Las
hojas habían comenzado su danza hacia el suelo del bosque, dejando encueros a
los altivos árboles; que bramaban en fuertes quejidos, como si aquella desnudez
anual les supusiera perder un poco sus vergüenzas y su sabiduría ancestral. El
viento a veces ralo y desagradable traía el aroma de las uvas pisadas de los
tornos del pueblo y hacia pequeños remolinos con las hojas pardas, mustias,
yermas. Sobre la sierra se apretujaban las nubes, quitándose el sitio las unas
a las otras, pintando de grises el cielo de un verano senil.
Ninguno
en la villa supo ponerse de acuerdo en cómo empezó… Los más fantasiosos
adornaban sus narraciones con innumerables adjetivos e hipérboles. Mostrando al
oyente incauto una realidad aumentada de lo sucedido. Otros, utilizaban tal
verborrea que era una empresa harto difícil seguirles la conversación, una
muestra de cómo se podía decir tan poco con tan ingente empacho de palabras.
Los había que simplemente estaban tan anonadados con el acontecimiento, que
solo conseguían balbucear unas silabas entre esputos de saliva… Pero en lo que
todos coincidían era en la luz.
Las
nubes se apartaron de golpe y un fulgor más poderoso que el sol cegó a los
vecinos, que por aquella hora de la mañana haraganeaban en la plaza; cegó a las
cotillas del barrio, que se pasaban como un virus letal, de boca a oído, el
último chisme del pueblo; cegó al barbero, que casi degüella al alcalde, cuyo
cuello orondo emitió un gorgorito parecido al de los pavos en celo; cegó al
cura, que se autoflagelaba con ahínco en su celda, por mirar con lascivia los
sugerentes pechos de la viuda del carnicero; cegó a los niños del colegio, que
en el recreo se entretenían en coger libélulas y mutilarlas, arrancándoles las
alas plateadas… Después hubo un silencio inusual. Pero no un silencio con ruido
de fondo como es habitual en el quehacer cotidiano, en el que un crujido de la
madera de un árbol, el piar de un pájaro lejano, o cualquier otro sonido aleatorio
rompe la calma. Aquel silencio, de aquel otoño peculiar, era total y
absorbente…
Entonces
aparecieron… En el centro de la plaza… un trío inusual.
Nadie
se atrevió en el pueblo ni siquiera a mirarlos. Pero todos al unísono, atraídos
por un amor infinito, sintieron una paz, una ternura, plácida y embriagadora,
en sus corazones. Era como si por un instante todas las penas que embargaban
sus almas hubieran sido computadas por un candor puro. Sin saber cómo descifrar
tal torrente de emociones, sintieron por vez primera, quizá el amor más
incondicional que sus mundanas vidas habían experimentado. Lo pudieron palpar
en sus pechos, agitándose como un animal vivo; lo notaron en sus mentes, que
por un momento se expandieron hacia una sabiduría ancestral e innominable. Lo
sintieron en sus sexos, como una corriente de placer, que mojó las nalgas
femeninas y abultó a ojos vista las entrepiernas de los hombres.
En
ese instante fueron verdaderamente felices, sin condiciones ni ataduras…
Los
extraños se limitaron a pasear por todos los rincones del pueblo, sin
interactuar con ningún vecino, que embobados seguían con la mirada sus pasos
leves, pero sin atreverse a ojearlos deteneidamente. Exceptuando las largas
horas que pasaban en la playa, a apenas un kilometro cruzando el bosque. Se les
veía de pie mirando absortos el océano. Como si buscaran algo entre las olas.
Los animales salvajes salían de sus refugios e iban a su encuentro. Había
enormes lobos, que perdían su fiereza con una de sus miradas, imponentes
águilas bajaban desde los cielos en un contrapicado que hacia silbar el viento
y se posaban con delicadeza en sus hombros, cervatillos, ardillas y demás
animalillos correteaban entre sus piernas. Les rodeaban en la arena mojada,
felices, y solo volvían a sus hogares después que los acariciaran con bondad…
Desprendían una intensa luminosidad, era como una calígine que embotaba la luz,
atrapándola, flotando alrededor, siguiéndoles allá donde pisaban sus pies
descalzos… Sí se le preguntaba a alguien del pueblo, ninguno podía decir con
exactitud el sexo de aquellos que habían venido desde la altitud. La androginia
era patente. A ratos parecían bellísimas mujeres, sus cabellos largos y sedosos
ondeaban con la brisa marina desprendiendo un aroma embaucador, sus ondulantes caderas
y sus, parecía, pequeños senos, moldeaban sus raras indumentarias. Otros, en
cambio, la masculinidad se evidenciaba en sus esbeltas figuras. Fuertes,
poderosas, invencibles. Sea como fuere eran seres tan atrayentes que el deseo
era igual en hombres y mujeres, sin discriminación.
En
los días posteriores a su llegada comenzó la buenaventura. De un día para otro
las hortalizas y frutas de los pegujaleros mostraron un tamaño rara vez visto
por esas lides. Las vendían orgullosos en las villas vecinas, presumiendo ante
los corrillos de mujeres y hombres, que admirados contemplaban aquellas
maravillas hortofrutícolas. Las cabras y las vacas producían el doble de leche,
aumentando la cantidad de quesos. Los buscadores de oro de la mina abandonaba
por el gobierno hallaron pepitas como garbanzos, después de décadas rastreando
los oscuros túneles. Incluso algunas mujeres yermas, concibieron el prodigio de
quedarse embarazadas.
El
pueblo veneraba a los extraños. Les habían adecentado una de las casas
abandonadas del barrio del centro, para que tuvieran cobijo en las noches
húmedas. Aunque jamás la usaron. Ninguno les vio descansar ni probar alimento
alguno. A pesar de que junto a la puerta se agolpaban todo tipo de viandas.
A
veces algún vecino les había visto al caer el crepúsculo, en la orilla del mar
haciendo un corro. Sujetándose las manos los unos a los otros. Y allí se los
había encontrado al alba, en un trance hipnótico. Otras veces les hallaron en
lo profundo del bosque, abrazados a los árboles más arcanos, susurrándoles en
un lenguaje ininteligible y antiguo, y éstos parecían contestarles con crujidos
y lamentos que surgían de lo más profundo de la tierra. Una mujer aseguró que
al acostar a sus niños un leve resplandor llamó su atención. Al asomarse al
alféizar de la ventana presenció un acto sobrecogedor y enigmático… Los tres
extranjeros estaban sobre el tejado de la casa que el alcalde les había cedido
amablemente. Observaban el inmenso cielo estrellado, que aquella noche parecía
contener más astros de lo normal. Y de repente, según relataba la anonadada
señora, desde el mismo cenit del cielo una insólita manga de luz estelar bajó
serpenteante hasta ellos, que con los brazos en alto la recibían. Sus cuerpos,
entonces, parecían vibrar y esa eflorescencia los envolvía, penetraba sus
cuerpos, como en una simbiosis de luz, oscuridad y carne.
Pero
entonces ocurrieron las tragedias.
Se
sabe que cuando las desgracias se ceban con el ser humano se tiende a buscar explicaciones,
se le implora y exige a un ser superior que derrame las debidas explicaciones.
Pero el mal es aleatorio e indiscriminado, nunca sujeto a leyes algunas. Cuando
una mula percherona mató de una coz al herrero, desparramando sus sesos por la
fragua, las malas vibraciones comenzaron. Más aún cuando en el velatorio del
decapitado, dos jubilados que pescaban en el río entraron sobresaltados en el
tanatorio. Narrando que las aguas bajaban negras como la pega e incontables
peces muertos flotaban en la superficie. A ninguno se les ocurrió pensar que
pudiera haber sido un accidente provocado por el hombre. Con el cuerpo del
muerto presente los individuos de espíritus más siniestros comenzaron a
murmurar una retahíla sobre castigos divinos y demás sandeces.
Dos
días después un pequeño crío jugaba en las inmediaciones de un pozo, que aunque
estaba tapado por una vieja tapadera de madera, ésta cedió y el niño se
precipitó hacia el negro agujero. La casualidad hizo que los extraños
estuvieran allí en uno de sus letargos y aunque intentaron reaccionar cuando
llegaron al borde del pozo el pequeño ya se había ahogado.
Fue
en el cementerio, mientras daban digna sepultura al pobre niño, cuando desde la
multitud alguien gritó señalando a los seres seráficos, que a una distancia
prudente contemplaban impávidos el sepelio.
─¡Han
sido ellos! ¡Ellos han traído la desgracia al pueblo!
El
grito de la madre del crío fue ensordecedor y fue el detonante para que la
jauría humana se abalanzara poseída sobre los tres individuos. La algarabía fue
contundente; les golpearon, les arañaron, algunos les mordieron. Hechos unos
ovillos sobre la hierba fresca, les arrancaron sus vestiduras y pudieron ver
sus cuerpos casi albinos. Bajo la ira infundada observaron atónitos que
carecían de sexo.
Conducidos
por los municipales, atados a una soga gorda y áspera, les llevaron por el
camino que bajaba de la necrópolis. Los niños del pueblo les rodeaban; incluso
los más atrevidos y malévolos les tiraban piedras y cagajones de mulas. La
multitud aullaba, escupiendo maldiciones sobre aquellos que les habían traído
esperanza apenas unos días atrás. Ahora eran el centro inequívoco de sus iras.
Se estaba preparando la purga.
La
mañana amaneció con neblina. Aquel silencio impactante, de cuando bajaron del
cielo los extraños, volvió a someter al pueblo. Solo se escuchaban las campanas
de la iglesia en una sorda letanía entonando el “toque de muerto”. Doblaban
pausadamente, en un vaivén que se extendía con ponzoña en el aire pesado y
gelatinoso… Los tenían encerrados en un cobertizo subterráneo. La gente los
miraba a través de las rendijas de madera e incluso algunos orinaban sobre
ellos, mientras se reían profiriéndoles insultos. En sus ojos se podía adivinar
un profundo sentimiento de desengaño y pérdida. Tirados sobre la paja y la
mugre, desnudos, aún conservaban dignidad y benevolencia. Era como si se
enfrentaran a una causa perdida y la desazón hubiera impregnado sus ojos
esmeraldas.
La
gente comenzó a gritar con vehemencia cuando vieron llegar al cura, el alcalde
y los seis municipales que tiraban de dos mulas y un carromato por el camino
que venía de la población. Detrás de ellos se aglomeraba el resto de los
habitantes del pueblo que murmuraba palabras ininteligibles que el aire viciado
devoraba… Se detuvieron delante de la improvisada celda y con gesto solemne el
edil dijo:
─¡Sacadlos
de ahí!
Las
autoridades abrieron el portón, un intenso aroma floral surgió de aquella
gayola. Por un momento dudaron, como sí no supieran que hacer, hasta que el bullicio
les despertó del letargo. Subieron uno a uno a la carreta. El populacho
abucheaba, escupía, maldecía, mientras le tiraban piedras y basura. El birlocho
comenzó su caminar por la senda que conducía al mar. Las campanas ahora tocaban
más rápido, sin cesar un instante. La gente seguía el cortejo nerviosa. Presa
de una ansiedad y una maldad irreconocible.
El
carro se detuvo en los límites del bosque. Justo donde comenzaba la finísima
arena amarilla. A empellones los condujeron por la arena. A veces se caían y
los gendarmes les molían a culatazos con sus rifles.
El
mar estaba en calma chicha. La niebla apenas dejaba ver las pequeñas
ondulaciones de la marea baja. Estaban
en fila, mirando a la multitud, con aquellos ojos insondables. El cura
leyó de su gran biblia versículos de San Juan y después uno a uno los bendijo
haciéndoles la cruz en la frente.
El
alcalde dio la orden sin mucha convicción. Los municipales prepararon todo los
utensilios castrenses, pero no pudieron hacerlo. “Sus ojos… sus miradas”
Dijeron.
Y
tras meditarlo con el edil y el párroco les dieron la vuelta hacia el mar,
dándole la espalda a la gente. En ese instante las campanas dejaron de tañar.
El alcalde bajó el brazo y sonaron seis disparos secos. El eco duró un breve
instante. Después silencio absoluto… El agua del océano comenzó a teñirse de un
rojo intenso, mientras las olas iban y venían, compasadas.
La
gente se sintió extraña, rara, confusa. Al fin y al cabo jamás habían
presenciado la ejecución de tres ángeles.
“Nadie
acepta los servicios del ángel asesinado”
Rafael
Pérez Estrada.
Consigna: Escribir un relato de género
libre bajo el título: “Un otoño peculiar”
Pseudónimo: Gato negro.
Que narración tan buena!, enhorabuena Gato negro!, me he sentido atraída por lo que pudiera acontecer hasta el final!!👏🏽👏🏽👏🏽👏🏽
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