Como
todo en otoño, el fin de las cosas empezó con las hojas de los árboles.
A
Andrea le encantaban, se le iluminaba la sonrisa cuando veía las amarillas
hojas caídas servidas por la naturaleza en manos del destino y también de los
porteros que, en una terna lucha de voluntades, las juntaban en pilas y las
dejaban abandonadas en el cordón de la vereda para ver si eran ellos o el
destino quién terminaba por ceder y deshacerse finalmente de ellas. Las
montañas de hojas secas llevaban a Andrea a revivir su infancia Con una aniñada
risa inocente y una culpable mirada adulta para asegurarse de que nadie la
veía, pisaba con fuerza las hojas para escucharlas crujir o las pateaba para
verlas volar. Yo, como único testigo de su búsqueda del tiempo perdido, sólo
podía admirarla en silencio y copiar, como podía, una sonrisa que nunca iba a
ser tan brillante, pero que, al menos, tenía el honor de reflejar la suya.
A
mí no me gustaban las hojas caídas. Mientras que la experiencia infantil de Andrea
con ellas era de pura alegría, en mí caso, significaban apenas un engaño de la
naturaleza para ocultar la inescapable presencia de la caca de perro que uno,
de forma irremediable, terminaba tarde o temprano por pisar. Y eso, a su vez,
conducía a que mi madre me dijera que era un pelotudo, que se lo hacía a
propósito y que la próxima vez me iba a hacer limpiar las zapatillas con la
lengua, cosa que nunca pasó, pero que no por eso convertía la amenaza de la
posibilidad en algo menos terrorífico. Con el tiempo, supongo, las hojas caídas
se habían convertido para mí en una representación de las horrorosas incertidumbres
de la vida.
Sin
embargo, al que más le gustaban las hojas caídas era a nuestro perro que, como
todos los perros, prefería los hechos a las metáforas y las usaba,
mayoritariamente, para cagar. No se me escapaba la ironía de que mi propio perro
continuara, sin saberlo, el legado que atormentó mi infancia pero, después de
cierta edad, uno pierde el idealismo y está más dispuesto a hacer la vista
gorda ante las injusticias y, si la caca de mi perro hacía que la madre de
alguien lo hiciese limpiar las zapatillas sucias con la lengua, ese ya no era
un problema mío. Después de todo, mi madre estaba muerta y yo ya había
entendido que la vida era injusta con todos. Pero no sabía cuánto.
Nunca
lo había pensado, pero supongo que en otras partes del mundo donde no era otoño
el fin de las cosas habrá llegado de otra manera, pero acá, fue con las hojas.
Como no es algo en lo que la gente piense demasiado, el hecho de que no
estuvieran no llamó mucho la atención. Todos asumimos que el gobierno había
implementado algún nuevo plan de limpieza barrial en medio de un año de
elecciones, o que los porteros habían perdido la guerra de las voluntades y
habían decidido deshacerse, de una vez por todas, de las montañas de hojas
secas. Pero pronto se hizo evidente que no era así, de a poco los medios
empezaron a levantar la noticia: era pleno otoño, los árboles estaban cada vez
más desnudos y las hojas no estaban por ningún lado.
Después
de las hojas fueron las ruedas delanteras izquierdas de los autos, la gente se
espantó un poco, pero como no pasó nada más por unos días, las cambió por las
de repuesto y siguió la vida como de costumbre. El ser humano tiene la
capacidad de normalizar casi cualquier cosa. Cuando, de un día para el otro, no
hubo más kiwis, simplemente encontraron otra forma de arruinar la ensalada de
frutas. Los políticos y los medios y, en menor medida, también los porteros,
pedían calma y paciencia. Cosa que se volvió más difícil el día en que
desaparecieron los televisores.
Una
a una las cosas dejaban de estar, como si nunca hubieran estado o, más bien,
como si siempre hubieran no estado. Las sobras de las heladeras, los zócalos de
madera que, según Andrea, le daban un toque de distinción a la casa, el número
treinta y cinco, los viejos papeles de expensas que uno guarda por si acaso,
las máquinas de coca y los tachos de basura. Y dentro de toda la locura, eran
la certeza de que nada malo iba a pasarte y las pequeñas rutinas las que te
mantenían cuerdo. Ambas cosas terminaron para mí cuando quise sacar al perro al
dar una vuelta sólo para descubrir que la correa ya no estaba en su lugar
habitual y, lo que es peor, tampoco estaba el perro.
A
los gobiernos de la Tierra les costó seguir cuando un martes, que de no haber
sido ese preciso martes, no hubiera tenido ninguna consecuencia, todos los
edificios gubernamentales se desvanecieron. Una semana después, desaparecieron
los días martes. Andrea ya no sonreía, había empezado a escribir interminables
listas de todo lo que se iba perdiendo en un esfuerzo inútil por recordar lo
que había dejado de existir. Yo ya había perdido toda esperanza y me había
refugiado en botellas de whisky de la misma manera en que ella lo había hecho
en sus listas. Cuando un día ya no encontró más lapiceras ni lápices Andrea
estuvo a punto de abandonar, pero no lo hizo y continuó con la ayuda de una
vieja caja de crayones. Sin embargo, cada vez más seguido venía a refugiarse a
la cocina conmigo y mis bebidas que, debo admitir, se habían vuelto más difíciles
de tragar desde que no había más hielo.
Que
yo sepa, nadie supo nunca por qué había llegado el fin de las cosas. Nadie
descifró el por qué del orden en que las cosas se iban, o cómo es que ocurría.
Me acuerdo que se hablaba mucho de Dios y de aliens. Algunos opinaban que Dios
fue el primero en desaparecer y que toda su creación lo había empezado a
seguir. Otros sostenían que los extraterrestres habían apuntado contra la
Tierra un rayo que nos iba transportando de a poco a otra dimensión para sacar
al planeta del medio. Yo, por otro lado, ayudado bastante por el alcohol, creía
que cualquiera que viniera a contarme alguna de esas teorías pelotudas iba a
terminar por encontrarse en el final de la trayectoria de una botella de vidrio
semivacía y que los iba, además, a golpear tantas veces que iban a desear que
lo próximo en desaparecer fueran las botellas de Johnny Walker o las
contusiones cerebrales.
Unos
días antes de terminar el otoño, le pedí a Andrea que me alcanzara al baño otro
tomo de la Enciclopedia Británica. Hacía ya unas semanas que no quedaba más
papel higiénico. Usábamos la enciclopedia porque con la cantidad de palabras
que desaparecían cada día ya no tenía sentido y además porque quién carajo usa
una enciclopedia hoy en día. Ni siquiera sabía por qué teníamos una en la casa.
Cuando repetí el cada vez más urgente pedido de papel atiné a escuchar a Andrea
decir las palabras “hace cosquillas” seguidas de un espantoso golpe seco. La
casa quedó en silencio. Llamé a Andrea varias veces, pero no hubo respuesta,
por lo que salí del baño sin subirme los pantalones. El ruido había sido
provocado por el volumen doce de la Enciclopedia Británica al golpear contra el
suelo de madera. Andrea, como lo esperaba, no estaba por ningún lado.
No
recuerdo mucho después de eso, pero creo que el fin de las cosas se aceleró. Las
cosas que estaban y dejaban de estar a mi alrededor ya no tenían significado
mientras me hundía más y más en las botellas que había ido acaparando desde el
inicio de toda esta locura. Otros llenaron sus casas de velas, de comida en
lata, de agua potable. Yo traje todo el alcohol que pude conseguir, y lo más
variado posible también. En un mundo que desaparece de una cosa a la vez, lo
más tonto que se puede hacer es poner todos los huevos en la misma canasta. Por
eso, cuando dejó de existir el whisky pude seguir tomando vodka, o sake, o
tequila y me pude seguir riendo de todos esos que solo se habían enfocado en
comida deshidratada, o en huevos, o en canastas.
Lo
sentí cuando ya no quedaban árboles, ni colchones, ni agrupaciones vecinales,
ni museos. Era un calor que comenzaba en la nuca y se esparcía de a poco por
todo el cuerpo. Andrea tenía razón, hace cosquillas. Pase lo que pase, espero
que haya algo del otro lado, un lugar donde vuelvan a estar las cosas. Donde
pueda volver a ver hojas de árbol caídas y los perros que las cagan. Un lugar
con las listas escritas en crayones y, si tengo suerte, la luz de una sonrisa
que tenga el honor de reflej
Milo Mantenna
Consigna:
Escribe un relato de hasta cuatro
hojas de Word,
del género que desees, bajo el
título:
Un otoño peculiar.
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