sábado, 25 de junio de 2022

“El deseo”

El niño, que en ese momento contaba con tan solo seis años, caminaba con paso lánguido por las vías del tren. De vez en cuando paraba a recoger alguna que otra piedra que llamara su atención, para eso, tenían que tener algo de brillo, alguna muesca, lo que sea, pero tenían que brillar. Disfrutaba colocándolas sobre el alféizar de la ventana de su cuarto, así cuando el sol las bañara con su luz le semejarían piedras preciosas.

Emanuel, cada vez que veía esa magia, le rogaba a Dios que le hiciera el milagro de convertirlas en joyas de verdad para así poder regalárselas a su madre. Creía  y esperaba fervientemente que Dios, al mirar para abajo y ver a ese muchachito esmirriado y triste, se compadeciera de él. Estaba convencido de que si le hacía ese obsequio a mamá, ella ya no lo maltrataría y sería una madre cariñosa como nunca lo había sido. Pero, ya llevaba más de sesenta rocas en su poder y Dios jamás lo había complacido.

Escuchó el sonido del tren a lo lejos y deseó tener el valor de su padre y acabar de una vez con todo. Él, sencillamente, había escapado de las garras de esa bruja que tenía por esposa y de sus problemas financieros. Emanuel lo sabía, él había visto y oído todo.

El tren ya estaba cerca. El si bemol de la bocina anunciaba su pronta llegada. Eso también lo había aprendido de su padre, todo lo bueno lo sabía por él. Su papá había sido músico, era un pianista de puta madre, como solía decir cuando su madre no estaba presente y alguien le preguntaba.

Mientras cavilaba sobre esos pensamientos, tan hostiles y maduros para su edad, recordó que su padre siempre pedía un deseo cuando un tren pasaba por su lado, y casi siempre funcionaba, sobre todo, el último. Como esa vez cuando pidió que mamá no se enojara porque llegaban tarde para la cena y no se había enojado…, claro, ella dormía la mona a pata ancha sobre el sofá. Tampoco había hecho la cena, pero su papá había cocinado unos huevos revueltos que comieron felices en el patio sin el mal humor de ella. ELLA, siempre ella… Casi la odiaba, aunque él sabía que odiar era malo y los niños malos iban al infierno, no podía dejar de sentirlo. ¿Por qué no murió ella?, se dijo una vez más, otra de tantas.

Salió de las vías y mientras pasaba el tren, deseó:

—Que mi mamita se muera y que mi papá regrese a mí lado —dijo susurrante y como pensándoselo mejor, agregó—, lo necesito.

                                                                  2

El ser oscuro dormía junto a las aguas del Leteo soñando sueños de azufre. Una serpiente roja y con pequeños cuernos se acercó a él. Mientras este se incorporaba la tomó entre sus manos y quedaron frente a frente.

Un alma blanca ha pedido un deseo negro, dijo telepáticamente Nahash, la serpiente.

¿Qué edad tiene?, preguntó Luzbel.

Solo seis años, amo.

¿Seguro no se echará atrás, qué ha solicitado?, preguntó ansioso el maligno.

El peor de los pecados, jefe. Y dudo que se arrepienta, lo ha pedido con el corazón.

¿Está bautizado el crío?

¡Ya lo creo! Y no falta a misa ni un solo domingo, mi Señor, añadió servil Nahash.

Entonces, iremos a él.

Dicho esto, y dispuestos a llevarlo a cabo, urdieron sigilosos planes. Cada uno más cruel que el anterior, tanto, que hasta el mismo John Wayne Gacy se hubiera sonrojado al oírlos; por suerte, Gacy, ese día, se hallaba en otro sector del averno. Es que, captar un acólito para sus filas, era una batalla que no podían perder. Estaban decididos a todo y eso precisamente fue lo que hicieron.

                                                                 3

Emanuel recorría el huerto que había sido de su padre, en donde ya solo quedaban malas hierbas. Nada más quedaba Harry, el espantapájaros, aún calzaba los harapos que en un tiempo habían sido ropa de su padre. Se acercó y sin pensarlo dos veces, lo abrazó.

—Papi, te extraño mucho —en su imaginación podía aún oler vagamente el perfume de su padre—. Te quiero —y la última sílaba se cortó por un sollozo. Sus lágrimas cayeron sobre la desteñida manga de la camisa del espantapájaros.

—Mi niño, Flash, aquí está papi —dijo el espantapájaros con una vos rasposa y carente de emoción.

Emanuel abrió los ojos desmesuradamente, un hilo de orina manchó sus pantalones pero no lo notaría hasta mucho más tarde. Harry había hablado, le había llamado Flash, como solía hacerlo su padre. Todo intento de hablar quedó anulado. Trabajosamente, el espantapájaros, que de la nada se había convertido en espantajo, se liberó de las ataduras que lo sujetaban. Agachándose, apoyó sus manos de árbol en el niño.

—No temas, soy yo. Oí tu deseo, tus lágrimas me trajeron de vuelta —dijo.

El niño, que para su edad no tenía un pelo de tonto, dijo:

—No te pareces a él…, pero aún hueles como él —entonces al concluir, aceptándolo, lo abrazó—. Papi, te he echado mucho de menos.

—Oye, tus deseos son órdenes para mí y créeme que puede hacerse.

—¿Puedes volver, papi? Eso sería maravilloso, realmente lo estoy pasando muy mal con mamá. Ella sigue siendo mala, ahora que te fuiste lo es más —respondió Emanuel, mientras el espantapájaros posaba un dedo de rama sobre sus labios.

—Calla, Flash. Solo tienes que volver a pedir el deseo, el que le pediste al tren. Pídelo ante mí y se hará realidad y estaremos juntos por siempre.

—¿Lo mismo? ¿Tengo que pedir que muera mami? ¿No puedes volver y listo?

—No, digamos que es algo así como un intercambio, ¿qué dices? —preguntó ansioso.

—No lo sé, en ese momento estaba enojado, papi. Yo quiero a mami, solo deseo que ella me quiera a mí.

—Eso no va a pasar nunca, ella no quiere a nadie, hijo. Pero si lo deseas, podemos estar juntos para siempre y esta misma noche puede hacerse. Iremos al mejor lugar que puedas imaginar, habrá chocolates y caramelos por doquier, viviremos mil aventuras juntos y lo mejor de todo, ya no tendrás que lidiar con ella, ¿qué dices?

Y, Emanuel, que era un chico muy avispado para su edad, pero no dejaba de ser un chico, respondió:

—¡Suena a gloria, papi!

—No precisamente, hijo, pero se parece bastante —respondió irónicamente.

—Bueno…, deseo…, deseo que mamita esté muerta y tú estés conmigo para siempre —concluyó, no sin un nudo en la garganta.

—¡Perfecto! Ahora ve a casa y esta noche, cuando vayas a dormir, por nada del mundo salgas de tu cuarto, ¿sí?, yo te despertaré en la mañana.

Se despidieron y Emanuel enfiló hacia su casa. Todo daba vueltas en su cabeza, lo que había pasado era extraño, pero esa no era la palabra que buscaba, por eso eligió pensar que había soñado despierto; mejor pensar eso a saber que era un niño malo. Si hubiese sido un adulto, la palabra hubiera sido más fácil de encontrar. La palabra era surrealista, casi como un Dalí.

                                                                  4

Cuando llegó a su casa su madre estaba tomando vino, cómodamente sentada en el sofá de la sala. Al verlo, le dijo:

—¿Esta es hora de venir, Emanuel? Hace tres horas te fuiste y me dijiste que solo estarías en el huerto viendo aves —espetó, pero su voz ya sonaba gangosa por el efecto de la bebida y lo que debió ser una reprimenda, sonó a chiste a los oídos del niño.

—Ahí estuve, mamá, y solo hace unos minutos me fui —dicho esto, miró el reloj de cuclillo y su pulso se aceleró. No puede ser, pensó.

—¡MIENTES! Fui a ver por la ventana y no estabas ahí. Debería darte de azotes por mentiroso —y pensándoselo mejor, agregó—, más tarde, ahora estoy cómoda así.

—¡No, mami, por favor!

—Vagabundeas mucho, niño. Eso digo yo, vagabundeas todo el día. Ven aquí —dijo señalando con la palma el otro lado del sofá.

Emanuel se acercó despacio, con miedo. Al sentarse a su lado, ella lo atrajo hacia sí y comenzó a acariciarle la cabeza. Su aliento apestaba, pero qué bien se sentía. Al cabo de aproximadamente una hora, ella se durmió. Se levantó cauteloso y se fue a su cuarto, otra vez no habría cena.

Se acostó y un sollozo lastimero brotó de su pecho, ¿ese ruido lo hice yo?, pensó. En ese momento fue cuando se enojó. En un arrebato de ira arrojó de un fuerte manotazo las piedras al suelo. Dios nunca le había ayudado, al contrario, le había vuelto la espada. ¿Para qué sirve ser el mejor monaguillo de la congregación? ¿Para qué sirve ir temprano un domingo a misa?, pensó. Y lo peor de todo es que era cierto, pobre niño.

—¡YA BASTA, DIOS, ¿ME OYES?, SI TÚ NO ME QUIERES YO TAMPOCO! ¡Y GRACIAS POR NADA!

Después de eso se sintió mejor, se había desahogado. Su madre era la que lo había conducido por el camino de Dios, a su padre la religión le importaba tres pimientos, por eso se había suicidado; un buen católico jamás lo haría porque se condenaría eternamente. Seré ateo, como papá, y así no esperaré nada de nadie, pensó. Todo eran espejismos para su pequeña mente angustiada. Un niño que a los seis años ya sabía leer, escribir y dividía y multiplicaba hasta por tres cifras, al que su padre le había puesto el mote de Flash precisamente por eso, no era fácil de engañar; pero a veces, solo a veces, las conclusiones que saca la inteligencia no son las que el alma necesita. A veces, solo es una trampa.

Mientras divagaba se quedó dormido. Soñó con extrañas constelaciones que se unían y regurgitaban entre sí.

Un sonido raro lo despertó, su cerebro, aún dormido no determinó que era, pero sabía que provenía del cuarto de baño contiguo a su habitación. Se levantó y fue a ver.

                                                                  5

La luz del baño estaba encendida y la puerta entreabierta. Permaneció ahí plantado sin saber qué hacer. Cruzó por su mente el extraño recuerdo de lo vivido esa tarde con su padre, pero eso fue un sueño, por eso perdí  la noción del tiempo, pensó. Quizás su madre se había caído por la borrachera y él ahí, como tonto parado, sin hacer nada. Juntó valor y entró.

La escena era rocambolesca. Su madre yacía despatarrada dentro de la pequeña tina y sus ojos estaban abiertos y totalmente blancos. Un ser que parecía humano, pero que no lo era, sostenía un espejo frente a su rostro, mientras murmuraba en un idioma desconocido. Este ser tenía cuernos y emergía de la tina como si cupiera en ella, como si esta no tuviera fondo. Emanuel, literalmente se restregó los ojos, sin creer lo que estos veían. Una serpiente, roja como la sangre, zigzagueaba bajo la tina. Un grito desesperado rompió su parálisis.

—¡MAMÁ!

El horroroso ser volteó y lo miró directamente a los ojos. Su madre tomó aire con un jadeó próximo a la asfixia, casi un estertor de muerte.

—¡Te pedí expresamente que no te movieras de tu cuarto! —clamó el horripilante ser, lamentándose.

—¡Corre, hijo! —bramó la madre con voz rota.

Pero Emanuel no podía moverse, estaba adherido al piso, sus pies pesaban una tonelada cada uno. En ese instante cayó en cuenta que lo habían engañado, no había sido un sueño y tampoco había sido su padre. Después de todo, pensó, la catequista tenía razón, el diablo es un hipócrita adulador, es el padre de las mentiras.

Y mientras él pensaba todo eso sin poder moverse ni articular palabra, el diablo dejó el espejo en el suelo y le enseñó el pulgar, este poseía una uña larguísima y sumamente afilada. En un veloz movimiento cercioró desde la carótida hasta la yugular de su madre, matándola instantáneamente.

—El método del espejo es más entretenido, pero…, tuviste que meterte donde no te llamaron. ¿En serio creíste que ese espantapájaros mugriento era tu padre? —preguntó el maligno y su carcajada rompió el espejo del cuarto de baño.

Emanuel quiso hablar, quiso decirle que él era un buen niño, pero notó que tampoco podía hablar.

—No, no puedes hablar, niño. Y eso que piensas no es cierto. Un buen niño no desea la muerte de nadie y menos la de su madre, ¿no crees? —dijo con una mueca burlona—. Y en cuanto a tu padre, quizás lo veas, él ocupa el séptimo círculo y será picoteado por harpías por toda la eternidad, pero si estoy de buenas te llevaré a verlo.

El diablo tomó el espejo y se acercó. Cuando Emanuel se reflejó en él vio todas y cada una de las cosas malas que había hecho en su vida, que por cierto eran pocas. Al terminar, el espejo solo mostró su cara, pero ahora sus ojos eran blancos, carecían de pupilas.

—Ahora vamos, Emanuel —dijo y se transformó en el espantapájaros impostor—. Creo que así te gusto más, tú también cambia, Nahash, al niño no le gustan las serpientes.

Rápidamente la serpiente se transformó en un cuervo enorme y negro como la noche, y con destreza se posó sobre el sombrero de copa. El espantapájaros tomó de la mano al niño y juntos salieron de la casa. Mientras caminaban, el habitual paisaje se iba desdibujando, dando lugar a cosas que el niño jamás había visto.

—Te gustará, Emanuel —cuando lo dijo rio—. No, no me malinterpretes, es que tu nombre, ¿sabes lo que significa?, ¿no? Significa “Dios con nosotros”, ¡ja, ja, ja, ja!

Escrito por Sanders

Consigna: Escribe un relato basándote en las tres imágenes adjuntas.

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