, el candado no tenía ni una muesca. Imposible, me dije, esto sencillamente no puede ser. Nadie golpea durante tanto tiempo algo sin dejar marcas. Pero sí había marcas, en mi cuerpo había muchas de ellas.

Me duché, desinfecté mis heridas y tomé un par de paracetamoles para ver si podía remitir el dolor que ya hacía estragos en mí cuerpo. Fui caminando como un anciano hasta mí cama, pero no pude dormir. La secuencia inacabada de sucesos, las horas perdidas vaya uno a saber cómo y el puto candado intacto, inalterable, lo impedían. A las tres de la madrugada me levanté y tomé mi amoladora, si ese candado quería joder a alguien jodería con el mejor.

Cuando la conecté el ruido fue espeluznante, pero tanto Mario como el resto del edificio podían irse bien a la mierda; tenía que romper ese candado y lo haría. Los chispazos que despedía el metal saltaban a diestra y siniestra. Comenzó a sonar el maldito teléfono de nuevo, apagué el aparato y fui hasta el teléfono y lo desconecté. Tomé la amoladora para continuar, pero de nada serviría, el candado seguía igual, impertérrito, inviolable.

—¡Maldito seas! —grité—, pero no creas que vas a ganarme, espera y verás —murmuré.

Si el candado había sido forjado en el mismo infierno no importaba, iría por la caja. Después de todo, era solo una lata de mierda, de esas que hasta las consigues por dos pesos en internet. Tomé la amoladora eléctrica y comencé a cortar la caja. El disco de corte se introducía en ella lentamente. Fue casi orgásmico ver que al fin lo estaba logrando, reí como un loco, pero no importaba, las explicaciones a los vecinos serían después de saber lo que contenía.

Empezaron a golpear la puerta, parecía que la estaban tirando abajo. Un golpe seco me sobresaltó y la mano firme que sostenía el aparato titubeó. Dos dedos de mi mano izquierda fueron serrados limpiamente a la altura de los nudillos. Mientras sujetaba mi maltrecha mano miré la caja con incredulidad, estaba impecable. ¡Pero yo lo vi, yo vi que te cortaba! La sangre comenzó a manar inundando el candado que, prácticamente, estaba bañado en ella. Fue entonces, cuando el mecanismo de traba saltó y se abrió. Ante mis atónitos ojos fue como si una mano invisible lo quitara de las anillas que lo hacían cumplir su función. Empecé a gritar cuando la tapa de la caja comenzó a levantarse sola. Una luz cegadora me invadió y ya no supe más.

Cuando desperté estaba en una cama de hospital, mi madre estaba a mí lado y su cara de angustia lo decía todo.

—Al fin despiertas, hijo, nos tenías muy preocupados —dijo llorosa.

—¿Qué pasó, mamá? ¿Qué tenía esa caja, plutonio? —respondí tratando de hacerla sonreír.

—¿Qué caja, Javier? No sé de qué me hablas, hijo. Solo sé que si no era por los vecinos probablemente hubieras muerto desangrado.

—La caja, esa que me dejó el tío Hilario al morir, ¿recuerdas? —su cara de incomprensión y dolor eran innegables, de buen gusto la hubiera acogotado en ese mismo instante.

—Hijo, el tío no ha muerto, vaya… Esto debe ser producto de la anestesia o algo así, consultaré al médico ahora mismo —dijo y ya se levantaba, con mi mano buena la detuve.

—Mami, ¡fuimos a su velorio y a su entierro! ¿Acaso te volviste loca? —creo que esa fue la única vez que le grité a mi madre.

—Shhhhh, calma. Eso lo debes de haber soñado, Javier. El tío está bien, solo estaba de viaje, ¿recuerdas? Estuvo en ese spa suizo y hasta más joven parece ahora. Ayer vino a verte y hoy también lo hará —respondió feliz.

—No…, algo está mal. Algo está malísimamente mal —atiné a decir. Sentía como mi mente se resquebrajaba poco a poco.

En ese mismo momento, el viejo entró por la puerta.

—¡NOOOOOO! —aullé.

El viejo se acercaba, pero ya no estaba tan viejo, estaba erguido y la red de arrugas que enmarcaban su rostro casi se habían esfumado.

—Iré a buscar al médico —dijo mi madre.

—¡No, mamá! ¡No me dejes solo con él, por favor!

Pero se fue, como siempre, se fue dejándome solo con ese viejo asqueroso. Se acercaba, él se acercaba.

—¿Qué tenía la caja? ¡quÉ tenía la caja, pederasta hijo de puta!

Sonriendo, como cada vez que hacía sus fechorías, se acercó a mi oído y me dijo:

—¡Gracias! —mientras con una mano me pellizcaba los huevos, como siempre.

                                                              Fin
Escrito por Sanders

Consigna: Escribe un relato del género que desees con el título de «El candado».

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