Lo
nuestro fue un flechazo. Yo iba por la calle con prisas, como todos los días,
cuando algo llamó mi atención. No pude resistirlo y me detuve en medio de la
marabunta de gente en plena calle. Después de recibir varios insultos y
codazos, me atreví a mirarla de frente. Ahí estaba: tan bonita, radiante como
una piedra preciosa. Y sola. ¿No os ha pasado nunca? ¿Sentir ese impulso
irrefrenable? En aquella época yo era un joven alocado y no quise asustarla con
mis tics nerviosos. Continué caminando de forma distraída de un lado a otro,
crucé de acera varias veces y fumé cuatro cigarrillos antes de atreverme. Cualquiera
que estuviera observándome habría pensado que era imbécil o, quizá, muy
imbécil. ¿Acaso vosotros habríais tenido agallas? Ella permanecía inmóvil, como
mirando hacia el infinito. Sin duda, estaba esperando a alguien. Por fin me
armé de valor y, tras los gritos de un taxista que dijo algo sobre mi madre y
todo el resto de la familia, crucé y llegué hasta donde estaba. De cerca era
todavía más hermosa, delgada y con un brillo que embelesaba. La conexión iba a
ser segura. Y no me equivoqué. Pagué en efectivo al dueño de la tienda y la
llevé a casa.
Y,
bueno, ya sabéis, como todos los principios, el nuestro fue perfecto. Nos lo
pasábamos de película juntos, preparaba cenas románticas y nos necesitábamos
tanto el uno al otro… Era feliz. Desde que me levantaba, lo era todo para mí.
Cuando tenía que ir al trabajo se quedaba apagada, por eso durante mi jornada
no pensaba en otra cosa más que en su gran pantalla. Era inmensa. Última
generación. Nuestros inicios fueron muy fogosos. Admito que puso el punto
canalla que mi vida necesitaba. Nos quedábamos despiertos hasta las tantas de
la noche y me mostraba su arsenal de armas de seducción de las que no podía
escapar. Sus encantos eran tantos que me volvía loco. Me tumbaba en el sofá y
me enseñaba cosas que jamás había visto. Siempre con energía, inagotable.
Incluso cuando yo no podía más, conseguía que lo alargáramos… ¡Era mi sueño
hecho realidad!
Las
consecuencias de esta apasionada relación fueron en aumento. Tanto, que empecé
a sufrir unos dolores de espalda terribles. Me encantaba el sofá, lo había
convertido en nuestro nidito de amor, pero resultaba bastante incómodo. Cuando
llegaba a la oficina por las mañanas literalmente doblado, mis compañeros no paraban
con la guasa.
—¡Qué,
campeón! Anoche hubo movida, ¿eh? —Y las risas, fruto de la malsana envidia,
resonaban por todas partes.
—A
ver si un día nos la presentas —soltó otro con retintín.
Tras
ese comentario, habría lanzado el bote entero de bolígrafos a la cabeza del
desgraciado, pero Gutiérrez «El chorizo», había vuelto a operar en mi mesa del
despacho dejando un mísero lápiz sin punta como única arma de trabajo. Di un
puñetazo sobre la mesa y todos callaron de pronto. A veces hace falta ponerse
duro con quienes se burlan de ti. El problema fue que el jefe estaba
presenciando la escena, lo cual provocó el silencio de esas aves de rapiña y me
tocó aguantar un sermón del quince sobre el sentido del ahorro y la propiedad
ajena.
Mis
amigos y familia estaban encantados con ella. Siempre sabía estar en su lugar y
era considerablemente servicial. Yo nunca le pedí tanto, pero estaba programada
para ello. Disfrutaba complaciéndome y pronto descubrí que a los demás también.
Mi madre pasaba a menudo por casa pero, curiosamente, siempre que yo no estaba.
Decía que iba a visitarla, que se hacían compañía mutuamente y que las dos
estaban muy solas por las mañanas. Incluso un día a la semana había formado un
grupo con las vecinas del barrio para reunirse en mi piso con ella y
entretenerse.
—Hijo
mío —llegó a comentarme un día—, no sabes el tesoro que tienes en casa.
—Sí,
lo sé, mamá —contesté mientras limpiaba los restos de galletitas saladas
desperdigados por el sofá.
—Me
está modernizando. Me pone al día de todo —añadió con un aspaviento circular.
No
lo podía creer. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué se había pensado? ¿Que mi casa era
su casa? ¿Que podía entrar cuando quisiera? La quería para mí. ¡Era mía! No
podía más. A partir de ese día comencé a cambiar de actitud. Disolví la secta
de los jueves creada por mi madre, le dije que me devolviera la llave y
registré su cartera para quedarme con cincuenta euros por daños y perjuicios. No,
no fue un robo. Todo el tiempo que ella y sus amiguitas pasaban en casa
consumían. Sobre todo, electricidad.
—¿Trescientos
euros? —grité a la voz del otro lado del teléfono.
—Los
kilovatios consumidos en su domicilio son correctos. Puede tomar la lectura de
su contador si lo desea para chequear la eficacia de nuestra compañía —contestó
una agradable voz.
Colgué
antes de que siguiera encantándome con su dulce e inánime voz de sirena. Esa
criatura había sido entrenada para aguantar quejas sin inmutarse durante sus
catorce horas de jornada laboral. Mi derrota era segura.
Pese
a haber echado a todo el mundo de mi casa, mi situación económica siguió
empeorando. La factura de la luz continuaba siendo angustiosamente elevada y el
fisio me había recomendado ir tres veces por semana por las contracturas de mi
espalda. No podía con todo. Me volví huraño, mezquino, apático. Me pasaba el fin
de semana encerrado con ella. Mis amigos me llamaban y me aconsejaban, pero yo
pasaba de ellos. No los necesitaba. Tampoco a mi madre. Cada día tenía peor
aspecto, los ojos totalmente enrojecidos y dormía apenas un par de horas. Hasta
que llegó ese día.
Una
mañana, aburrido en el trabajo, me dediqué a repasar la correspondencia. Quizá
fueron imaginaciones mías, pero me pareció que el cartero me guiñaba un ojo
cuando me entregó las cartas. Encontré facturas de proveedores, extractos del
banco, lo de siempre… Cuando, de entre la propaganda electoral que iba directa
a la trituradora, salvé un folleto de una tienda de «Electrodomésticos
Martínez». «Perfecto», me dije, «lo que necesitaba para pasar el rato hasta la
hora de salida». Me dirigí al cuarto de baño con el folleto escondido dentro
del pantalón y allí me senté a hojearlo. Pasé rápidamente las páginas dedicadas
a televisores, ya tenía una impecable, cuando de pronto lo vi. ¡Un disco duro
externo de diez terabytes por noventa y nueve euros! Se me cayeron los
calzoncillos al suelo. Me enamoré de él en ese mismo instante: negro, de formas
aerodinámicas, fuerte, de gran potencia, compacto. Me estaba excitando. Pero,
un momento, ¿y ella? ¿Estaría de acuerdo con la decisión? Esta novedad le
afectaba directamente. Además, la traición iba a producirse en el mismo lugar
donde nos conocimos, donde la compré. Nuestro lugar especial.
Pese
a las dudas, a las seis en punto salí como un rayo y llegué a la tienda. Allí
estaba. Orgulloso, me incitaba con su base prominente. Saqué mi tarjeta de
crédito y concluí que sí, que la convencería para de que era nuestro
complemento ideal. ¡Había que ser un poco más lanzado! ¡Pondría el punto
picante en nuestra vida! Una fuerza superior a mí estaba llamándome hacia aquel
disco duro. Pagué de inmediato para llegar a casa y conectarlo.
Al
principio ella se lo tomó a bien. Era un compañero más cuyas funciones
potenciaban las suyas. Formábamos un trío perfecto: él tenía una capacidad y
potencia inusitadas; ella seguía exhibiéndose como nunca y yo flipaba en
colores. Éramos felices juntos, hasta que llegaron los celos. Ella empezó a
apagarse de vez en cuando y, a menudo, no detectaba la señal. Parecía que la
culpa era de la antena de la comunidad, pero a nosotros no nos la colaba.
También dejó de sintonizar canales nuevos y, poco a poco, nos fuimos
distanciando. Solo la utilizaba para ver las películas que grababa él. Empecé a
aficionarme a todo tipo de cine y me olvidé de programas de cotilleos, series
malas y concursos amañados. Grabé las películas de los más grandes: Hitchcock,
Johm Ford, Santiago Segura… En definitiva, ¡me estaba culturizando!
La
televisión no pudo más y, un día, se apagó y no volvió. Así que le trasladé al
dormitorio y acoplé el monitor del ordenador. De esta manera, seguimos pasando
los días enteros, lejos de ella.
Todavía no se lo he contado a mi madre. Algún día
tendré que dejar de cerrar mi habitación para ocultarlo cuando viene de visita,
pero no encuentro el momento. No sé si lo comprenderá. Todavía sigue preguntándome
por ella, pero yo le doy largas. Solo rezo para que no me suba la
correspondencia un día y me encuentre con un folleto de «Electrodomésticos
Martínez».
Consigna: Un monólogo (tipo El Club de la Comedia) con
tema libre.
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