martes, 30 de mayo de 2023

Un otoño peculiar

Un tibio sol de finales de octubre lucía en el cielo matinal. Los aldeanos agradecían el dulce calor en sus rostros, mientras, desperdigados por los claros del bosque, aguardaban expectantes. Por fin, oyeron el suave retumbar, tan conocido. La plaga de pikas llegaba, un año más. Esta vez se había hecho esperar unas semanas. Los más ancianos habían empezado a elevar oraciones, aterrorizados por la posibilidad de que ocurriera, de nuevo, lo peor. Pero la migración estaba allí; miles de regordetes roedores arribaban en masa al valle de Chapatonic desde las escarpadas laderas del norte.

El valle era en realidad un pequeño cañón, situado en lo más profundo de las Montañas Rocosas, que aislaba a sus pobladores de la civilización.  La tierra no había sido bendecida por Dios; agreste y reseca, apenas permitía el crecimiento de frutos silvestres. La fauna era muy escasa. La migración anual de las pikas era la savia vital que facilitaba la existencia de aquella remota sociedad. Su caza sistemática les permitía, los primeros días de su llegada, llenar sus encogidos estómagos, castigados por la aridez del verano. Durante las tres semanas posteriores, adultos y niños se dedicarían a recoger los cadáveres de los cientos de trampas, y preparar las salazones y encurtidos que les permitirían sobrevivir el resto del año. Las mujeres utilizarían las pieles para reparar y confeccionar los ropajes invernales. El sebo se guardaría celosamente para las velas que consolaban las negras noches en el cañón. Hasta los huesos serían machacados, como especia, y pulidos, para fabricar pequeñas herramientas como cucharillas y agujas.

Siempre dejaban vivas alrededor de una cuarta parte de los animales. Sabían que eso garantizaba su retorno al siguiente otoño. Setenta años atrás, sus antecesores habían cometido el error de exterminar a casi todas. Al año siguiente del dislate, apenas volvieron cincuenta pikas. Lo llamaron el otoño negro: durante el invierno subsiguiente murió por inanición la mitad de la población del valle. La sociedad de Chapatonic vivía por y para Dios, como fervientes protestantes que eran. Pero era la migración de pikas lo que les daba la gracia de la existencia.

Dos días después de la llegada, sin que nadie le prestara la menor atención, volvía al pueblo el pastor de Dios, Charles Ardwin, bisnieto, nieto e hijo de pastores. La misión divina se había transmitido en su familia por generaciones. Pero en su caso, la gracia del Supremo no le había bendecido en exceso: Ardwin leía libros, escribía un diario, y realizaba largas excursiones por el valle. Los parroquianos le miraban con recelo. Sin embargo, cumplía las obligaciones eclesiásticas con rigor, por lo que toleraban sus desviaciones. Esta vez volvía  demudado y con una mirada extraña en los ojos.

Esa noche se celebró la fiesta del sacrificio; la reunión más feliz del año, en la que los lugareños se permitían transgredir el rígido credo protestante y beber, bromear y hasta bailar. Buena parte de ellos se acomodó en mesas situadas en la explanada principal del valle. A la luz de la hoguera, bebían a pequeños sorbos el preciado orujo de bayas y devoraban cientos de pikas asadas, todavía de forma desaforada.

El alcalde Mergan Thaniek era uno de ellos. De buen humor y un poco chispeado, estaba devorando una carcasa de pika. Se sentía saciado, y bendecido por Dios. Los niños correteaban alegres a su alrededor; las familias se sentían, por una vez, seguras y satisfechas. El párroco Ardwin se acercó entonces al centro de la plaza, temblando de pies a cabeza, con ojeras que demacraban su rostro.

  —Hermanos, escuchadme, hermanos.

Nadie tenía muchas ganas de escucharle justo en ese momento, pero era el pastor de Dios. Así que la algarabía se apaciguó a los pocos segundos.

    —Tengo algo importante que deciros, algo inesperado, y que… que puede suponer la condenación de nuestras almas.

El silencio inundó la noche. Nadie esperaba que, precisamente en esa reunión, mencionara la cuestión que era la guía —y el yugo— de sus vidas. Una brisa helada se levantó con un tenue silbido. Ardwin sintió cómo le acariciaba el cuello, erizándole el vello de la nuca, como el aliento gélido de un demonio menor. Por fin, con un inmenso esfuerzo, pudo encontrar las fuerzas que llevaba horas buscando dentro de sí. Se puso rígido como una vara de enebro y declamó:

    —Hermanos, las pikas son seres pensantes. Las pikas tienen alma.

Mergan Thaniek se quedó inmóvil, con la carcasa del roedor todavía parcialmente dentro de su enorme boca. En cualquier otra circunstancia, su aspecto habría sido motivo de chifla. Pero no en esa: la salvación del alma era el objetivo vital de todos los allí congregados. Al fin y al cabo, sus existencias eran, en buena medida, una carrera desesperada por mantenerse con vida hasta que Dios decidiera llevárselos consigo, mediante unas fiebres o una inflamación de vísceras. Pero esos males eran siempre preferibles a morir de inanición; esa circunstancia contravenía los mandamientos de Dios. Por eso, les resultaba inconcebible lo que acababan de oír: que sus continuos esfuerzos por echar algo en sus estómagos podrían provocar su condena eterna.

—¿Qué quieres decir pastor? —consiguió preguntar el alcalde, una vez escupida sobre la mesa el pedazo de carne.

—He estudiado su forma de organización durante los últimos tres años. Escuchadme, por favor. No son simples bestias. Se organizan para educar a las crías de forma comunal; como hacemos nosotros.

—Eso lo hacen muchos animales —gritó un parroquiano indignado.

—Dejadme terminar. No solo hacen eso; dejan reservas de comida para el retorno de los que sobreviven. Por la noche suelen reunirse para mirar al cielo, a las estrellas. 

—Estás delirando, pastor —repuso el alcalde, muy nervioso—. El demonio habla por tu boca. Deja ya de comportarte en contra de los mandamientos.

Alcalde, yo también pensé que el demonio me engañaba. Pero el supremo creador me ha dado unos ojos para observar, y mi limitada mente para extraer conclusiones. “Quien no quiera oír, que no oiga”, dice la sagrada Biblia. Pero también nos dice: “Bienaventurados vuestros ojos, porque ven”. Y ellas, las pikas, ven. Esta última semana lo he confirmado. Han aprendido a escribir. Símbolos básicos, sencillos. Los marcan con sus incisivos en los troncos. Creo que son instrucciones o consejos, para los que vienen detrás. Pero todas son capaces de interpretarlos. Se quedan paradas delante de ellos y los observan detenidamente, moviendo ligeramente sus bocas. Ellas entienden, hermanos. ¡Entienden! Y quien ha recibido entendimiento de Dios, ha recibido un alma. Tal como nosotros.

Thaniek era la persona más sagaz de Chapatonic. Tenía el don de percibir con facilidad las emociones ajenas. Pudo por tanto palpar el miedo cerval y la desesperación en las almas de los allí congregados, la mayoría de los cuales tenían distintos trozos de pika asada entre sus manos pringosas, entre sus dientes, manchando sus comisuras. Su inteligencia le sugería con frecuencia qué decir en las reuniones, incluso en las más conflictivas. Pero en esta ocasión, tenía en frente a la única persona con más autoridad moral que él en el valle. Un pastor enajenado, de eso no tenía duda, pero al que no sabía qué replicar, aun cuando todas las miradas, suplicantes, se habían posado en él.

Una oscura intuición nació entonces en su mente. No podía enfrentarse a la autoridad religiosa, pero lo que sí podía hacer era desacreditar a la persona que ostentaba el cargo. Y sabía cómo. Se repantigó ligeramente sobre la mesa que había dejado a sus espaldas; tomó una actitud burlona, y exclamo en voz bien alta:

—Bien bien, Charles, así que dices que estos bichos piensan. Que tienen inteligencia. Claro, claro… Charles, dime una cosa, por favor. Si piensan y son capaces de reflexionar —aquí levantó el tono y lo hizo socarrón— ¿Cómo es posible que, un aaaño tras otro, vengan voluntaaariamente a este valle, para que las matemos, les arranquemos la piel, las destripemos y hagamos salchichas con ellas? —agregó triunfante, mientras se llevaba de nuevo a la boca el pedazo asado de pika y lo masticaba con énfasis.

Tras unos instantes de silencio, una carcajada nerviosa, estentórea, salió de las gargantas de todos los allí congregados. Había en ella un punto de liberación, de salida desesperada del borde del abismo. La risotada se alargó durante largos minutos, mientras todos volvían a comer los pedazos de roedor de las cazuelas y las bromas volvían a llenar la noche.

Ardwin se quedó parado ridículamente en mitad de aquel alborozo, con los brazos caídos y la certeza de que había fracasado. En realidad, nunca había tenido la seguridad de que las cosas pusieran suceder de otra forma. Lo intentó una vez más, no obstante.

—Hermanos, por favor, escuchadme

—Reverendo, déjelo.

Era uno de los feligreses, que le estaba tomando del brazo. Tiraba de él ligeramente; no era una petición.  Hundido y derrotado, el padre Ardwin volvió a su cabaña, en la que vivía solo al no haber encontrado todavía esposa.

Al amanecer del día siguiente sonó la puerta de la cabaña. Charles Ardwin la abrió. Sabía a quién iba a encontrar; sabía lo que iba a suceder. Era Mergan Thaniek.

—Padre —ya había recuperado el tratamiento, tras la burla de pocas horas antes—. Es hora de irse del valle. Recoja sus cosas. El paso del norte está todavía abierto.

—Tranquilo; preparé ayer la mochila. ¿Quién va a ser mi sustituto?

—Mi hermano, probablemente. Espero que lo entienda, padre. No puede seguir aquí tras lo ocurrido ayer. No voy a permitir una herejía en mi valle.

—Claro, Mergan, claro.

Lo acompañó hasta el límite del pueblo, allí donde empezaba un sendero apenas insinuado entre la maleza.

—Mergan —exclamó el pastor antes de alejarse para siempre—. Ayer me preguntaste por qué vienen todos los años las pikas para su sacrificio, teniendo como tienen alma.

— Pregunté cómo es que vienen a que las devoremos, si es que son tan inteligentes — corrigió el alcalde, molesto por tener que retomar el tema.

—Bien, lo mismo da —respondió con oscura calma Ardwin—. No me dejaste responder tu pregunta.

—Charles, no me importa. No me importa en absoluto. Vete del pueblo. Ahora.

No muy lejos de allí, una pika malherida y debilitada, oculta entre los arbustos, contempló al pastor partiendo hacia el exilio. Bajó con lentitud su maltrecha cabeza.

Doce meses después, Mergan Thaniek estaba tumbado en un prado, bajo un dulce cielo gris, jugueteando con la hierba reseca mientras esperaba junto a sus conciudadanos el regreso de las bestias. No tenía dudas de que éste se iba a producir, una vez más, y de que iban a poder llenar de nuevo sus estómagos. A pesar de la capacidad de raciocinio y de la avanzada estructura social de esos extraños animales. Hechos que conocía perfectamente desde hacía muchos años, junto a muy pocas personas del pueblo. Sabía también que, muy probablemente, tuvieran alma. No le importaba. Condenaría una y mil veces la suya y la de sus conciudadanos, mientras pudieran seguir llevándose alimento a sus bocas desdentadas. El motivo de que regresaran al valle cada año era algo que no entendía, y que no le importaba. Quizás las guiara el Señor, sus caminos son inescrutables… Recordó por unos instantes al infame Charles Ardwin; una inquietud nubló durante unos instantes su mente. La eliminó rápidamente de su cabeza. Ese no iba ser un otoño distinto del resto.

Se oyó un retumbar de miles de pasos. Oscuras sonrisas comenzaron a nacer en los rostros de los aldeanos. Pero esta vez, algo era distinto. El sonido era mucho más potente que otros años. Y provenía de distintas partes a la vez, no sólo del norte. Pocas horas más tarde, los dos mil habitantes del valle de Chapatonic estaban contemplando a decenas de miles de pikas. Erguidas sobre sus patas traseras, y situadas en las partes altas del valle, tras haber esquivado con facilidad todas sus trampas. Rodeándolos.

Pudieron entonces mirarlas a los ojos. Lo que vieron en ellos disolvió para siempre todas sus dudas respecto a su inteligencia. También, respecto a su capacidad de odiar.

FIN

 

Pika: Género de mamíferos lagomorfos de la familia Ochotonidae. Son nativas de climas fríos en Asia y América del Norte. La mayoría de las especies viven en laderas de montañas rocosas (fuente: Wikipedia)

 

 

Consigna: Relato de hasta 4 hojas, del género que desee, bajo el título: Un otoño peculiar

 

Seudónimo: Igor Náhuatl

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