1
Otoño es la
época del año que más me gustaba. Adoraba ir al parque con papá y juntar hojas
y hacer collages. Papá les daba forma de animales o personas; y a otras, las
más secas, las estrujaba dejándolas caer como papel picado en la plasticola.
Quedaba un efecto muy bonito. Y como broche de oro, escribía mi nombre en una
de las esquinas: Calista Martínez. Y hacia una floritura en la zeta, un trazo
largo que revoloteaba alrededor de mi nombre, encerrándolo en un globo, del
cual salían zarcillos que se enredaban en sí mismos.
Pero
ya no lo hacemos.
Luego
del accidente, las cosas con papá cambiaron
mucho. Encerrados en la casa, él se pasaba horas mirando cajas de zapatos llenas
de fotografías en blanco y negro, y con los bordes amarillentos, mientras que yo,
luego del susto inicial, trataba de adaptarme a la nueva situación.
En
las fotos se los veía a papá y mamá felices, capaces de llevarse el mundo por
delante. Pero no hay que dejarse engañar: la felicidad no es algo que se pueda
fotografiar. La felicidad es un estado anímico, una mezcla de hormonas y
endorfinas que nos llevan a un estado de gracia que, comúnmente, llamamos amor
o felicidad. Es lo mismo que drogarse… más o menos.
En
el resto de las fotos estoy yo de bebé, una cosa pequeña, arrugada y fea.
Supongo que está mal que diga eso de mí misma, pero es la verdad: en ese tiempo
era fea.
Al
principio me quedé con papá, tratando de hacerle entender lo que ocurría. Si
yo, una nena de diez años, lo comprendía ¿por qué él no? Si con sólo mirar a
nuestro alrededor la conclusión era evidente: el aire, los colores y olores se habían
vuelto insustanciales; y lo que antes llamábamos normalidad, ahora no tenía
nombre.
Estábamos
muertos, y él no quería aceptarlo.
2
El tiempo se
volvió obsoleto para nosotros. No envejecíamos, no teníamos hambre, calor o
frío, y menos que menos asuntos de índole fisiológica. Tampoco me sentía como
un fantasma, o con la idea que tenemos de ellos, seres pálidos que flotan y
traspasan paredes. Teníamos consistencia, aunque no la suficiente como para
poder ser vistos por los vivos. Era como si la luz se reflectara en nosotros y
nos hiciera invisibles. Y podíamos agarrar cosas sin problemas. Pero lo de
traspasar paredes… lamento decirles que es un puto mito que aprendí de la peor
manera: golpeándome contra la pared de mi cuarto, y ganándome un chichón en la
frente en el proceso. Y dolió.
Capaz
alguno de ustedes se asombre con el léxico que utilizo, y piensen que no
concuerda con el de una nena de diez años. Pues bien: ¿saben ustedes lo
aburrido que puede ser esto? No hay muchas cosas que hacer siendo un fantasma,
a no ser que se te dé bien eso de andar asustando gente. Por mi parte, descubrí
que me gustaba la lectura; y en todos estos años (ya no sé cuántos, dejé de
contar al llegar a los cien) me entretuve yendo a las bibliotecas de la ciudad.
Y fue en una de esas bibliotecas donde ocurrió lo siguiente…
3
En las
bibliotecas se pueden encontrar dos clases de cosas: fantasmas y gente tímida.
Si
alguna vez vieron un libro caerse de un estante, o se les volcó la bebida sin
motivo aparente, o lo que es peor: sintieron una respiración detrás de ustedes,
no les quepa ninguna duda de que fue un fantasma.
El
aroma de los libros actúa en ellos como una feromona, atrayéndolos. Y otra cosa
que les gusta de las bibliotecas es el silencio, cortado por el sonido de las
páginas pasándose.
Y
por el otro lado tenemos a los tímidos, que encuentran en los libros un escape
de su vida monótona, y los adentra en la aventura sin riesgos.
Cintia
Abril era una de esas personas. Rubia, alta y desaliñada, portaba unos anteojos
demasiado grandes para su rostro. Llegaba a primera hora de la mañana y no se
marchaba hasta bien entrada la tarde. Su lectura preferida eran los clásicos,
aunque alguna que otra vez la había visto husmear en la literatura erótica.
Andaría por los treinta años, más o menos, y se notaba a la legua que le
gustaba el empleado de mostrador, un hombre atildado de escaso cabello, y
vestido siempre de riguroso traje oscuro. Llevaba escrito su nombre en un
prendedor dorado: Mario Puente.
Mario
pasaba sus horas buscando libros para los clientes, y armando fichas de
identificación. Y al terminar el horario de atención, recogía los libros
olvidados en las mesas y los devolvía a su lugar. Si había reparado alguna vez
en Cintia, no parecía notarse. Mayormente rehuía el contacto visual, y mantenía
la vista fija en el monitor mientras hablaba. Una lástima porque tenía unos
impresionantes ojos celestes, igual que ella.
Después
de varias semanas observándolos, pensé que sería interesante ver qué sucedería
si ambos mundos colisionaran.
4
Las cosas en
casa seguían igual. Papá no se levantaba del sillón ni para cagar (una forma de
decir, ustedes me entienden), y no decía palabra. El ambiente a su alrededor
era deprimente, y las cajas de fotos seguían allí.
Así
y todo, todas las noches me sentaba frente a él y le contaba mi día. Por eso,
cuando llegué aquella noche y le comenté lo que tenía planeado, me sorprendió
al ponerse de pie de un salto, y en el proceso golpear una de las cajas y
desparramar las fotos en el parquet.
—¿Sabías
—dijo— que a tu madre la conocí en una biblioteca?
—No
sabía… —respondí mientras recogía las fotografías y las volvía a meter en la
caja.
Pero
papá no dijo más nada y volvió a dejarse caer en el sillón.
5
Volví al otro
día a la biblioteca sin ningún plan en mente. Todavía faltaba una hora para el
horario de apertura, pero Cintia se encontraba sentada en los escalones de
entrada, leyendo un libro de bolsillo.
Me
senté al lado de ella y su sombra tembló levemente. Cintia se removió y empujó
sus lentes a lo alto de la nariz. Del otro lado de la calle había un local de
comidas rápidas, y dentro de él vi a Martín desayunando. Sin pensarlo
demasiado, me acerqué a Cintia y le murmuré al oído:
—¿No
te gustaría tomarte un café?
Automáticamente,
Cintia levantó la cabeza y miró hacia el local. Se levantó,
desperezándose, y bajó las escaleras.
Estaba por seguirla cuando alguien me tomó del brazo y me dijo:
—No
es buena idea.
Era
una mujer enorme y oscura como el chocolate. No parecía enojada.
—Además
—dijo sin soltarme el brazo—. No podemos implantarles ideas a los vivos. Está
mal.
—Yo…
no sabía —logré decir.
Estaba
shockeada. Era la primera vez que interactuaba con otro de mi especie. Aunque
me he cruzado con varios fantasmas, pronto aprendí que rehúyen el contacto con
los demás, a no ser que lleven parentesco. Hasta yo misma, antes extrovertida,
ahora suelo ser huraña.
—¿Qué
le dijiste? —me preguntó la mujer. Su mano me apretaba con fuerza, una sensación
que hacía tiempo que no sentía.
—Le
dije si no le gustaría ir a tomar un café. ¿Te molestaría soltarme? Me estás
lastimando.
La
mujer no me soltó, pero aflojó la presión. Mirándola bien, no parecía un fantasma.
Todo su contorno brillaba y latía.
—No
es conveniente que hagas lo que piensas hacer —dijo—. Se puede crear un bucle.
Y eso no es bueno.
—No
entiendo —dije—. ¿Qué es un bucle?
—Una
repetición tras otra. Un sinfín.
—Pero
yo no quiero hacer una cosa de esas —le expliqué—. Yo sólo quiero hacer de Celestina.
—El
problema es que ya lo has hecho. El primer rizo del bucle eres tú.
6
Miré a la mujer
sin entender lo que decía. ¿Yo un bucle? ¿Un bucle de qué? Y seguía sin
soltarme el brazo.
—No
sé de qué me estás hablando.
—Es
normal. Los que están dentro del bucle ignoran que están en un bucle. Es física
pura.
—Pero
yo no estoy en ningún bucle —le expliqué.
—Sí
que lo estás. Te vengo observando hace años, siempre repitiendo una y otra vez
el proceso para que tus padres se conozcan. Y lamento decírtelo, pero eso no
cambiará nada. Morirán como mueren todos.
—¿Qué?
Ellos no son mis padres. Mi papá está en casa sin hacer nada; y mamá, después
del accidente, eligió seguir la luz. Yo me quedé ayudando a papá a salir de
debajo del auto; y cuando lo logré, la luz se había ido. No pudimos seguirla. Y
aunque gritamos y papá rogó, la luz no volvió.
—No
pudo volver porque en ese momento creaste el bucle. Capaz no conscientemente,
pero desde ese momento quedaron atrapados aquí.
—Es
una locura —reí—. Estás equivocada. Mi papá se apellida Martínez, como yo. Y
aquel hombre se apellida Puente.
La
mujer me soltó el brazo y se sentó en los escalones. Pude haber huido, pero no
lo hice. Algo me lo impedía: quería saber más.
—¿Y
si te dijera que ese hombre que en estos momentos está en tu casa no es tu
verdadero padre? Tu verdadero padre está ahora allí enfrente, sentándose a la
mesa con tu mamá. Va a pedir otro café, por más que ya se haya tomado uno
antes.
—No
es verdad… —dije, pero dudaba. Y de pronto me acordé de algo—. Mi papá me contó
que conoció a mi mamá en una biblioteca.
—Y
es verdad. Tu mamá conoció a ambos en una biblioteca porque allí se pasaba todo
el día. Tu verdadero padre, Mario Puente, murió a poco que nacieras. Un paro
cardiorrespiratorio. Era un hombre mayor. Y al tiempo apareció Roberto
Martínez. Más que nada fue una necesidad urgente de tu madre. En aquella época
no estaba bien visto ser madre soltera. Martínez se hizo cargo y te quiso como
propia. ¿No te diste cuenta que vos y Mario tienen los mismos ojos?
Sí
que me había dado cuenta, pero no había relacionado. ¿Y cómo hubiera podido?
—Pero
si me estás diciendo la verdad, ¿por qué no funcionó hacerles conocerse
nuevamente?
—Porque
nada se repite, ni siquiera el amor. Sería imposible que las cosas se den de la
misma forma y en los parámetros necesarios para llegar a tu concesión. Y en tu
insistencia por lograrlo, creaste el bucle. Y en ese bucle atrapaste a tu otro
padre.
—¿Y
la solución es?
—Que
no te acerques a ellos. Eso debería deshacer el bucle en poco tiempo, y tú y
Martínez tendrían la oportunidad de ver llegar la luz.
—¿Y
cómo sabría que no sigo en el bucle, si ni yo misma sé que estoy en uno?
—No
sé. Es complicado.
– FIN –
Consigna: Redactar un melodrama, en el que los
aspectos sentimentales, patéticos o lacrimógenos de la obra se exageren con la
intención de provocar emociones en el lector. El trabajo debe llevar como
título "Un otoño para recortar y armar". Tres de todos los personajes
que crees, deben llamarse Cintia Abril (mujer de unos treinta años), Mario
Puente (hombre de unos cuarenta) y Calista Martínez (niña de unos diez
años). La historia tiene
que estar relatada desde el punto de vista de la niña.
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