Di una cabezada en medio de un sueño vívido o
mientras pensaba con los ojos cerrados o cuando estaba inmerso en un estado de
duermevela. El caso es que mi sien golpeó la ventanilla del tren subterráneo.
Me encontraba confundido: no estaba tan seguro si era de noche o de día. Sacudí
la cara para orientar mis ideas. Los rostros de los demás pasajeros se
difuminaban debido al cansancio de mi mente. El joven que estaba sentado a mi
lado leía un libro, pero no alcancé a leer ninguna frase. Cerré los ojos con la
intención de retomar mis sueños y, en ese instante, sentí que algo vibró dentro
de mi bolsillo. Metí la mano. Saqué un Beeper. En la pantallita verde
leí un mensaje que decía: "Amor, te esperamos para comer".
—¿Qué
horas son? —le pregunté al chico del libro.
El muchacho apartó la vista de la página.
—Las ocho.
"¿Son
las ocho de la mañana o de la noche?", pensé, pero no dije nada, pues el
joven se puso los audífonos de un reproductor de música y bajó los párpados con
la intención de cortar la charla. Estaba harto de trasladarme de aquí para allá
y de allá para acá. Necesitaba estabilidad para pasar más tiempo con mi
familia. Di otra cabezada. Al despertar del sueño de los cansados logré
distinguir los rostros de los pasajeros. Esas caras hipnotizadas eran
iluminadas por pantallitas. Algo así como televisiones diminutas y
delgadas. Ellos deslizaban sus dedos por dichas superficies luminosas y en
ocasiones las tundían como si fueran máquinas de escribir de oficina de
gobierno. Abrí el cierre de mi maletín. Saqué el espejito redondo
que mi mujer me obsequió la última vez que ella y yo… ¿Cuándo fue la última vez
que ella y yo…? Observé mis ojos hundidos y mis cabellos que habían escapado de
su lugar. Ceñí la cola de caballo con una liga. Tenía una cita importante con
mi jefe. Era necesario estar relajado para informarle sobre mi decisión.
¿Cuándo se acabarían mis viajes? ¿Cuándo me otorgarían un trabajo de oficina?
De seguro, él diría pretextos como: "Un último viaje y ya". "Es
que tú eres el mejor". "Solo en ti confiamos para este tipo de
misiones". "¿Qué sería de la agencia sin tu ayuda?". "No lo
hagas por ti, hazlo por tu familia y por tu país". Suspiré, añorando los
momentos que nunca pasaron. Quería almorzar con mis hijos y contarles todo lo
que había visto y todo lo que había hecho en tantos sitios y épocas distintas.
Quería decirles, sin vigilar detrás de mi espalda, que yo era una pieza clave
en la historia actual. Deseaba presumirles que yo había salvado millones de
vidas. Pero ¿todo lo que hice sirvió de algo? No, las cosas malas seguían
pasando a pesar de las intervenciones y ni siquiera recordaba cómo era la voz
de mis niños. Entonces no valió la pena. Metí nuevamente la mano al maletín en
busca del juguete que le prometí a mi hijo menor. No estaba el cubo Rubik. No
lo compré o lo dejé en la cama de algún hotel. ¿Cómo pude olvidarlo? Otra vez
vibró esa cosa, pero lo ignoré porque no sabía si llegaría a comer o si tenía
que cruzar otro portal. El tren detuvo su marcha. Los pasajeros empezaron a
bajar. Inconscientemente, toqué la pistola que estaba en la tobillera. El
anciano que estaba sentado a mi lado se levantó con la ayuda de una muleta y
dejó el periódico en el asiento. Me puse los lentes de aumento y leí la fecha y
el lugar. Fui el último pasajero en salir del vagón. El tren volvió a perderse
en el túnel. Subí las escalinatas. Caminé por la acera de un rascacielos y en
un ventanal observé las canas que poblaban mi escasa cabellera. Otra vez vibró
el Beeper en mi bolsillo. Introduje la mano; sin embargo,
ahora se trataba de un iPhone. Había llegado otro mensaje de mi esposa. Era
indispensable renunciar a la agencia si no me ponían detrás de un escritorio.
Los viajes en el tiempo me estaban alejando de mis seres queridos y de la
cordura. Ya no sabía si viajaba al pasado o al futuro, si iba o venía. El
mensaje de mi mujer ya no decía: "Amor, te esperamos para comer".
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