El
niño, que en ese momento contaba con tan solo seis años, caminaba con paso
lánguido por las vías del tren. De vez en cuando paraba a recoger alguna que
otra piedra que llamara su atención, para eso, tenían que tener algo de brillo,
alguna muesca, lo que sea, pero tenían que brillar. Disfrutaba colocándolas
sobre el alféizar de la ventana de su cuarto, así cuando el sol las bañara con
su luz le semejarían piedras preciosas.
Emanuel,
cada vez que veía esa magia, le rogaba a Dios que le hiciera el milagro de convertirlas
en joyas de verdad para así poder regalárselas a su madre. Creía y esperaba fervientemente que Dios, al mirar
para abajo y ver a ese muchachito esmirriado y triste, se compadeciera de él. Estaba
convencido de que si le hacía ese obsequio a mamá, ella ya no lo maltrataría y
sería una madre cariñosa como nunca lo había sido. Pero, ya llevaba más de
sesenta rocas en su poder y Dios jamás lo había complacido.
Escuchó
el sonido del tren a lo lejos y deseó tener el valor de su padre y acabar de
una vez con todo. Él, sencillamente, había escapado de las garras de esa bruja
que tenía por esposa y de sus problemas financieros. Emanuel lo sabía, él había
visto y oído todo.
El
tren ya estaba cerca. El si bemol de la bocina anunciaba su pronta llegada. Eso
también lo había aprendido de su padre, todo lo bueno lo sabía por él. Su papá
había sido músico, era un pianista de puta madre, como solía decir cuando su
madre no estaba presente y alguien le preguntaba.
Mientras
cavilaba sobre esos pensamientos, tan hostiles y maduros para su edad, recordó que
su padre siempre pedía un deseo cuando un tren pasaba por su lado, y casi
siempre funcionaba, sobre todo, el último. Como esa vez cuando pidió que mamá
no se enojara porque llegaban tarde para la cena y no se había enojado…, claro,
ella dormía la mona a pata ancha sobre el sofá. Tampoco había hecho la cena,
pero su papá había cocinado unos huevos revueltos que comieron felices en el
patio sin el mal humor de ella. ELLA, siempre ella… Casi la odiaba, aunque él
sabía que odiar era malo y los niños malos iban al infierno, no podía dejar de
sentirlo. ¿Por qué no murió ella?, se
dijo una vez más, otra de tantas.
Salió
de las vías y mientras pasaba el tren, deseó:
—Que
mi mamita se muera y que mi papá regrese a mí lado —dijo susurrante y como pensándoselo
mejor, agregó—, lo necesito.
2
El
ser oscuro dormía junto a las aguas del Leteo soñando sueños de azufre. Una
serpiente roja y con pequeños cuernos se acercó a él. Mientras este se
incorporaba la tomó entre sus manos y quedaron frente a frente.
Un alma blanca ha pedido un deseo
negro, dijo telepáticamente Nahash, la serpiente.
¿Qué edad tiene?,
preguntó Luzbel.
Solo seis años, amo.
¿Seguro no se echará atrás, qué ha
solicitado?, preguntó ansioso el maligno.
El peor de los pecados, jefe. Y dudo
que se arrepienta, lo ha pedido con el corazón.
¿Está bautizado el crío?
¡Ya lo creo! Y no falta a misa ni un solo
domingo, mi Señor, añadió servil Nahash.
Entonces, iremos a él.
Dicho
esto, y dispuestos a llevarlo a cabo, urdieron sigilosos planes. Cada uno más
cruel que el anterior, tanto, que hasta el mismo John Wayne Gacy se hubiera
sonrojado al oírlos; por suerte, Gacy, ese día, se hallaba en otro sector del
averno. Es que, captar un acólito para sus filas, era una batalla que no podían
perder. Estaban decididos a todo y eso precisamente fue lo que hicieron.
3
Emanuel
recorría el huerto que había sido de su padre, en donde ya solo quedaban malas
hierbas. Nada más quedaba Harry, el espantapájaros, aún calzaba los harapos que
en un tiempo habían sido ropa de su padre. Se acercó y sin pensarlo dos veces,
lo abrazó.
—Papi,
te extraño mucho —en su imaginación podía aún oler vagamente el perfume de su
padre—. Te quiero —y la última sílaba se cortó por un sollozo. Sus lágrimas
cayeron sobre la desteñida manga de la camisa del espantapájaros.
—Mi
niño, Flash, aquí está papi —dijo el espantapájaros con una vos rasposa y
carente de emoción.
Emanuel
abrió los ojos desmesuradamente, un hilo de orina manchó sus pantalones pero no
lo notaría hasta mucho más tarde. Harry había hablado, le había llamado Flash,
como solía hacerlo su padre. Todo intento de hablar quedó anulado.
Trabajosamente, el espantapájaros, que de la nada se había convertido en espantajo,
se liberó de las ataduras que lo sujetaban. Agachándose, apoyó sus manos de
árbol en el niño.
—No
temas, soy yo. Oí tu deseo, tus lágrimas me trajeron de vuelta —dijo.
El
niño, que para su edad no tenía un pelo de tonto, dijo:
—No
te pareces a él…, pero aún hueles como él —entonces al concluir, aceptándolo,
lo abrazó—. Papi, te he echado mucho de menos.
—Oye,
tus deseos son órdenes para mí y créeme que puede hacerse.
—¿Puedes
volver, papi? Eso sería maravilloso, realmente lo estoy pasando muy mal con mamá.
Ella sigue siendo mala, ahora que te fuiste lo es más —respondió Emanuel,
mientras el espantapájaros posaba un dedo de rama sobre sus labios.
—Calla,
Flash. Solo tienes que volver a pedir el deseo, el que le pediste al tren.
Pídelo ante mí y se hará realidad y estaremos juntos por siempre.
—¿Lo
mismo? ¿Tengo que pedir que muera mami? ¿No puedes volver y listo?
—No,
digamos que es algo así como un intercambio, ¿qué dices? —preguntó ansioso.
—No
lo sé, en ese momento estaba enojado, papi. Yo quiero a mami, solo deseo que
ella me quiera a mí.
—Eso
no va a pasar nunca, ella no quiere a nadie, hijo. Pero si lo deseas, podemos
estar juntos para siempre y esta misma noche puede hacerse. Iremos al mejor
lugar que puedas imaginar, habrá chocolates y caramelos por doquier, viviremos
mil aventuras juntos y lo mejor de todo, ya no tendrás que lidiar con ella,
¿qué dices?
Y,
Emanuel, que era un chico muy avispado para su edad, pero no dejaba de ser un
chico, respondió:
—¡Suena
a gloria, papi!
—No
precisamente, hijo, pero se parece bastante —respondió irónicamente.
—Bueno…,
deseo…, deseo que mamita esté muerta y tú estés conmigo para siempre —concluyó,
no sin un nudo en la garganta.
—¡Perfecto!
Ahora ve a casa y esta noche, cuando vayas a dormir, por nada del mundo salgas
de tu cuarto, ¿sí?, yo te despertaré en la mañana.
Se
despidieron y Emanuel enfiló hacia su casa. Todo daba vueltas en su cabeza, lo
que había pasado era extraño, pero esa no era la palabra que buscaba, por eso
eligió pensar que había soñado despierto; mejor pensar eso a saber que era un
niño malo. Si hubiese sido un adulto, la palabra hubiera sido más fácil de
encontrar. La palabra era surrealista, casi como un Dalí.
4
Cuando
llegó a su casa su madre estaba tomando vino, cómodamente sentada en el sofá de
la sala. Al verlo, le dijo:
—¿Esta
es hora de venir, Emanuel? Hace tres horas te fuiste y me dijiste que solo
estarías en el huerto viendo aves —espetó, pero su voz ya sonaba gangosa por el
efecto de la bebida y lo que debió ser una reprimenda, sonó a chiste a los
oídos del niño.
—Ahí
estuve, mamá, y solo hace unos minutos me fui —dicho esto, miró el reloj de
cuclillo y su pulso se aceleró. No puede
ser, pensó.
—¡MIENTES!
Fui a ver por la ventana y no estabas ahí. Debería darte de azotes por
mentiroso —y pensándoselo mejor, agregó—, más tarde, ahora estoy cómoda así.
—¡No,
mami, por favor!
—Vagabundeas
mucho, niño. Eso digo yo, vagabundeas todo el día. Ven aquí —dijo señalando con
la palma el otro lado del sofá.
Emanuel
se acercó despacio, con miedo. Al sentarse a su lado, ella lo atrajo hacia sí y
comenzó a acariciarle la cabeza. Su aliento apestaba, pero qué bien se sentía.
Al cabo de aproximadamente una hora, ella se durmió. Se levantó cauteloso y se
fue a su cuarto, otra vez no habría cena.
Se
acostó y un sollozo lastimero brotó de su pecho, ¿ese ruido lo hice yo?, pensó. En ese momento fue cuando se enojó.
En un arrebato de ira arrojó de un fuerte manotazo las piedras al suelo. Dios
nunca le había ayudado, al contrario, le había vuelto la espada. ¿Para qué sirve ser el mejor monaguillo de
la congregación? ¿Para qué sirve ir temprano un domingo a misa?, pensó. Y
lo peor de todo es que era cierto, pobre niño.
—¡YA
BASTA, DIOS, ¿ME OYES?, SI TÚ NO ME QUIERES YO TAMPOCO! ¡Y GRACIAS POR NADA!
Después
de eso se sintió mejor, se había desahogado. Su madre era la que lo había conducido
por el camino de Dios, a su padre la religión le importaba tres pimientos, por
eso se había suicidado; un buen católico jamás lo haría porque se condenaría
eternamente. Seré ateo, como papá, y así
no esperaré nada de nadie, pensó. Todo eran espejismos para su pequeña
mente angustiada. Un niño que a los seis años ya sabía leer, escribir y dividía
y multiplicaba hasta por tres cifras, al que su padre le había puesto el mote
de Flash precisamente por eso, no era fácil de engañar; pero a veces, solo a
veces, las conclusiones que saca la inteligencia no son las que el alma
necesita. A veces, solo es una trampa.
Mientras
divagaba se quedó dormido. Soñó con extrañas constelaciones que se unían y regurgitaban
entre sí.
Un
sonido raro lo despertó, su cerebro, aún dormido no determinó que era, pero
sabía que provenía del cuarto de baño contiguo a su habitación. Se levantó y
fue a ver.
5
La
luz del baño estaba encendida y la puerta entreabierta. Permaneció ahí plantado
sin saber qué hacer. Cruzó por su mente el extraño recuerdo de lo vivido esa
tarde con su padre, pero eso fue un
sueño, por eso perdí la noción del
tiempo, pensó. Quizás su madre se había caído por la borrachera y él ahí,
como tonto parado, sin hacer nada. Juntó valor y entró.
La
escena era rocambolesca. Su madre yacía despatarrada dentro de la pequeña tina
y sus ojos estaban abiertos y totalmente blancos. Un ser que parecía humano,
pero que no lo era, sostenía un espejo frente a su rostro, mientras murmuraba
en un idioma desconocido. Este ser tenía cuernos y emergía de la tina como si
cupiera en ella, como si esta no tuviera fondo. Emanuel, literalmente se
restregó los ojos, sin creer lo que estos veían. Una serpiente, roja como la sangre,
zigzagueaba bajo la tina. Un grito desesperado rompió su parálisis.
—¡MAMÁ!
El
horroroso ser volteó y lo miró directamente a los ojos. Su madre tomó aire con
un jadeó próximo a la asfixia, casi un estertor de muerte.
—¡Te
pedí expresamente que no te movieras de tu cuarto! —clamó el horripilante ser,
lamentándose.
—¡Corre,
hijo! —bramó la madre con voz rota.
Pero
Emanuel no podía moverse, estaba adherido al piso, sus pies pesaban una
tonelada cada uno. En ese instante cayó en cuenta que lo habían engañado, no
había sido un sueño y tampoco había sido su padre. Después de todo, pensó, la
catequista tenía razón, el diablo es un hipócrita adulador, es el padre de las
mentiras.
Y
mientras él pensaba todo eso sin poder moverse ni articular palabra, el diablo
dejó el espejo en el suelo y le enseñó el pulgar, este poseía una uña
larguísima y sumamente afilada. En un veloz movimiento cercioró desde la
carótida hasta la yugular de su madre, matándola instantáneamente.
—El
método del espejo es más entretenido, pero…, tuviste que meterte donde no te
llamaron. ¿En serio creíste que ese espantapájaros mugriento era tu padre?
—preguntó el maligno y su carcajada rompió el espejo del cuarto de baño.
Emanuel
quiso hablar, quiso decirle que él era un buen niño, pero notó que tampoco
podía hablar.
—No,
no puedes hablar, niño. Y eso que piensas no es cierto. Un buen niño no desea
la muerte de nadie y menos la de su madre, ¿no crees? —dijo con una mueca
burlona—. Y en cuanto a tu padre, quizás lo veas, él ocupa el séptimo círculo y
será picoteado por harpías por toda la eternidad, pero si estoy de buenas te
llevaré a verlo.
El
diablo tomó el espejo y se acercó. Cuando Emanuel se reflejó en él vio todas y
cada una de las cosas malas que había hecho en su vida, que por cierto eran
pocas. Al terminar, el espejo solo mostró su cara, pero ahora sus ojos eran
blancos, carecían de pupilas.
—Ahora
vamos, Emanuel —dijo y se transformó en el espantapájaros impostor—. Creo que
así te gusto más, tú también cambia, Nahash, al niño no le gustan las
serpientes.
Rápidamente
la serpiente se transformó en un cuervo enorme y negro como la noche, y con
destreza se posó sobre el sombrero de copa. El espantapájaros tomó de la mano
al niño y juntos salieron de la casa. Mientras caminaban, el habitual paisaje
se iba desdibujando, dando lugar a cosas que el niño jamás había visto.
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