martes, 30 de mayo de 2023

Un otoño peculiar

Como todo en otoño, el fin de las cosas empezó con las hojas de los árboles.

 

A Andrea le encantaban, se le iluminaba la sonrisa cuando veía las amarillas hojas caídas servidas por la naturaleza en manos del destino y también de los porteros que, en una terna lucha de voluntades, las juntaban en pilas y las dejaban abandonadas en el cordón de la vereda para ver si eran ellos o el destino quién terminaba por ceder y deshacerse finalmente de ellas. Las montañas de hojas secas llevaban a Andrea a revivir su infancia Con una aniñada risa inocente y una culpable mirada adulta para asegurarse de que nadie la veía, pisaba con fuerza las hojas para escucharlas crujir o las pateaba para verlas volar. Yo, como único testigo de su búsqueda del tiempo perdido, sólo podía admirarla en silencio y copiar, como podía, una sonrisa que nunca iba a ser tan brillante, pero que, al menos, tenía el honor de reflejar la suya.

 

A mí no me gustaban las hojas caídas. Mientras que la experiencia infantil de Andrea con ellas era de pura alegría, en mí caso, significaban apenas un engaño de la naturaleza para ocultar la inescapable presencia de la caca de perro que uno, de forma irremediable, terminaba tarde o temprano por pisar. Y eso, a su vez, conducía a que mi madre me dijera que era un pelotudo, que se lo hacía a propósito y que la próxima vez me iba a hacer limpiar las zapatillas con la lengua, cosa que nunca pasó, pero que no por eso convertía la amenaza de la posibilidad en algo menos terrorífico. Con el tiempo, supongo, las hojas caídas se habían convertido para mí en una representación de las horrorosas incertidumbres de la vida.

 

Sin embargo, al que más le gustaban las hojas caídas era a nuestro perro que, como todos los perros, prefería los hechos a las metáforas y las usaba, mayoritariamente, para cagar. No se me escapaba la ironía de que mi propio perro continuara, sin saberlo, el legado que atormentó mi infancia pero, después de cierta edad, uno pierde el idealismo y está más dispuesto a hacer la vista gorda ante las injusticias y, si la caca de mi perro hacía que la madre de alguien lo hiciese limpiar las zapatillas sucias con la lengua, ese ya no era un problema mío. Después de todo, mi madre estaba muerta y yo ya había entendido que la vida era injusta con todos. Pero no sabía cuánto.

 

Nunca lo había pensado, pero supongo que en otras partes del mundo donde no era otoño el fin de las cosas habrá llegado de otra manera, pero acá, fue con las hojas. Como no es algo en lo que la gente piense demasiado, el hecho de que no estuvieran no llamó mucho la atención. Todos asumimos que el gobierno había implementado algún nuevo plan de limpieza barrial en medio de un año de elecciones, o que los porteros habían perdido la guerra de las voluntades y habían decidido deshacerse, de una vez por todas, de las montañas de hojas secas. Pero pronto se hizo evidente que no era así, de a poco los medios empezaron a levantar la noticia: era pleno otoño, los árboles estaban cada vez más desnudos y las hojas no estaban por ningún lado.

 

Después de las hojas fueron las ruedas delanteras izquierdas de los autos, la gente se espantó un poco, pero como no pasó nada más por unos días, las cambió por las de repuesto y siguió la vida como de costumbre. El ser humano tiene la capacidad de normalizar casi cualquier cosa. Cuando, de un día para el otro, no hubo más kiwis, simplemente encontraron otra forma de arruinar la ensalada de frutas. Los políticos y los medios y, en menor medida, también los porteros, pedían calma y paciencia. Cosa que se volvió más difícil el día en que desaparecieron los televisores.

 

Una a una las cosas dejaban de estar, como si nunca hubieran estado o, más bien, como si siempre hubieran no estado. Las sobras de las heladeras, los zócalos de madera que, según Andrea, le daban un toque de distinción a la casa, el número treinta y cinco, los viejos papeles de expensas que uno guarda por si acaso, las máquinas de coca y los tachos de basura. Y dentro de toda la locura, eran la certeza de que nada malo iba a pasarte y las pequeñas rutinas las que te mantenían cuerdo. Ambas cosas terminaron para mí cuando quise sacar al perro al dar una vuelta sólo para descubrir que la correa ya no estaba en su lugar habitual y, lo que es peor, tampoco estaba el perro.

 

A los gobiernos de la Tierra les costó seguir cuando un martes, que de no haber sido ese preciso martes, no hubiera tenido ninguna consecuencia, todos los edificios gubernamentales se desvanecieron. Una semana después, desaparecieron los días martes. Andrea ya no sonreía, había empezado a escribir interminables listas de todo lo que se iba perdiendo en un esfuerzo inútil por recordar lo que había dejado de existir. Yo ya había perdido toda esperanza y me había refugiado en botellas de whisky de la misma manera en que ella lo había hecho en sus listas. Cuando un día ya no encontró más lapiceras ni lápices Andrea estuvo a punto de abandonar, pero no lo hizo y continuó con la ayuda de una vieja caja de crayones. Sin embargo, cada vez más seguido venía a refugiarse a la cocina conmigo y mis bebidas que, debo admitir, se habían vuelto más difíciles de tragar desde que no había más hielo.

 

Que yo sepa, nadie supo nunca por qué había llegado el fin de las cosas. Nadie descifró el por qué del orden en que las cosas se iban, o cómo es que ocurría. Me acuerdo que se hablaba mucho de Dios y de aliens. Algunos opinaban que Dios fue el primero en desaparecer y que toda su creación lo había empezado a seguir. Otros sostenían que los extraterrestres habían apuntado contra la Tierra un rayo que nos iba transportando de a poco a otra dimensión para sacar al planeta del medio. Yo, por otro lado, ayudado bastante por el alcohol, creía que cualquiera que viniera a contarme alguna de esas teorías pelotudas iba a terminar por encontrarse en el final de la trayectoria de una botella de vidrio semivacía y que los iba, además, a golpear tantas veces que iban a desear que lo próximo en desaparecer fueran las botellas de Johnny Walker o las contusiones cerebrales.

 

Unos días antes de terminar el otoño, le pedí a Andrea que me alcanzara al baño otro tomo de la Enciclopedia Británica. Hacía ya unas semanas que no quedaba más papel higiénico. Usábamos la enciclopedia porque con la cantidad de palabras que desaparecían cada día ya no tenía sentido y además porque quién carajo usa una enciclopedia hoy en día. Ni siquiera sabía por qué teníamos una en la casa. Cuando repetí el cada vez más urgente pedido de papel atiné a escuchar a Andrea decir las palabras “hace cosquillas” seguidas de un espantoso golpe seco. La casa quedó en silencio. Llamé a Andrea varias veces, pero no hubo respuesta, por lo que salí del baño sin subirme los pantalones. El ruido había sido provocado por el volumen doce de la Enciclopedia Británica al golpear contra el suelo de madera. Andrea, como lo esperaba, no estaba por ningún lado.

 

No recuerdo mucho después de eso, pero creo que el fin de las cosas se aceleró. Las cosas que estaban y dejaban de estar a mi alrededor ya no tenían significado mientras me hundía más y más en las botellas que había ido acaparando desde el inicio de toda esta locura. Otros llenaron sus casas de velas, de comida en lata, de agua potable. Yo traje todo el alcohol que pude conseguir, y lo más variado posible también. En un mundo que desaparece de una cosa a la vez, lo más tonto que se puede hacer es poner todos los huevos en la misma canasta. Por eso, cuando dejó de existir el whisky pude seguir tomando vodka, o sake, o tequila y me pude seguir riendo de todos esos que solo se habían enfocado en comida deshidratada, o en huevos, o en canastas.

 

Lo sentí cuando ya no quedaban árboles, ni colchones, ni agrupaciones vecinales, ni museos. Era un calor que comenzaba en la nuca y se esparcía de a poco por todo el cuerpo. Andrea tenía razón, hace cosquillas. Pase lo que pase, espero que haya algo del otro lado, un lugar donde vuelvan a estar las cosas. Donde pueda volver a ver hojas de árbol caídas y los perros que las cagan. Un lugar con las listas escritas en crayones y, si tengo suerte, la luz de una sonrisa que tenga el honor de reflej     

 

Milo Mantenna

Consigna:

Escribe un relato de hasta cuatro hojas de Word,

del género que desees, bajo el título:

Un otoño peculiar.

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