A pesar de que sufrí mucho cuando papá
falleció y yo tenía apenas cinco años, nunca me quejé de mi destino. Creo que
recién ahí tuve la plena noción de que la muerte es para siempre. De que el “nunca
más” es eso, nunca más.
Nunca más la mano de papá sostendría la mía en
nuestras caminatas hacia la plaza, nunca más empujaría el columpio mientras yo
le gritaba: “Más alto, hasta el cielo.”, entre risas y cosquilleos de panza.
Nunca más me acostaría con él en la cama matrimonial mientras mamá lavaba los
platos de la cena y nosotros dos leíamos. O más bien, yo miraba las imágenes de
“Caperucita Roja” porque aún no sabía leer y él hojeaba el periódico.
El infarto llegó prematuro en una mañana de
otoño, durante el desayuno lo vi agarrarse el pecho y luego cayó desplomado,
arrastrando la taza de café con leche al piso. Muerto. Para siempre. Nunca más
oiría sus palabras, su voz melosa con la que me decía “princesita”.
Sobrellevé mi infancia como pude, el dolor de
la pérdida quedó siempre latente.
Años más tarde, cuando yo era adolescente,
mamá formó pareja de nuevo y de esa unión nació mi única hermana: Calista.
Cosas de mamá que quiso ponerle un nombre que
empezara con la misma letra que el mío: Cintia.
Mi relación con mi padrastro no era ni buena
ni mala, no había relación. Esto se acentuó con el nacimiento de mi hermana.
Ese hombre tenía solo palabras para la hija de su sangre. El hecho no me
molestaba, a los que dicen que madre solo hay una, yo les digo que padre
también.
Cuando terminé mis estudios secundarios, decidí seguir el profesorado de matemática.
Cuando terminé mis estudios secundarios, decidí seguir el profesorado de matemática.
Supongo que por el trato con mi pequeña
hermana se me despertó la vocación de enseñar.
En mi juventud hubo algún noviazgo fugaz.
Siempre tuve candidatos disponibles. Pero yo les encontraba todos los defectos:
que si era celoso, que demasiado mamero, que muy haragán, que muy posesivo. En
realidad, buscaba al hombre “ideal y perfecto”, como la imagen que me quedó de
mi padre.
La vida me volvió a pegar un cachetazo cuando tenía veinte años. No recuerdo por qué esa vez acepté irme de vacaciones con mi familia si casi siempre se iban ellos solos y yo me quedaba con mi madrina.
La vida me volvió a pegar un cachetazo cuando tenía veinte años. No recuerdo por qué esa vez acepté irme de vacaciones con mi familia si casi siempre se iban ellos solos y yo me quedaba con mi madrina.
La cuestión es que ese verano partimos los
cuatro hacia la playa. Pero no llegamos. Me contaron que un camión se nos quiso
adelantar en la ruta, nos rozó, nuestro automóvil volcó y se prendió fuego.
En el accidente murieron mi madre y mi
padrastro. Calista fue arrojada a varios metros del vehículo. Salvó su vida,
pero por el traumatismo quedó ciega.
Yo sobreviví gracias a la ayuda de otro automóvil
que paró a auxiliarnos. Un hombre se arriesgó y me sacó del coche envuelta en
llamas.
Así que ahora entendí que no solo la muerte
física es para siempre. Uno puede perder otras cosas para siempre. En mi caso,
quedé renga por las tres cirugías que tuve que enfrentar para no perder la
pierna derecha. Y mi cara está llena de cicatrices que poco pudieron disimular
los médicos, la piel apergaminada por las quemaduras.
Sentí ganas de morir cuando me vi al espejo.
Sentí ganas de morir con cada paso cojo que daba. Me enojé mucho con ese señor
entrometido que se quemó los brazos para sacarme del auto. Quién lo habrá
mandado, no hay derecho a cagarme así la vida, pensé.
Pero luego noté que las manitas de Calista
tanteaban mi cuerpo y se detenían a acariciar mi cara. Inclinó su cabeza contra
mi pecho y alguna fibra de mi ser, me dijo que yo era lo único que le quedaba a
esa niña. Que ¡oh, designios misteriosos de la vida!, además de unirnos una
misma consonante al inicio de nuestros nombres, nos unía la orfandad. Yo tenía
cinco años cuando perdí a mi padre, y ella con cinco años los perdió a los dos,
además de haber quedado ciega.
Me repuse como pude, con la ayuda de mi
madrina que me sostenía en el dolor.
Me fijé una única meta: que Calista sufriera
lo menos posible.
Por las cirugías, me demoré en la carrera. Me
recibí a los veintisiete años. Para ese entonces había recorrido un sinfín de
especialistas que desahuciaron a mi hermana, quedaría ciega para siempre. Ya
habían pasado cinco años desde el accidente. Y si alguien cree que uno se
acostumbra, está equivocado. Simplemente se carga la mochila al hombro y sigue
viviendo con ella a cuestas.
Calista se había vuelto mustia, apagada.
Íbamos las dos por separado a realizar tratamiento psicológico. Yo pude
sobreponerme un poco porque la niña era ahora mi responsabilidad. Pero ella no
progresaba, estaba siempre encerrada en su mutismo a pesar de que iba a una
escuela especial y yo invitaba a sus compañeras a casa. En su cumpleaños número
diez, me dijo que no quería recibir gente. Le pregunté la razón y me dijo que no le gustaba escuchar el timbre
de la puerta cuando los padres venían a
buscar a sus compañeras. Que cada timbrazo le sonaba a “Somos los padres de...,
vos no tenés padres”.
Cuando me recibí de profesora de matemática,
empecé a ejercer enseguida. Tenía los cursos de alumnos más pequeños, y me di cuenta de que mi fortaleza a veces es
una cáscara. No pude soportar las miradas escrutadoras de mis alumnos ni que me
preguntaran por enésima vez qué me pasó en la cara o por qué caminaba así.
Tampoco pude tolerar que algunas madres que esperaban a sus párvulos a la
salida, me observaran con asombro o compasión, o con asco en el peor de los
casos.
Cierto día me demoré en el patio de la escuela
conversando con una colega. Cuando entré al aula los niños estaban muy
alborotados y empezaron a correr hacia sus asientos. Pude escuchar que algunos
decían: “¡Cuidado, ahí viene la bruja!”, “¡Cuidado que entró Freddy Krueger!”.
Sentí un latigazo en mi ya baja autoestima y
hablé con la directora del establecimiento. Fue muy comprensiva y me consiguió
un cargo en el turno vespertino para trabajar con adultos.
Tenía la esperanza de que fueran más
comprensivos o disimulados que los niños.
Era un grupo de unas quince personas grandes.
Si sintieron aversión o curiosidad, lo disimularon muy bien. Siempre me
trataron con respeto y cordialidad. Las edades eran variadas, iban desde los
veinte a los cincuenta y cinco años. Y las razones por las que habían comenzado
o retomado los estudios eran diferentes.
Los más jóvenes necesitaban el título para
trabajar o comenzar una carrera universitaria. Los mayores, lo hacían para
llenar el vacío de sus vidas o porque los hijos los animaban a hacerlo.
A partir de ahora seguiré hablando de mí en
tercera persona, porque pienso que así se
pueden disfrazar los sentimientos y el caos que se desató en mi vida.
En el comienzo de este relato, Cintia Abril
estaba atravesando una etapa dolorosa donde el pasado y el presente eran
lúgubres.
Su tiempo se repartía entre el trabajo y su
hermana ciega. No tenía otros intereses ni amigos, y mucho menos una pareja.
Sentía el vacío y la desazón de no formar una familia. Pero también pensaba que
ya había tenido una y ahora todos estaban muertos, excepto la pequeña Calista.
A veces la llamaba por teléfono Damián, el
hombre que había salvado su vida. Era solitario, separado y con dos hijos que
estaban al cuidado de la madre. Damián se dedicaba a su negocio: un vivero a
pocos kilómetros de donde vivía Cintia. Una tarde la invitó a tomar un café y
le regaló un imponente rosal amarillo. Cintia encontró en él lo más parecido a
un amigo.
Sin saber cómo, poco a poco, un alumno suyo
comenzó a formar parte de sus pensamientos. Había seis varones en su curso, y
Mario Puente la turbaba. Cintia le calculaba unos cuarenta años. Era muy
atractivo, con su piel morena, sus ojos marrones verdosos y la mirada gatuna
que le escrutaba atrevidamente el escote. Su sonrisa era cautivante con esos
hoyuelos que se le marcaban a los costados de la boca cada vez que mostraba los
dientes blanquísimos. Siempre era amable con ella, borraba el pizarrón y le
regalaba golosinas. Lo malo era que Cintia lo veía juntarse con frecuencia con
Pablo Ramirez, un alumno joven, de veintitantos años. Así como la mirada de
Mario le provocaban sentimientos que la hacían sentir una mujer normal; la
mirada de Pablo le parecía soberbia, amenazante. Pablo era un alumno
conflictivo, siempre hacía acotaciones tontas e interrumpía las clases con
preguntas al solo efecto de molestar. Se juntaba con Mario en el recreo,
hablaban vaya a saber de qué y se reían.
Un día, cuando Cintia entró al aula, se le
cayeron un par de carpetas. Mario se apresuró a recogerlas, adentro puso una
nota y se aseguró de que ella viera el gesto.
Una hora después, en sala de profesores, leyó
la nota: “Me pareces una mujer muy interesante e inteligente. Me gustaría
compartir una charla con vos en algún café. Este es mi número de celular…”.
Podríamos decir que la nota la tomó un poco
por sorpresa. Era cierto que él coqueteaba con ella, pero nunca pensó que se
atrevería a proponerle una salida.
Esa noche daba vueltas en la cama con la nota
arrugada entre sus manos como una colegiala.
Al día siguiente llamó por teléfono a Damián y
le contó lo de la nota:
—Te considero mi único amigo, no sé qué hacer.
—Te considero mi único amigo, no sé qué hacer.
Damián mantuvo un largo silencio a través de
la línea, hasta que dijo:
—Hacé lo que te dicte tu corazón.
—Gracias, Damián. Te quiero.
—Yo también te quiero, Cin. Pero… una cosa…
—¿Sí?
—Tené cuidado.
—¡Claro! Ya soy grande, ¿eh?
—Perdón, a veces digo pavadas.
Cintia rió:
—Nada de pavadas. Te pedí consejo y me lo
diste.
—¡Suerte, Cin!
Más tarde, tímidamente, Cintia llamó a Mario.
La atendió con mucha amabilidad y decidieron encontrarse después de clases, en
un bar que quedaba bastante retirado de la escuela. No querían que nadie del
establecimiento los viera. Charlaron como si se conocieran desde mucho tiempo
atrás. Él no mencionó nada sobre su renguera y sus cicatrices.
Le contó que vivía solo, que su familia era
del norte y que lo habían dejado de lado porque era alcohólico. Que vino a la
ciudad con poco dinero, lo contrataron en una panadería, asistió a un grupo de
autoayuda y pudo dejar el alcohol. Ahora quería estudiar para conseguir un
empleo mejor y así poder salir de la pensión donde vivía.
Cintia lo escuchaba mientras daba pequeños
sorbos al café que se estaba enfriando.
De repente, le dijo mirándola a los ojos que
le gustaba. Que no sabía cómo se fue enamorando de ella, de su sonrisa triste,
de su sensibilidad.
Cintia sintió un estremecimiento. Se produjo
un silencio que interrumpió Mario pidiendo la cuenta al mozo.
Salieron a la calle donde ya soplaba una
fresca brisa otoñal. Empezaron a caminar por el suelo crujiente de hojas. Así,
en silencio, caminaron tres cuadras. Mario se detuvo en la puerta de un hotel.
Le tomó la mano, la miró y le dijo: “Si no queres, no hay problema. Yo te
espero”.
Y no tuvo que esperar, Cintia atravesó con él
la puerta del hotel. Hacía años que no sentía los besos y las caricias de un
hombre. Todo su ser vibró y se entregó sin cuestionamientos. Solo se dispuso a
disfrutar. Él sabía cómo hacerla gozar, y ella gozó. Con dulzura, con
delicadeza. Más tarde con desenfreno, con pasión. Luego de alcanzar varias
veces el éxtasis, se vistieron. El sostén estaba inutilizado, Mario había
cortado los breteles en un arrebato de pasión. Quedó sobre la cama, como atestiguando el encuentro.
Él la acompañó hasta las cercanías de su casa
y la saludó con un beso tierno en los labios hinchados.
Cuando Cintia entró, Calista ya estaba
durmiendo junto a su madrina que se había quedado a cuidarla. “Tenemos una cena
por reunión de trabajo”, fue lo que le dijo a la madrina para que esa noche
cuidara a su hermana.
Después de muchos años, Cintia sintió que la vida
podía volver a ser digna de ser vivida. Y con una sonrisa, se acostó a dormir.
Al otro día se puso su ropa más bonita, se
maquilló y peinó con cuidado y agregó unas gotas de perfume sobre su piel. Ya
no le interesaba si alguien se daba cuenta de que estaba enamorada. Ella tenía
derecho y no debía rendirle cuentas a nadie de sus actos.
Entró al aula, altiva y sonriente. La
sorprendió ver que todos los alumnos estaban de pie rodeando a Mario que le
decía a Pablo: “¿Y? Dale pagá, gané la apuesta”.
Cuando la vieron, todos se fueron a sentar
entre risas y murmullos.
Una señal de alerta se encendió en Cintia y no
sabía por qué. Empezó a sentirse como aquella vez que la llamaron “bruja” o
“Freddy Krueger”. Hasta que miró su escritorio y comprendió, el sostén que
había quedado la noche anterior sobre la cama del hotel, ahora estaba ahí, a la
vista de todos.
Sintió que se le cortaba la respiración, que
las piernas no la sostenían. Dio media vuelta y salió del aula lo más rápido
que pudo. No se detuvo cuando oyó que la directora la llamaba, quería
desaparecer de la Tierra.
Dos meses han pasado desde aquel episodio.
Ahora estoy esperando con Calista que nos llamen para abordar el avión.
Damián vino a despedirnos al aeropuerto. Mi
madrina, no. Dice que no le gustan las despedidas.
En París nos espera el mejor especialista del
mundo que va a operar a mi hermana. Dijo que tiene altas chances de recobrar la
vista. Conseguimos que nuestra cobertura social se haga carga de los gastos de
la operación. Damián (¡qué buen tipo!), nos ayudó con los pasajes y la estadía.
Ya nos están llamando para embarcar, y allá
vamos. Porque la ilusión es el mejor alimento para el alma, el ser humano no
puede vivir sin ilusiones.
Calista busca ansiosa mi mano, yo se la
sostengo con fuerza.
– FIN –
Consigna: Redactar un melodrama, en el que los
aspectos sentimentales, patéticos o lacrimógenos de la obra se exageren con la
intención de provocar emociones en el lector. El trabajo debe llevar como
título "Un otoño para recortar y armar". Tres de todos los personajes
que crees, deben llamarse Cintia Abril (mujer de unos treinta años), Mario
Puente (hombre de unos cuarenta) y Calista Martínez (niña de unos diez
años). La historia tiene
que estar relatada desde el punto de vista de la mujer.
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