El
albergue en aquella época del año estaba completo. El otoño estaba bien
avanzado, y aunque las noches en la sierra eran frescas, el tiempo era
agradable e invitaba a disfrutar de la naturaleza y el ocio. Los muchachos y
las chicas daban rienda suelta a su buen humor y a sus hormonas alborotadas. Bill
Canario, desde su lugar privilegiado en la barra de la cantina, disfrutaba de
la simpatía de la juventud y hasta cierto punto, sus bromas le habían
contagiado. Pero algo en su mirada profunda y parda inquietaba, ¿y si volvía a
ocurrir?
Las chicas perreaban moviendo sus traseros, al
ritmo de música latina. Algunas incluso, atrevidas y pizpiretas, le invitaban a
que saliera de la barra y se uniera a sus bailes sensuales. Los muchachos le
vitoreaban pronunciando su nombre, los brazos en alto, los botellines en las
manos… Si tuviera 20 años menos…
Las
ventanas del local estaban abiertas y en el horizonte se veía el bosque
profundo, oscuro. De árboles centenarios y tupidos. Más lejos aún, las altas
montañas parecían un cuadro que se mostraba orgulloso. Bill Canario lo intuyó
segundos antes de que sucediera. A pesar del sonido de la música el alarido se
escuchó perfectamente. Provenía del bosque, de la parte norte, la más zahareña.
Un desgarrador grito que hizo que todos se detuvieran. El camarero, mordiéndose
los labios, imploró a Dios que aquel alarido no fuera humano. Aquellos segundos
se hicieron eternos y el viento traía el aroma de la naturaleza, de la noche,
que extendía su manto desde las montañas. Entonces alguien propuso otra ronda y
para Bill fue un alivio.
Los
puedo oler a cientos de metros cuando marchan carretera arriba. Desde mi escondite
en el bosque, a pies de la sinuosa carretera. Su aroma a ciudad, a perfumes
caros, a pijotería, les precede como un estandarte del capitalismo y el
derroche. Pero a mí lo que realmente me gusta es el olor del miedo. Y ellos
desprenden mucho olor. Sobre todo cuando los arrastro al sótano.
Mi madre fue la que se puso en contacto con
ellos. Necesitábamos dinero desde que el cabrón de mi padre, un maltratador
alcohólico, se marchó de casa para siempre y su mísero sueldo dejó de abastecer
la casa. Las deudas nos atenazaban y aún no sé cómo mi madre consiguió el
número de teléfono de esa gente. “Solo órganos sanos y en perfecto estado.
Pagamos al contado” Dijeron. En aquel oscuro callejón donde se citaron con mi
madre y yo escuché escondido entre las penumbras.
Aquella
noche vi la incertidumbre en sus ojos de cielo.
─¡Yo
lo haré madre!
Ella
levantó la vista del caldo con unos pocos fideos que sorbía como un manjar. Mi
hermana pequeña nos miraba desconcertada.
─
Está bien hijo. Prepararé el cobertizo.
Y seguimos sorbiendo el plato de sopa como si
aquella conversación no hubiera existido. Mi hermana no dejaba de mirarme
descolocada. Yo levanté los ojos de la mesa y clavé mis ojos verdes en sus
bonitos ojos azules. “Ahora te cuento, leyó en mis pupilas”. Y ya nadie dijo
nada más.
Aquella
mañana Bill Canario limpiaba los vasos con la soltura que le habían otorgado
los años. Aún era temprano y la cafetería estaba vacía. Una pareja entró con
las mochilas a cuestas y le pidieron un desayuno completo. Bill, hombre
avispado y que podía estar haciendo varias cosas a la vez, mientras hacía los
cafés, controlaba las tostadas y exprimía las naranjas escuchaba la
conversación de los jóvenes.
─Me
han dicho que la carretera del norte lleva a unos senderos alucinantes. Dijo el
chico entusiasmado.
─¿Y
podremos ver animales?
─Claro,
bebé, si somos cautelosos seguro que sí.
La
chica se reincorporó en su silla y le dio un beso en los labios a su novio.
Éste sonrió dichoso.
En
ese instante Bill se acercó a la mesa con los cafés.
─¡Perdonen
que me meta donde no me llaman, pero no he podido evitar escucharles! Miren,
esa ruta es peligrosa. Hay muchos animales salvajes. Lobos, osos… No sé si
estaban la otra noche cuando se escuchó el alarido. Provenía de ahí… Hay otras
rutas igual de interesantes y menos peligrosas.
─¡Pues
sí, está metiendo las narices donde no le importa!−Contestó la chica alterada−.
Limitase a servirnos el desayuno que se nos hace tarde.
─Cariño…
no hace falta ser borde.
Ella
se quedó mirando a su chico. Pensando que quizá le faltaba coraje. Huevos.
─¡Les
traeré lo que falta, discúlpenme!
La
pareja salió de la cantina discutiendo. Bill Canario les miró preocupado. Aún
tenía aquel espeluznante grito metido en su cabeza. “Ojalá no ocurra de nuevo”.
Pensó.
Todavía
guardaba los recortes de periódicos con aquellas terribles noticias.
Los
chicos avanzaban raudos por las calles del pueblo. Ya se les había pasado el
enfado y bromeaban entre sí. La carretera comenzaba en la parte izquierda de la
población y se adentraba serpenteante a través del bosque. Era de asfalto
oscuro y las sombras de los árboles aún la hacía más negra. Apenas había arcén.
La naturaleza poderosa llegaba con gran vigor hasta la carretera. Los árboles
eran antiquísimos, de troncos retorcidos y ramas grandes y enredadas. No se
sabía donde empezaba un árbol y terminaba el otro. Olía a viejo, como cuando se
abre un baúl que lleva años por abrir y el aroma a cerrado flota en el aire.
Los jóvenes admiraban extasiados la grandeza del bosque, mientras seguían las
indicaciones del sendero en los carteles de madera que estaban clavados a pie
de la carretera.
Mientras
espero sentado bajo un viejo roble a que llegue algún iluso los recuerdos me
asaltan. Son imágenes que no puedo controlar, algunas me hacen daño. Me clavo
las uñas en las palmas de las manos, hasta que brota la sangre…
Veo
a mi padre sobre mi madre, borracho, babeando su hombro. La fuerza, la penetra.
La mirada perdida de mi madre es dolorosa, mientras aquel cerdo se desfoga y la
abofetea.
“Joder, pareces una puta muerta”. Dice.
Y
termina asqueado y sale del cuarto subiéndose los pantalones orinados y
metiéndose el pene flácido en los calzones. Yo me quedo quieto en el pasillo.
Le quiero matar. Su mirada beoda se cruza con la mía.
“¿Quéee?”
El
bofetón me tira al suelo. Luego no recuerdo nada más, solo a mi madre sobre mi
cuerpo sangrante para evitar que siga golpeándome.
Recuerdo
el primer animal que maté. Solo la sangre calma mi ira, las ansias de destripar
al cabrón de mi padre, sacarles las tripas y dárselas de comer a los cerdos...
Atrapé a aquel pobre perro con un lazo para cazar conejos. Su mirada imploraba
ayuda. Lo arrastré por el bosque mientras el animal aullaba dolorido. Estuve
horas despellejándolo hasta que murió. Me supo a poco.
Matar
a un ser humano es aún más fácil y más placentero. Ahí es donde entra el factor
miedo. Ese aroma característico que emana de la piel. Lo vi a las afueras del
pueblo. Estaba removiendo los contenedores de basura. No se podía caer más
bajo. Aquel harapiento solo era un estorbo. Su vida no valía nada. Me acerqué a
él con sigilo, la llave inglesa en mi mano derecha. El golpe le pilló por
sorpresa y cayó al suelo como un saco apestoso.
Lo
tuve colgado cabeza abajo de la rama de un árbol en lo profundo del bosque. Su
cuerpo desnudo y esquelético me daban nauseas. Lo primero que hice para que el
desgraciado no gritara fue cortarle la lengua. Se resistió. Tuve que sujetarle
la cabeza bajo mi hombro, mientras, con unos alicates, tiré fuerte del musculo
parlante. Intentó morderme, pero cuando las tijeras de podar hicieron su
trabajo solo gemía como un animal. Me senté largo rato a contemplarlo. Se mecía
levemente, mientras la sangre le corría por la cara barbuda y se le metía en
los ojos. Aquellos ojos, no soportaba aquella mirada clemente. Me levanté del
suelo. Podía percibir su olor a miedo. Me reconfortaba. Me acerqué al hombre
despacio, complaciente. Creo que el idiota pensó que lo iba a soltar. Con
agilidad saqué la navaja de mi bolsillo y con cierta dificultad le saqué un
ojo. Vi como me miraba desde la ensangrentada palma de mi mano, lo dejé caer al
suelo. El hombre se retorcía, se balanceaba, gemía. El otro ojo fue más fácil…
estuve observando cómo las hormigas se comían los globos oculares hasta que se
hizo de noche.
Cuando
volví a la mañana siguiente para seguir con mi trabajo solo quedaba una pierna
atada a la cuerda. Las criaturas de la noche se habían adelantado.
Ya
están cerca. Salgo de mi escondite y me tiendo en el centro de la carretera.
Cojo una bolsa con sangre de cerdo y mancho mi ropa con ella. Mi plan nunca
falla. Les veo llegar curva arriba, escondo la llave inglesa en mi costado.
Están animados, hablando sin parar, hasta que me ven.
─¡Mira
cariño! ¿Es un hombre tirado en la carretera?
─¡Por
Dios sí! ¡Vamos!
Corren
hasta mí. Asustados, empiezo a gemir levemente.
─¡Llama
a una ambulancia bebé, mira cuánta sangre!
─¡Algún
desgraciado lo habrá atropellado y lo ha dejado como a un animal sobre el
asfalto! ¡No hay cobertura Carlos!
La
pareja está sobre mí. No quieren tocarme. Cuando se agachan actúo con
celeridad. Les golpeo en la cabeza. Son solo unos segundos. Éstos no me van a
dar problemas como la zorra de la otra tarde. Su gritó fue estridente y se
escuchó en toda la sierra. Caen como dos muñecos sobre la carretera. Los
arrastro hasta el bosque. Mi camioneta espera a pies de un sendero rural.
Cuando se despierten ya estarán en el sótano.
Bill
Canario está como ausente. Apenas si hace caso a la juventud que baila, ríe,
bebe. Trabaja como un autómata. Siempre que puede mira por la ventana. Hacia el
norte. Donde el bosque es oscuro y tenebroso. La pareja lleva fuera muchas
horas. Ya deberían haber vuelto. Casi espera un nuevo grito desgarrando la
inminente noche.
La
chica está buena. La observo mientras despierta desorientada. Los había
despojado de la ropa antes de atarlos uno frente al otro a unas argollas que
penden del techo. Miro sus pechos turgentes. Suben y bajan al ritmo de su
respiración. Me percato de su pubis depilado. Estas chicas de ciudad siempre
tan pulcras. Me gusta… Hace calor aquí. Y el ventilador solo mueve el aire
caliente de lado a lado. Me deshago de mi camiseta…
El hombre despierta y tras unos segundos de
confusión se percata de lo sucedido cuando ve a su novia empelotas delante de
él. Gruñe como un toro enfurecido, tira una y otra vez de las cadenas, el
hierro se clava en sus muñecas y grita de dolor a través de la mordaza. Me
quito el pantalón y los calzoncillos y me acercó a su hembra. Puedo sentir su
furia. Con un cuchillo de caza comienzo acariciar el rostro de la chica, ella
intenta apartarse asustada. Con lentitud deslizo la hoja por su lindo cuello,
sus cabellos rubios caen como cascadas sobre sus hombros. Me deleito en sus
tetas con el cuchillo y hago círculos continuos en la aréola de los pezones, un
pequeño corte los hace sangrar. La chica comienza a retorcerse de dolor. El
joven no puede contener su odio y tira aún más fuerte de las cadenas. Eso me
excita… en ese instante mi hermana abre la puerta.
─¡Ohhh,
perdona, no sabía! Te traigo unos bocatas, son de bacon y queso, los acaba de
hacer mamá.
─¡Cierra
la puerta, joder. Siempre tan oportuna tú!
─Umhhh,
es guapo. Yo también quiero jugar.
─¡Has
lo que quieras, pero no tenemos mucho tiempo!
Cojo
dos cuerdas y las ato a los tobillos de la chica, intenta resistirse, patalea,
pero un fuerte puñetazo en el estomago la deja doblada. Tiro de las cuerdas
hasta que su cuerpo queda suspendido. Abierto para mí… Por el rabillo del ojo
veo a mi hermana acercarse al hombre. Se ha quitado la parte de abajo del
chándal y las bragas. Con destreza, mientras mira como penetro a la chica
masturba al hombre. Él quiere resistirse, pero poco a poco su hombría es
evidente. Su novia grita de dolor, aunque la mordaza impide que sus gritos se
escuchen fuertes. Empujo con violencia mientras aprieto sus senos, los
retuerzo. Vuelvo la cabeza y mi hermana se está tocando mientras sacude con
vehemencia el falo del chico. Aquello me vuelve loco. Acerco mi boca a una de
sus tetas y le arranco un pezón de un mordisco. Puedo sentir la sangre fluir en
mi boca. La chica se ha desmayado justo cuando me vuelco dentro de ella. Puedo
escuchar los gemidos de mi hermana llegando al clímax, el semen del hombre
impregna sus pequeñas manos.
─¡Largo!
De esto ni una palabra a madre−Le digo a mi hermana mientras me visto−.
¿Estamos?
Mi
hermana asiente mientras pasa su mano pringosa por la cara del hombre
enfurecido. Su miembro flácido todavía gotea. Aún lleva las bragas en la mano
cuando cierra la puerta.
Tengo
dispuesto seis neveras de corcho con hielo encima de la mesa junto a una manta
con todo el material quirúrgico necesario. Escojo un bisturí grande, muy
afilado. Me planto frente al hombre. Cree que va ser el primero en morir, pero
en el último instante le doy la espalda. Escucho sus palabras entrecortadas, implora que no le haga daño. La hoja es
precisa… Poco a poco voy introduciendo los órganos en bolsas herméticas y las
introduzco en las neveras. Desde mi posición puedo oler el miedo del hombre,
ahora que de su chica solo quedan despojos. A lo lejos se escucha el rumor de
un helicóptero. Son ellos.
Bill
Canario aprovecha que no hay nadie en la cantina para echarse un cigarro. La
mañana está nublada. Un gran cúmulo de nubes grises se aprieta sobre las
montañas nevadas. El aire huele a lluvia.
Primero
escucha el sonido de unas hélices y luego ve el helicóptero negro. Se dirige al
norte, a la parte salvaje del bosque. ¿Puede ser el mismo aparato que surcó el
cielo un año atrás cuando ocurrieron los hechos? No acaba su cigarro. Su mirada
parda, oscura, tiene un mal presentimiento.
Mi
madre es la que cierra los negocios. La veo desde las porquerizas entregar las
neveras a unos hombres vestidos de negro y con pasamontañas que ocultan sus caras.
Lo que nos importa a nosotros sus estúpidos rostros adinerados. Solo queremos
una cosa de ellos, nuestro sustento para el resto del año… Cuando la mercancía
está en el aparato, un individuo trajeado, con gafas de sol y mascarilla
quirúrgica, le da a mi madre un sobre, que abre y mira. Veo que el hombre del
traje me observa. Pero mi sonrisa fría le hace desistir y tras apretar
levemente la mano de mi madre se introduce de nuevo en el helicóptero…
Los
cerdos están como locos, huelen la comida desde lejos. Vienen en tropel hasta
la parte de la valla donde me encuentro. Voy extrayendo de un cubo los trozos
de carne sanguinolentos cortados en porciones pequeñas. Sus gruñidos me
satisfacen, mientras voy lanzando los despojos al azar sobre la parcela
cenagosa.
Consigna: Deberás escribir un relato basándote en la sinopsis del siguiente libro:
Pánico Pop
de Curtis Garland
Género: terror
Las risas de los muchachos y las chicas acogieron el
evidente buen humor de Bill Canary. Éste hizo un gesto con su brazo, como si
todo aquello le divirtiera. Pero lo cierto es que la mirada de sus pardos ojos
profundos era grave y preocupada.
Súbitamente, allá en la noche, en la campiña oscura y lluviosa, estalló un
tremendo y agudo alarido. Un horrible, largo y escalofriante grito de mujer.
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