Éramos un clan de escritores clandestinos,
cuyas vidas eran muy parecidas a nuestras historias narradas. Todos y cada uno
de nosotros, teníamos un motivo para el suicidio y una última esperanza para no
claudicar. Poco a poco, las desgracias nos unieron como se urdía una tela de
araña. Pero en los últimos meses, estábamos
en absoluta decadencia. Pareciera que, cuanto más se solucionaban muchas de las
dificultades, la inspiración mermaba. Estábamos
tan acostumbrados a escribir desde nuestras podredumbres, que ahora nos faltaba
dolor para versar. Las ganas de escribir se consumían sucia y lentamente. Pero
desde la llegada del mensaje, y aunque al principio ninguno de nosotros pudo
adivinarlo, nuestras vidas comenzarían a atracar en otros puertos.
Habíamos sido convocados a una
reunión secreta en la casa de la colina. En el texto solo se nos pedía un
requisito: tinta y papel. Los cinco caminábamos entre el miedo, la
incertidumbre y la intensa lluvia. Igualmente, nuestro interior siempre había estado más enlodado que ese sendero que ahora pisábamos. No había mucho que perder, salvo unas miserables
existencias. No llevábamos paraguas, porque éramos
de los que pensábamos que la lluvia tenía ese poder purificador que nos faltaba
encontrar. Nos posicionamos en la entrada de la puerta. El olor a café recién
hecho nos inundó las fosas nasales al unísono. Tomamos la gran aldaba que se
presentaba en el portal, y suspiramos intensamente. Nos miramos y ese
momento, solo con el poder del silencio,
lo supimos. Cuando saliéramos
de aquellas frías paredes, nunca volveríamos a ser aquellos que conocíamos.
Se llamaba Hannah. Era enjuta, pero
con un rostro amable. Se notaba que era una sabia octogenaria, cuando menos. Y
allí estaba. Encima de la mesa, junto a las tazas de café, una bufanda de vivos colores que
presidía el ágape. Mientras, la anciana fumaba con parsimonia en su larga pipa
de ébano. Las volutas de humo blanco flotaban,
densas, por el amplio salón. Hasta entonces, solo se escuchaba el chirrido
quejumbroso de la mecedora y el tic-tac eterno del carrillón centenario, que
vigilaba el tiempo desde un oscuro rincón. Se levantó
y se dirigió a la pieza tejida. La tomó entre sus agrietadas manos y se la puso
alrededor del cuello. Luego nos miró sonriendo y se volvió a sentar junto al
fuego. A continuación, hizo una inspiración profunda y comenzó con su voz ronca
a deleitarnos.
—Os
he reunido aquí porque juré que,
cuando terminara de tejer esta bufanda, tenía que descubrirle al mundo las
historias de mis secretos. No son cuentos. Son realidades que ocurrieron en la
clandestinidad del temor. Ahora se podrá dar
explicación a lo que antes fue cautivo e irracional. Esta prenda la he
tricotado con unos hilos especiales, que solo conoce el tiempo. Cada color es
una época de mi vida donde he tenido que
luchar, liberándome de perjuicios, y he podido encontrarme después de perderme en el abismo. Por eso, ahora
que está acabada como yo, necesito que toméis nota de todo. Espero que podáis
transmitir y compartir, con la fuerza que vuestros miedos os permitan.
No hizo falta nada más. Comenzó sus relatos, siendo la última batalla
que pudo librar desde su propio final. Preso de los más tenebrosos
augurios.
El diablo y la serpiente (I)
Tobías
era el tonto del pueblo. Objeto de todas las burlas y desprecios, tanto de jóvenes como de
adultos. Allá por
donde pisara, se llevaba un insulto o una colleja. El pobre retrasado, solía
contestar con un mugido parecido al de un becerro, y con un hilillo de baba que
le manchaba la pechera. La cabeza gacha, los pantalones orinados y las
carcajadas de sus paisanos. Así era la vida de Tobías.
Durante
un ocaso, haraganeando por el bosque, escuchó unos sonidos extraños. Tobías, aunque tonto, era un hombre
curioso y se apresuró a descubrir que era lo que producía aquel extraño
murmullo. Lo que vio le dejó anonadado.
En
un claro, entre los centenarios árboles, se hallaba la figura de un caballero
elegante. Sus ropas eran distinguidas y oscuras. Pero lo que más llamó la
atención de Tobías, fue
la barba puntiaguda de su perfilado rostro. Además de dos pequeños cuernos como los de los
carneros de su tía Josefa, que sobresalían de su cabellera bien acicalada. El
extraño personaje, dirigió su mirada de ojos incandescentes hacia donde él estaba. Tobías sintió como todos
los vellos de su cuerpo se erizaban, como cuando pasaba por la boca de la cueva
del Lobo. Lugar donde decían en el pueblo, que habían asesinado a dos
muchachas. El caballero esbozó una sonrisa, la cual era cínica pero atrayente.
El pobre lelo salió de su refugio de ramas hasta el claro del bosque. En ese
instante, el extranjero se agachó al suelo de hojarasca y con una rapidez insólita atrapó entre sus manos una serpiente. La
acariciaba con delicadeza, mientras el animal tornaba del color pardo de sus
escamas al rojo sangre. Tobías comenzó a orinarse encima y sintió una voz en su
cabeza. Asintió y el caballero le animó a irse con cortesía. Sabía lo que tenía
que hacer.
Corrió,
muerto de miedo, hacia el lugar indicado. Y allí lo esperaban. El grupo de
adolescentes siempre se reunía para hacer pellas en el mismo sitio. Un sucio
corral de vacas abandonado a las afueras del pueblo. Se acercó hasta el grupo
de muchachos, y con su voz entrecortada y bobalicona, se dirigió al líder de la
banda. Era el que más se burlaba de él.
El que más fechorías le hacía.
—¡Aaandrés… Aaandrés… he encontrado una cartera con
muchos billetes… yo, yo, yooo, no sé contarlos!…¿Me
ayudas? Pero tú solo, tú solo,
que no me fío de ellos…
El muchacho lo miró de arriba abajo
con un desprecio creciente, y le pegó un empujón.
—¡Joder, hueles a pis! Está bien, iré contigo.
Esperaros aquí–dirigiéndose a sus amigos–. No creo que
tarde mucho, lo mismo traigo para una botellona.
Tobías
avanzaba raudo entre el follaje del bosque. La noche comenzaba a devorar cada
rayo de luz, y la penumbra se extendía sobre los árboles al son del viento.
Movía las ramas en un compás perfecto.
—¡Espera, no vayas tan rápido! ¡Imbécil!
—Ya
falta poco, Aaandrés, por aquí.
Llegaron
al claro del bosque casi sin darse cuenta. El muchacho apenas si podía
respirar, perlada de sudor su frente arañada por el ramaje.
Tobías le miró con su sonrisa idiota. Un hilillo
de baba comenzó a salirse por la comisura de sus labios.
—Espera
aquí. Ahora la traigo. La tengo escondida entre las raíces de aquel roble
retorcido.
—¡Venga,
estúpido! ¡Se nos viene la noche encima!
Tobías
se escabulló entre el follaje y el muchacho esperó unos minutos.
—¿Tobías? ¿Tobías? ¿Dónde
estás? ¡No
tiene gracia!
Tobías
se había alejado unos metros, y entonces se escuchó un fuerte alarido y un
gorgoteo, como cuando los cerdos mueren en la matanza con el cuello rebanado.
En ese instante una serpiente roja ensangrentada pasó cerca de sus pies.
En
su cabeza resonó su voz. Cínica, cortés.
“Mañana
me traes a otro”.
Belleza
comprada (II)
Hace
mucho tiempo, existió en el pueblo una señora llamada Sofía. Cada mañana, se levantaba con lágrimas en
los ojos, y corría las cortinas de su habitación.
Después, por propia inercia, cogía su
espejo ovalado de mano. Una pieza antiquísima que había pasado de generación en
generación. Solía mirarse en él,
durante horas. El reflejo malicioso le devolvía su rostro surcado por las
primeras arrugas. Era una mujer hermosa, que rondaba los cuarenta. Era soltera,
pero su situación entre paredes mohosas y ventanas rotas, no permitió que nadie
la desposara al fin.
Cada
noche, fantaseaba con ser inmortal. Deseaba poder detener el avance de esas
arrugas, como señal de una madurez imparable. Soñaba con poder detener su
sufrimiento, en cada aspecto de su deplorable vida. Estaba atrapada entre la
vanidad y la soledad. Esclava de su propio tiempo.
Una
tarde, en la cual la lluvia repiqueteaba en el cristal de su ventana, se sentía
más triste y melancólica que nunca. Repleta de anhelos frustrados e impotencia.
Estaba a los pies de su cama, llorando, y en ese instante, un aroma a crisantemos
inundó la estancia. Como apoderándose del aire, sometiéndolo a su poder. Sofía, extrañada, levantó la vista del espejo ovalado y
recorrió con la mirada cada rincón de la habitación. Sus ojos terminaron en el
espejo del aparador. Lo que vio hizo que el otro espejo cayera de sus manos.
Dentro del espejo de la pared estaba reflejado un caballero vestido de manera
exquisita. Su traje era negro con finas rayas blancas. Su rostro era alargado,
y terminaba en una puntiaguda perilla. En su frente, surgiendo entre su cabello
engominado, sobresalían dos pequeños
cuernos. Sus ojos eran de un color anaranjado. Sofía volvió la mirada hacia la
habitación, buscando el origen del reflejo. Pero no encontró nada más que el
intenso aroma a flores.
Escuchó
la voz maldita en su cabeza. Relatando sus alabanzas; sus promesas de belleza
eterna. Le dijo que el precio era intangible. Y ella asintió, aceptando sin
reservas. Pudo oír su risa seductora. Y cuando miró de nuevo al centro del
espejo ya no estaba allí.
Después de aquello, acontecieron varios
años. Suficientes, para que los estragos del tiempo hubieran sembrado en ella
nuevas arrugas y sus senos perdieran firmeza. En cambio, seguía siendo aquella
mujer con olor a crisantemos y arrugas casi inapreciables. Había conseguido
parar la tragedia de su vida y las manchas de la piel. Todo parecía más feliz.
Pero
no hay mayor verdad que nada es eterno. Aquella noche, Sofía se bañaba en su
amplia bañera. Mientras, se contemplaba en el espejo ovalado. Disfrutando de
sus sales y su espuma. Fue entonces cuando reconoció el olor. Ese mismo aroma a
muerte, embriagador. El espejo se le cayó al suelo, presa de un horror
indescriptible. Levantó la mirada y lo vio allí, portando el espejo caído entre
sus manos, para que ella se viera. De repente, le habló.
—Vengo
a por el pago.
Y
cuando se volvió a mirar en el cristal ovalado, desquiciada, ya no vio nada.
El morador de sueños (III)
Cuentan
de una familia en el pueblo que vivió una tragedia imperdonable. Por eso, desde
entonces, ya nadie dormía con las ventanas abiertas. Oír el aullido de la noche
y los gritos del campo era presagio de infortunios.
Daniel,
el benjamín, no hizo caso cuando le dijeron que nunca dejara de creer en sus
mundos de fantasía. Su vida no había sido fácil. Sus padres, esclavos de las
circunstancias, malvivían de la tierra desnuda. Sus idas y venidas del colegio
donde, a duras penas, aprendía, eran lo único que le salvaba de morir ahogado
en un mar de tristeza. La vida no suele ser justa. Y al final, muchos eligen el
fin. Aquella noche, cuando al fin se durmió, no estaba en sus sueños apacibles.
Un oscuro paisaje se
extendía ante él.
Una valla delimitaba un bosque tétrico
de un campo de trigo.
Tinieblas y unas estrellas tristes salpicaban el cielo a través de una creciente bruma. El
espantapájaros, de ojos blancos y huecos, y de nariz alargada, le cogió de la
mano. Sobre su sombrero de copa, un espantoso cuervo le vigilaba desafiante. No
se resistió. Como presa de un encantamiento. Juntos avanzaron hacia un mundo
tan incierto como maldito, y ya no había
vuelta atrás.
A la mañana siguiente su madre intentó despertarlo sin éxito. Sobre su almohada varias plumas de cuervo.
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