Y un buen día, el viejo hijo de puta murió. No es para tanto, diría cualquiera que no lo hubiera conocido tan íntimamente como yo. Pero sí, lo era, y nadie tenía la menor idea de ello, ni siquiera mi madre.
Ella
fue la que me obligó, con su dulce y bien intencionada sonrisa, a cuidarlo hasta
el último de sus días. Siempre decía que cuando él muriera “podía” hacer algo
por mí. Tonta de ella por creerlo y tonto de mí por hacerle caso…
“Don
Hilario”, como solían llamarlo todos, había sido un gran empresario en su época
y de la nada construyó un imperio de renombre internacional. Pero, la empresa,
cuyas acciones cotizaban siempre en alza en Nueva York, hacía ya veinte años
que no le pertenecía. Al cumplir los setenta años, el viejo hijo de puta la
había vendido, siempre aduciendo que ahora iba a dedicarse a disfrutar de la
vida. Y eso hizo, según creo.
En
fin, cuando nos llamaron para la lectura del testamento, los pocos millones que
quedaban fueron destinados a la Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y
Energía, (¿existe acaso una forma de
caridad más fría?) y su mansión victoriana fue cedida al Observatorio
Astronómico local, su hobby. Mi madre solo recibió algunos muebles apolillados,
que ni siquiera podía llevarse a su pequeña casa, y yo una caja. Sí, una caja
de mierda.
La
caja en cuestión no decía nada. Solo lata y un candado aparentemente nuevo y
reluciente. El encargado de la lectura del testamento había notado mi
descontento porque al ponerla en mis manos dijo:
—Contiene
más de lo que aparenta. Don Hilario me dijo que de ser posible la abra estando
solo. Aquí tiene la llave, felicitaciones.
Solo
atiné a balbucear una respuesta, en mí cabeza la palabra dólares refulgía cual
cartel de neón.
Mientras
caminábamos de regreso mi madre me preguntó qué creía que contenía y si no
pensaba abrirla.
—Jamás
me dijo nada sobre ninguna caja, mamá. Tampoco era muy cariñoso conmigo, ni de
mucho hablar, solo gruñía, ya sabes.
—Bueno,
¿vas a abrirla o no? —preguntó.
—¿Aquí
en el medio de la calle?, no.
—Nos
sentamos en ese banco de esa plazoleta, ¿qué te parece? —respondió.
Pero
conociendo al viejo ladino, temí que dentro hubiera algo inapropiado para sus
ojos, una especie de chanza. El viejo era afecto al porno y si tenía una antena
satelital en su casa era solo por eso. HBO iba más allá de sus necesidades. Con
esa idea en la cabeza, y deseando fuera errónea, me mantuve firme.
—No
quiero abrirla delante tuyo, punto y no se diga más —respondí.
—¡Eres
un…!
—Mamá,
por favor—respondí riendo.
—¿Es
qué no sé a qué se debe tanto prurito, hijo? ¿A qué le tienes miedo?
—Mira
mamá, seré lo más claro posible y no se hable más del tema, ¿sí? Para ti el
viejo hijo de puta ese habrá sido un ángel en la Tierra, pero yo lo conocía bien,
y era un viejo puerco y ladino. Así que ya basta, mañana te informaré si hay
plata o mierda—respondí airado.
—¿Las
vulgaridades vienen con el menú? —dijo sonriendo.
—Vamos,
mamá, solo te estoy cuidando.
Ahí
mismo frenó su marcha y tomándome el brazo preguntó:
—¿TE TOCABA? ¿Acaso él…?
¿Qué si me TOCABA? Claro que sí, mi
trasero aún lleva la marca de su mano y mis huevos también. Cada vez que me
tenía cerca los pellizcaba, y a propósito de eso, ¿en dónde estabas tú que no
lo notaste? Pero eso no es algo que se le diga a una
madre, no a una tan buena e inocente como ella.
—Madre,
mañana a primera hora estoy en tu casa. Ya deja de pensar estupideces —dije.
—Es
que por un momento…, tú cara, no sé, ya no era la misma de siempre. Si hay algo
que debo saber, solo tienes que decirme, hijo. Solo dime.
¿Ahora? ¿Ahora que está muerto? ¡Eso
debías decirme cuando era solo un niño! Dios mío, concédeme serenidad…
—Mira,
ahí viene un taxi, mañana nos vemos temprano.
Paré
el taxi y se fue. Gracias Señor, por esos pequeños favores.
Al
llegar a mí casa lo primero que hice fue servirme un whisky. Lo necesitaba
aunque recién fueran las cuatro de la tarde. ¡Qué mierda, me dije, en
alguna parte del mundo ya brillan las estrellas!
Coloqué
la caja sobre la mesa del comedor y me dispuse a abrirla. Introduje la llave en
la cerradura pero no giraba, la quité e hice el mismo proceso que antes, nada.
Fui hasta mí caja de herramientas en busca del WD40, ese salvador que todos usamos en un imprevisto. Unté la llave
como si fuese mantequilla y repetí el procedimiento. Nada otra vez.
—¡Me
cago en tu puta madre! —le grité al candado. Itzy, mi gato, huyó despavorido.
Piensa, piensa… No ganarás nada con
alterarte.
—¡Bingo!
¡Por qué abrirte si puedo romperte!
Sacudí
la caja buscando algo que pudiera romperse en su interior y solo oí el suave
deslizamiento de algo que podía ser papel, entonces puse manos a la obra.
Busqué mi martillo de orejas y comencé a golpear la cerradura.
Cuando
ese día regresa a mi memoria, a través de la bruma del tiempo, recuerdo cada
una de las cosas que pasaron. Todo está ahí, todo excepto el episodio con el
martillo. En un momento golpeaba delicadamente la cerradura del candado y al
siguiente el ruido penetrante y antipático del teléfono me sacaba de un trance
absurdo e inentendible. Tenía cortes y golpes en ambas manos y toda mi ropa
estaba mojada. Aún no me dolía nada, eso vendría después. No contesté, dejé que
el contestador se encargue de eso. La voz inconfundible de Mario, el vecino de
abajo, me sobresaltó:
—¡Javier,
no sé qué crees que estás haciendo, pero algunos trabajamos mañana y queremos
dormir! Dios sabe que tuve paciencia…, pero ya basta. ¡Deja dormir al prójimo!
Mario
era un buen tipo, si me había hablado así no era por nada. Miré el reloj y era
pasada la medianoche. Había perdido más de seis horas, ¿haciendo qué?. Me detuve frente a la caja y estaba intacta, el
candado no tenía ni una muesca. Imposible,
me dije, esto sencillamente no puede ser.
Nadie golpea durante tanto tiempo algo sin dejar marcas. Pero sí había
marcas, en mi cuerpo había muchas de ellas.
Me
duché, desinfecté mis heridas y tomé un par de paracetamoles para ver si podía remitir
el dolor que ya hacía estragos en mí cuerpo. Fui caminando como un anciano
hasta mí cama, pero no pude dormir. La secuencia inacabada de sucesos, las
horas perdidas vaya uno a saber cómo y el puto candado intacto, inalterable, lo
impedían. A las tres de la madrugada me levanté y tomé mi amoladora, si ese
candado quería joder a alguien jodería con el mejor.
Cuando
la conecté el ruido fue espeluznante, pero tanto Mario como el resto del
edificio podían irse bien a la mierda; tenía que romper ese candado y lo haría.
Los chispazos que despedía el metal saltaban a diestra y siniestra. Comenzó a
sonar el maldito teléfono de nuevo, apagué el aparato y fui hasta el teléfono y
lo desconecté. Tomé la amoladora para continuar, pero de nada serviría, el
candado seguía igual, impertérrito, inviolable.
—¡Maldito
seas! —grité—, pero no creas que vas a ganarme, espera y verás —murmuré.
Si
el candado había sido forjado en el mismo infierno no importaba, iría por la
caja. Después de todo, era solo una lata de mierda, de esas que hasta las
consigues por dos pesos en internet. Tomé la amoladora eléctrica y comencé a
cortar la caja. El disco de corte se introducía en ella lentamente. Fue casi
orgásmico ver que al fin lo estaba logrando, reí como un loco, pero no
importaba, las explicaciones a los vecinos serían después de saber lo que
contenía.
Empezaron
a golpear la puerta, parecía que la estaban tirando abajo. Un golpe seco me
sobresaltó y la mano firme que sostenía el aparato titubeó. Dos dedos de mi
mano izquierda fueron serrados limpiamente a la altura de los nudillos.
Mientras sujetaba mi maltrecha mano miré la caja con incredulidad, estaba
impecable. ¡Pero yo lo vi, yo vi que te
cortaba! La sangre comenzó a manar inundando el candado que, prácticamente,
estaba bañado en ella. Fue entonces, cuando el mecanismo de traba saltó y se
abrió. Ante mis atónitos ojos fue como si una mano invisible lo quitara de las
anillas que lo hacían cumplir su función. Empecé a gritar cuando la tapa de la
caja comenzó a levantarse sola. Una luz cegadora me invadió y ya no supe más.
Cuando
desperté estaba en una cama de hospital, mi madre estaba a mí lado y su cara de
angustia lo decía todo.
—Al
fin despiertas, hijo, nos tenías muy preocupados —dijo llorosa.
—¿Qué
pasó, mamá? ¿Qué tenía esa caja, plutonio? —respondí tratando de hacerla
sonreír.
—¿Qué
caja, Javier? No sé de qué me hablas, hijo. Solo sé que si no era por los
vecinos probablemente hubieras muerto desangrado.
—La
caja, esa que me dejó el tío Hilario al morir, ¿recuerdas? —su cara de
incomprensión y dolor eran innegables, de buen gusto la hubiera acogotado en
ese mismo instante.
—Hijo,
el tío no ha muerto, vaya… Esto debe ser producto de la anestesia o algo así,
consultaré al médico ahora mismo —dijo y ya se levantaba, con mi mano buena la
detuve.
—Mami,
¡fuimos a su velorio y a su entierro! ¿Acaso te volviste loca? —creo que esa
fue la única vez que le grité a mi madre.
—Shhhhh,
calma. Eso lo debes de haber soñado, Javier. El tío está bien, solo estaba de
viaje, ¿recuerdas? Estuvo en ese spa
suizo y hasta más joven parece ahora. Ayer vino a verte y hoy también lo hará
—respondió feliz.
—No…,
algo está mal. Algo está malísimamente mal —atiné a decir. Sentía como mi mente
se resquebrajaba poco a poco.
En
ese mismo momento, el viejo entró por la puerta.
—¡NOOOOOO!
—aullé.
El
viejo se acercaba, pero ya no estaba tan viejo, estaba erguido y la red de
arrugas que enmarcaban su rostro casi se habían esfumado.
—Iré
a buscar al médico —dijo mi madre.
—¡No,
mamá! ¡No me dejes solo con él, por favor!
Pero
se fue, como siempre, se fue dejándome solo con ese viejo asqueroso. Se
acercaba, él se acercaba.
—¿Qué
tenía la caja? ¡quÉ tenía la caja, pederasta
hijo de puta!
Sonriendo,
como cada vez que hacía sus fechorías, se acercó a mi oído y me dijo:
—¡Gracias!
—mientras con una mano me pellizcaba los huevos, como siempre.
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