En
el sueño, el diablo arroja lo que queda de la serpiente, se quita la sangre de
los labios y me dice:
"¿Por
qué crees que Dios no impidió que la serpiente engañara a Eva?".
Le
digo que no sé.
Y él
sigue:
"Él,
que todo lo ve y todo lo sabe, pudo evitarlo, pero no quiso, eligió jugar un
poco".
Desde
luego que considero que fue una trampa que el Creador le puso a sus hijos para
probar su lealtad. El mismo Dios en su faceta de diablo y más tarde convertido
en una serpiente.
—¡Suéltame!
—gritó Joaquín, despertándome.
Abrí
los ojos y guardé en un sobre la lista con las deudas de Joaquín. El pobre
imbécil debía cien vidas. Mi función principal era torturarlo hasta que llegara
el patrón, él se encargaría del resto.
—Ahora
te voy a cortar dos dedos de la mano izquierda —amenacé a Joaquín—. Por favor,
no te resistas.
—¡Aaaah!
¡Aaaa!
Sus
dedos cayeron en medio de sus pies. Después le metí un carrujo en la boca.
—¿Estoy
en-en el infierno o en-en la Tierra? —balbuceó después de darle una chupada al
carrujo.
—¿Así
de rápido te hizo efecto la hierbita?
—Responde,
¿dónde estoy?
—Da
lo mismo.
Dejé
la sierra encendida en el piso. Cogí el lápiz del escritorio y lo introduje en
la maquinita sacapuntas.
—¿Qué
haces, amigo? —preguntó, escupiendo el carrujo—. ¿Harás un retrato de mi
hermosa cara?
Aferré
a Joaquín de los cabellos y le clavé el lápiz en el ojo.
—¡Aaaay!
—gritó Joaquín—. ¿En qué nivel estoy, cabrón? ¡Aaaay!
—Llegaste
al noveno. Supongo que traicionaste a uno de los grandes.
—Era
un simple político de mierda —dijo Joaquín—. No valía nada. Siempre lo hemos
hecho y nunca había pasado nada.
—Resulta
que era uno de los aliados del patrón.
Su
semblante reveló los estragos del dolor y de la locura. Él no paraba de llorar;
sin embargo, al mismo tiempo sonreía. Era una risa enferma. A pesar de la
situación, no trató de soltarse de la silla. Sabía que no tenía escapatoria.
Decidí retirarle el lápiz de la cuenca ocular.
—¿Quieres
que te machaque todo el día? —le pregunté—. Ofrécele un trato importante al
señor antes de que yo te haga trizas. Ya no quiero hacerte más daño, dime algo
interesante y hago la llamada.
Parecía
que el hombre ya no tenía miedo. Desenchufé la sierra, pues creí que era
demasiado. Me arrimé, le di un golpe en el estómago y después le pegué en la
cara. El tipo apretó la mandíbula.
—¡Basta!
—gritó Joaquín—. Háblale al patroncito. Tengo que proponerle un último acuerdo.
Tomé
un bate del rincón y le quebré las rodillas. El traidor no hacía más que
reírse. Cielo santo, pensé, lo que tengo que hacer para no vivir en un mar de
lava, sentado en un peñón. El cretino comenzó a sumar con los dedos que le
quedaban.
—Un
alma, dos almas, tres almas —balbuceó con la mirada perdida en alguna mancha de
sangre del techo.
Le
quité los amarres y Joaquín cayó de la silla, enseguida se deslizó como un
gusano entre la sanguaza.
—Dame
un balazo —suplicó—, quizás Dios tenga piedad de mí. En fin, ya me arrepentí de
mis pecados.
—No
creo que Dios reciba en el paraíso a un cerdo como tú, o como yo.
Aunque
en el fondo yo sí esperaba ser perdonado y recibir el descanso eterno de mi
alma.
—Dame
la pistola, señor Iscariote. Yo me voy a pegar un tiro.
—Ni
siquiera mereces morir… todavía no.
Mientras
veía al hombre delirar en el suelo, intenté recordar el motivo por el cual
decidí traicionar al maestro. No pude, fue hace mucho. Tal vez yo pretendía
inventar historias para justificarme, pero no había perdón. No sé qué me pasó,
creo que en realidad necesitaba esas monedas de plata.
—No
seas cobarde, mátame. Eres un asesino, ¿no? En el nombre llevas el castigo:
Iscariote es un sicario y esa siempre será tu maldición. Por la eternidad serás
odiado.
—¡Cállate!
—Recuerdo
cuando era consejero del presidente —dijo Joaquín—. Yo tenía poder, dinero,
mujeres y, por qué no, hombres a mi disposición.
—¡Cierra
la boca!
—Tengo
que decirle algo al patrón, no seas rencoroso, avísale.
—Dime
de qué se trata.
Escuché
los ruidos que producen unos pies que pesan miles de kilos. Logré oír esa
respiración agitada que hasta la fecha me hiela la sangre.
—Él
escuchó mis invocaciones —dijo Joaquín.
El
patrón ingresó al nivel nueve con el rostro enrojecido y con la boca manchada
de sangre, como en mis sueños.
—Un
halo místico envolvía el ambiente —murmuró Joaquín, poniéndose de rodillas—.
Por eso supe que usted llegaría en cualquier momento.
—¿Tienes
una propuesta? —le preguntó a Joaquín—. Vamos, quiero divertirme.
—Sí
—musitó—, le tengo una propuesta, señor.
Joaquín
se arrastró por el suelo hasta los pies del patrón y luego se los besó.
—Habla.
—¿Qué
tal una última apuesta?
—Ah,
¿quieres jugar?
—Sí,
sí.
—¿De
qué se trata?
—Le
apuesto mi alma en la ruleta rusa.
—Tu
alma ya me pertenece, acuérdate —sonrió, abriendo sus carnosos labios—. Hasta
la de tus padres y la de tu esposa. Oh, todavía me acuerdo cuando hice mía a tu
mujer en el baño. Qué buen regalo: la bañera repleta de sangre y sus ojos entre
mis dientes. ¿Pudiste ver la escena en el espejo? Te vi sentado en el inodoro.
Ay, no dejabas de llorar.
—¿Qué
tal si le ofrezco el alma de mi hijo?
Ese
desgraciado era capaz de entregar a su hijo con tal de seguir disfrutando de
los placeres terrenales. Imaginé al patrón sujetando la mano del niño y a
Joaquín convertido en un cuervo, un cuervo que le sacaba los ojos a su hijo.
—Esa
propuesta me agrada.
—Muy
bien —dijo Joaquín extendiendo la mano.
El
jefe ignoró el apretón de manos
—Entonces
tenemos un trato, solamente tienes que firmarlo.
—Sí
—dijo Joaquín.
—Dame
el revólver y un contrato —me ordenó el patrón—. Y déjanos solos.
—Están
en el primer cajón, señor. Disculpe, tengo las manos manchadas y no quisiera...
—¡Vete!
¡Yo me hago cargo de redactar el documento!
Salí
de la habitación y, antes de cerrar la puerta, el patrón mandó:
—Sube
por las escaleras, Juditas —dijo, pasando la lengua por sus labios rojos—. No
querrás ver lo que dejé en el elevador.
—Bien,
señor.
—Tómate
el fin de semana libre, pero el lunes te quiero en el nivel dos a primera hora…
te vas a divertir, te lo juro por mí.
Subí
lentamente por las escaleras y sospeché que jamás sería perdonado. Afuera pensé
en no volver jamás a ese búnker subterráneo. Pero sé que mi penitencia era no
morir y, como dijo el imbécil de Joaquín, mi castigo era ser Iscariote, el
sicario inmortal, el más odiado.
Escuché
el eco de un balazo y después esa risa macabra.
Supuse
que era imposible ganarle una apuesta a un ser mentiroso, a un traidor que te
engañaba con su dulce voz, con sus promesas y con su extraña belleza seductora,
la cual se manifiesta en forma de tu mayor anhelo.
Escrito por El guardián entre el maizal
Consigna: Escribe un relato basándote en las tres imágenes adjuntas.
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