Cada
vez que llega mediados de marzo viene a mi memoria algo que sucedió cuando era chica.
Tendría once o doce años. Con mi madre habíamos ido a visitar a mi tía Marga.
Yo estaba sentada en el pasto de su hermoso jardín, observando fascinada toda la
vegetación que me rodeaba, cuando ella se acercó y se sentó a mi lado. Apoyó su
mano en mi rodilla y me preguntó porque tenía cara triste. Le respondí, sin
dejar de mirar a mi alrededor, que pronto llegaría el otoño y que todo ese
hermoso verde desaparecería, que los árboles quedarían desnudos y que eso me
deprimía.
-Chiquita,
-me dijo – son solo unos meses, después todo cobra vida otra vez. Es un ciclo
natural.
-Ojalá
no hubiera otoño. Aunque sea por una vez.
Marga me tomó de la mano
y me pidió que la acompañe. Caminamos hasta un invernadero que había en el
fondo del terreno y entramos. Estaba lleno de plantas de lo más variadas.
Algunas que jamás visto. En la esquina más alejada del lugar había una especie
de escritorio, bastante viejo y una repisa con libros. A medida que íbamos
caminando, mi tía, arrancaba hojas y flores de diferentes plantas y me las daba
a mi. Cuando llegamos al viejo escritorio acercó un mortero de piedra y me
pidió que pusiera todo lo habíamos recogido ahí adentro. Se estiró para tomar
un cuaderno de la repisa. Era grueso, con una encuadernación de cuero bastante
gastada. Cuando lo abrió pude ver que estaba todo escrito a mano con una letra
estilizada y prolija. Algunas páginas tenían dibujos, símbolos y hasta hojas
naturales pegadas. Yo miraba con ojos curiosos pero en total silencio. Cuando
encontró lo que buscaba, colocó el cuaderno sobre un atril que estaba en el
escritorio. Luego rebuscó entre pequeños francos y apartó dos. Tomó un viejo jarro
enlozado y me lo dio.
-Vas a ayudarme -me dijo
– Ahí, junto a los geranios rojos, hay una canilla. Necesito que lo llenes
hasta la mitad.
Cuando volví con el agua
Marga ya tenía encendido un pequeño mechero. Tomó el jarro de mis manos y lo
puso encima de este.
-Mientras el agua hierve
quiero que primero rompas con los dedos las hojas y flores que recogimos y
después las pises con el mortero hasta que se forme una pasta.
Así lo hice. Cuando
terminé la tarea, empujé el mortero sobre el escritorio dejándolo frente a mi
tía. Ella miró en su interior y luego me miró a mi con una sonrisa. Supe que lo
había hecho bien.
Tomó uno de los frascos
que había separado al principio y dejó caer cuatro gotas y agregó siete gotas
del segundo. Mientras murmuraba unas palabras que no pude entender, mezclaba
todo dentro del mortero. Recogió esta pasta con una cuchara y la echó dentro
del jarro con el agua que ya estaba hirviendo. Mientras revolvía esa
preparación se podía sentir en aire un aroma dulce. Yo no decía nada y mi tía
tampoco. Ella cada tanto se volteaba a verme y se le dibujaba una sonrisa en
los labios.
Luego de varios minutos
apagó el fuego. Volcó el líquido hirviente en una regadera de aluminio, fue
hasta la canilla junto a los geranios y la llenó hasta el tope.
-Bueno mi chiquita, vamos
a hacer magia -me dijo y volvimos al jardín.
Regamos cada una de las
plantas y árboles. Dijo que con sólo un chorrito alcanzaba.
Cuando terminamos, ella
dejó la regadera sobre el pasto y suspiró satisfecha. Esperé un rato para ver
que pasaba, cual era la magia, y como nada sucedía le pregunté:
-¿Y la magia adonde está?
-Está ahí mi chiquita,
solo que no podés verla aún. Quiero que vuelvas a visitarme en un mes y te
darás cuenta de lo que hicimos. Pero tenés que prometerme algo, que no le contarás
a nadie. Este será nuestro secreto.
Pasaron los días y tal
como había prometido, a nadie le conté. Esperaba ansiosa volver a la casa de mi
tía para ver cual era la magia.
Seis semanas después mi
mamá me dijo que me abrigue por que íbamos a visitar a Marga.
El viaje en colectivo se
me hizo eterno. Yo miraba por la ventanilla las calles llenas de hojas, los
árboles semi-desnudos y el gris del cielo. Se me hacía el paisaje más deprimente
del mundo.
Cuando llegamos a la casa
de mi tía, ella nos recibió con abrazos y nos hizo pasar. Había olor a
bizcochuelo recién hecho que perfumaba todo el lugar.
-Susi, poné la pava que ya
venimos. Le voy a mostrar un cosa a la nena.
Caminamos hasta la puerta
de atrás, la que daba al jardín y antes
de abrirla me pidió que cierre los ojos y que solo los abriera cuando ella me
lo dijera. Así lo hice.
Una vez que la puerta se abrió
Marga se colocó detrás de mí y apoyó sus manos en mis hombros. Suavemente me
empujó para indicarme que avance. Luego de unos cuantos pasos me dijo que me
detuviera y que ya podía ver.
Lo que había ante mí era
un sueño. El jardín estaba lleno de flores, los árboles estaban repletos de
hojas de un verde intenso. Se podía oír a los pájaros cantar y mariposas revoloteaban
por todas partes. En el jardín de mi tía no era otoño. Lo que allí veía era un
imposible. Era magia. La magia que habíamos hecho juntas. La miré emocionada y
ella llevó su dedo índice a los labios.
-Shhhh. Es nuestro
secreto -me dijo. A lo que yo solo asentí con la cabeza.
Desde ese día y a medida
que fui creciendo mi tía fue enseñándome muchas recetas. Han pasado muchos
años.
Hoy Marga ya no está y como
nunca tuvo hijos me dejó su casa.
Hoy soy yo la que escribe
en el viejo cuaderno con tapas de cuero ajado.
Hoy soy yo la que hace
magia.
Hoy soy yo la que tiene
un jardín siempre verde.
Un
otoño peculiar
Cuervo
negro
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