Un
tibio sol de finales de octubre lucía en el cielo matinal. Los aldeanos
agradecían el dulce calor en sus rostros, mientras, desperdigados por los
claros del bosque, aguardaban expectantes. Por fin, oyeron el suave retumbar,
tan conocido. La plaga de pikas llegaba, un año más. Esta vez se había hecho
esperar unas semanas. Los más ancianos habían empezado a elevar oraciones,
aterrorizados por la posibilidad de que ocurriera, de nuevo, lo peor. Pero la
migración estaba allí; miles de regordetes roedores arribaban en masa al valle
de Chapatonic desde las escarpadas laderas del norte.
El
valle era en realidad un pequeño cañón, situado en lo más profundo de las
Montañas Rocosas, que aislaba a sus pobladores de la civilización. La tierra no había sido bendecida por Dios;
agreste y reseca, apenas permitía el crecimiento de frutos silvestres. La fauna
era muy escasa. La migración anual de las pikas era la savia vital que
facilitaba la existencia de aquella remota sociedad. Su caza sistemática les
permitía, los primeros días de su llegada, llenar sus encogidos estómagos,
castigados por la aridez del verano. Durante las tres semanas posteriores,
adultos y niños se dedicarían a recoger los cadáveres de los cientos de
trampas, y preparar las salazones y encurtidos que les permitirían sobrevivir
el resto del año. Las mujeres utilizarían las pieles para reparar y
confeccionar los ropajes invernales. El sebo se guardaría celosamente para las
velas que consolaban las negras noches en el cañón. Hasta los huesos serían
machacados, como especia, y pulidos, para fabricar pequeñas herramientas como
cucharillas y agujas.
Siempre
dejaban vivas alrededor de una cuarta parte de los animales. Sabían que eso
garantizaba su retorno al siguiente otoño. Setenta años atrás, sus antecesores
habían cometido el error de exterminar a casi todas. Al año siguiente del
dislate, apenas volvieron cincuenta pikas. Lo llamaron el otoño negro: durante
el invierno subsiguiente murió por inanición la mitad de la población del valle.
La sociedad de Chapatonic vivía por y para Dios, como fervientes protestantes
que eran. Pero era la migración de pikas lo que les daba la gracia de la
existencia.
Dos
días después de la llegada, sin que nadie le prestara la menor atención, volvía
al pueblo el pastor de Dios, Charles Ardwin, bisnieto, nieto e hijo de
pastores. La misión divina se había transmitido en su familia por generaciones.
Pero en su caso, la gracia del Supremo no le había bendecido en exceso: Ardwin
leía libros, escribía un diario, y realizaba largas excursiones por el valle.
Los parroquianos le miraban con recelo. Sin embargo, cumplía las obligaciones
eclesiásticas con rigor, por lo que toleraban sus desviaciones. Esta vez
volvía demudado y con una mirada extraña
en los ojos.
Esa
noche se celebró la fiesta del sacrificio; la reunión más feliz del año, en la
que los lugareños se permitían transgredir el rígido credo protestante y beber,
bromear y hasta bailar. Buena parte de ellos se acomodó en mesas situadas en la
explanada principal del valle. A la luz de la hoguera, bebían a pequeños sorbos
el preciado orujo de bayas y devoraban cientos de pikas asadas, todavía de
forma desaforada.
El
alcalde Mergan Thaniek era uno de ellos. De buen humor y un poco chispeado,
estaba devorando una carcasa de pika. Se sentía saciado, y bendecido por Dios.
Los niños correteaban alegres a su alrededor; las familias se sentían, por una
vez, seguras y satisfechas. El párroco Ardwin se acercó entonces al centro de
la plaza, temblando de pies a cabeza, con ojeras que demacraban su rostro.
—Hermanos, escuchadme, hermanos.
Nadie
tenía muchas ganas de escucharle justo en ese momento, pero era el pastor de
Dios. Así que la algarabía se apaciguó a los pocos segundos.
—Tengo algo importante que deciros, algo
inesperado, y que… que puede suponer la condenación de nuestras almas.
El
silencio inundó la noche. Nadie esperaba que, precisamente en esa reunión,
mencionara la cuestión que era la guía —y el yugo— de sus vidas. Una brisa
helada se levantó con un tenue silbido. Ardwin sintió cómo le acariciaba el
cuello, erizándole el vello de la nuca, como el aliento gélido de un demonio
menor. Por fin, con un inmenso esfuerzo, pudo encontrar las fuerzas que llevaba
horas buscando dentro de sí. Se puso rígido como una vara de enebro y declamó:
—Hermanos, las pikas son seres pensantes.
Las pikas tienen alma.
Mergan
Thaniek se quedó inmóvil, con la carcasa del roedor todavía parcialmente dentro
de su enorme boca. En cualquier otra circunstancia, su aspecto habría sido
motivo de chifla. Pero no en esa: la salvación del alma era el objetivo vital
de todos los allí congregados. Al fin y al cabo, sus existencias eran, en buena
medida, una carrera desesperada por mantenerse con vida hasta que Dios
decidiera llevárselos consigo, mediante unas fiebres o una inflamación de
vísceras. Pero esos males eran siempre preferibles a morir de inanición; esa
circunstancia contravenía los mandamientos de Dios. Por eso, les resultaba
inconcebible lo que acababan de oír: que sus continuos esfuerzos por echar algo
en sus estómagos podrían provocar su condena eterna.
—¿Qué
quieres decir pastor? —consiguió preguntar el alcalde, una vez escupida sobre
la mesa el pedazo de carne.
—He
estudiado su forma de organización durante los últimos tres años. Escuchadme,
por favor. No son simples bestias. Se organizan para educar a las crías de
forma comunal; como hacemos nosotros.
—Eso
lo hacen muchos animales —gritó un parroquiano indignado.
—Dejadme
terminar. No solo hacen eso; dejan reservas de comida para el retorno de los
que sobreviven. Por la noche suelen reunirse para mirar al cielo, a las
estrellas.
—Estás
delirando, pastor —repuso el alcalde, muy nervioso—. El demonio habla por tu
boca. Deja ya de comportarte en contra de los mandamientos.
—Alcalde, yo también pensé que el demonio me engañaba.
Pero el supremo creador me ha dado unos ojos para observar, y mi limitada mente
para extraer conclusiones. “Quien no quiera oír, que no oiga”, dice la sagrada
Biblia. Pero también nos dice: “Bienaventurados vuestros ojos, porque ven”. Y
ellas, las pikas, ven. Esta última semana lo he confirmado. Han aprendido a
escribir. Símbolos básicos, sencillos. Los marcan con sus incisivos en los
troncos. Creo que son instrucciones o consejos, para los que vienen detrás.
Pero todas son capaces de interpretarlos. Se quedan paradas delante de ellos y
los observan detenidamente, moviendo ligeramente sus bocas. Ellas entienden,
hermanos. ¡Entienden! Y quien ha recibido entendimiento de Dios, ha recibido un
alma. Tal como nosotros.
Thaniek
era la persona más sagaz de Chapatonic. Tenía el don de percibir con facilidad
las emociones ajenas. Pudo por tanto palpar el miedo cerval y la desesperación
en las almas de los allí congregados, la mayoría de los cuales tenían distintos
trozos de pika asada entre sus manos pringosas, entre sus dientes, manchando
sus comisuras. Su inteligencia le sugería con frecuencia qué decir en las
reuniones, incluso en las más conflictivas. Pero en esta ocasión, tenía en
frente a la única persona con más autoridad moral que él en el valle. Un pastor
enajenado, de eso no tenía duda, pero al que no sabía qué replicar, aun cuando
todas las miradas, suplicantes, se habían posado en él.
Una
oscura intuición nació entonces en su mente. No podía enfrentarse a la
autoridad religiosa, pero lo que sí podía hacer era desacreditar a la persona
que ostentaba el cargo. Y sabía cómo. Se repantigó ligeramente sobre la mesa
que había dejado a sus espaldas; tomó una actitud burlona, y exclamo en voz
bien alta:
—Bien
bien, Charles, así que dices que estos bichos
piensan. Que tienen inteligencia. Claro, claro…
Charles, dime una cosa, por favor. Si piensan y son capaces de reflexionar
—aquí levantó el tono y lo hizo socarrón— ¿Cómo es posible que, un aaaño tras
otro, vengan voluntaaariamente a este valle, para que las matemos, les
arranquemos la piel, las destripemos y hagamos salchichas con ellas? —agregó
triunfante, mientras se llevaba de nuevo a la boca el pedazo asado de pika y lo
masticaba con énfasis.
Tras
unos instantes de silencio, una carcajada nerviosa, estentórea, salió de las
gargantas de todos los allí congregados. Había en ella un punto de liberación,
de salida desesperada del borde del abismo. La risotada se alargó durante
largos minutos, mientras todos volvían a comer los pedazos de roedor de las
cazuelas y las bromas volvían a llenar la noche.
Ardwin
se quedó parado ridículamente en mitad de aquel alborozo, con los brazos caídos
y la certeza de que había fracasado. En realidad, nunca había tenido la
seguridad de que las cosas pusieran suceder de otra forma. Lo intentó una vez
más, no obstante.
—Hermanos,
por favor, escuchadme
—Reverendo,
déjelo.
Era
uno de los feligreses, que le estaba tomando del brazo. Tiraba de él
ligeramente; no era una petición.
Hundido y derrotado, el padre Ardwin volvió a su cabaña, en la que vivía
solo al no haber encontrado todavía esposa.
Al
amanecer del día siguiente sonó la puerta de la cabaña. Charles Ardwin la
abrió. Sabía a quién iba a encontrar; sabía lo que iba a suceder. Era Mergan
Thaniek.
—Padre
—ya había recuperado el tratamiento, tras la burla de pocas horas antes—. Es
hora de irse del valle. Recoja sus cosas. El paso del norte está todavía
abierto.
—Tranquilo;
preparé ayer la mochila. ¿Quién va a ser mi sustituto?
—Mi
hermano, probablemente. Espero que lo entienda, padre. No puede seguir aquí
tras lo ocurrido ayer. No voy a permitir una herejía en mi valle.
—Claro,
Mergan, claro.
Lo
acompañó hasta el límite del pueblo, allí donde empezaba un sendero apenas
insinuado entre la maleza.
—Mergan
—exclamó el pastor antes de alejarse para siempre—. Ayer me preguntaste por qué
vienen todos los años las pikas para su sacrificio, teniendo como tienen alma.
—
Pregunté cómo es que vienen a que las devoremos, si es que son tan inteligentes
— corrigió el alcalde, molesto por tener que retomar el tema.
—Bien,
lo mismo da —respondió con oscura calma Ardwin—. No me dejaste responder tu
pregunta.
—Charles,
no me importa. No me importa en absoluto. Vete del pueblo. Ahora.
No
muy lejos de allí, una pika malherida y debilitada, oculta entre los arbustos,
contempló al pastor partiendo hacia el exilio. Bajó con lentitud su maltrecha cabeza.
Doce
meses después, Mergan Thaniek estaba tumbado en un prado, bajo un dulce cielo
gris, jugueteando con la hierba reseca mientras esperaba junto a sus
conciudadanos el regreso de las bestias. No tenía dudas de que éste se iba a
producir, una vez más, y de que iban a poder llenar de nuevo sus estómagos. A
pesar de la capacidad de raciocinio y de la avanzada estructura social de esos
extraños animales. Hechos que conocía perfectamente desde hacía muchos años,
junto a muy pocas personas del pueblo. Sabía también que, muy probablemente,
tuvieran alma. No le importaba. Condenaría una y mil veces la suya y la de sus
conciudadanos, mientras pudieran seguir llevándose alimento a sus bocas
desdentadas. El motivo de que regresaran al valle cada año era algo que no
entendía, y que no le importaba. Quizás las guiara el Señor, sus caminos son
inescrutables… Recordó por unos instantes al infame Charles Ardwin; una
inquietud nubló durante unos instantes su mente. La eliminó rápidamente de su
cabeza. Ese no iba ser un otoño distinto del resto.
Se
oyó un retumbar de miles de pasos. Oscuras sonrisas comenzaron a nacer en los
rostros de los aldeanos. Pero esta vez, algo era distinto. El sonido era mucho
más potente que otros años. Y provenía de distintas partes a la vez, no sólo
del norte. Pocas horas más tarde, los dos mil habitantes del valle de
Chapatonic estaban contemplando a decenas de miles de pikas. Erguidas sobre sus
patas traseras, y situadas en las partes altas del valle, tras haber esquivado
con facilidad todas sus trampas. Rodeándolos.
Pudieron
entonces mirarlas a los ojos. Lo que vieron en ellos disolvió para siempre
todas sus dudas respecto a su inteligencia. También, respecto a su capacidad de
odiar.
FIN
Pika:
Género de mamíferos lagomorfos de la familia Ochotonidae. Son nativas de climas
fríos en Asia y América del Norte. La mayoría de las especies viven en laderas
de montañas rocosas (fuente: Wikipedia)
Consigna: Relato de hasta 4 hojas, del género que desee, bajo el
título: Un otoño peculiar
Seudónimo: Igor Náhuatl
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