Ni
Polo ni el Vasco sabían que yo tenía un revólver en la mochila. Los filmé mientras
probaban las linternas y escudriñaban el frente de ladrillos y los
desvencijados ventanales de la planta alta. Cada vez que respiraban, la cámara
captaba el vapor de sus exhalaciones formando remolinos a través de los haces
blancos.
El
Vasco me apuntó con la luz de la linterna directo a la cara.
—¿Por
dónde entramos, Diego? La puerta principal tiene candado y mirá: todas las
ventanas están enrejadas.
Señalé
hacia una zona oscura al final del edificio.
—Es
por allá. Atrás del vivero hay un boquete en la pared. Pero igual no te
emociones que tenemos que esperar a las chicas.
—Yo
voto por que entremos ahora —dijo Polo —. Hacemos unas tomas de las aulas,
recorremos un poco el lugar para familiarizarnos, en una de esas nos topamos
con algún fantasmita, ¿no? Uno de esos acólitos de la Senda.
La
idea era pésima y podía echar a perder mis planes, pero no tuve necesidad de
protestar. Oímos el ruido de un motor y a los pocos minutos las ruedas del jeep
de Marcela crujieron sobre el camino de ripio del acceso. Había cien metros
desde la reja hasta el colegio y sin embargo, a causa de la niebla, las luces
del vehículo eran apenas dos estrías pálidas. Mientras esperábamos a las
chicas, pisoteamos el alto pastizal para formar un claro. Hice unas tomas descuidadas
de la fachada y de las frondosas copas de eucaliptos que tapaban el ala derecha.
El lente de la cámara los captaba como ovillos de negrura superpuestos de forma
abstracta.
Desde
algún lugar Marcela pegó un grito. Se oyeron risas. «Estamos bien, no se
preocupen». Dos linternas barrieron el cielo, arriba y abajo. La voz de Jimena
vibró en el aire fresco. Era más aguda que la de Marcela, rodeada de un aura
infantil. Preguntó por coordenadas. «¿Dónde están?» Polo sonrió y agitó su
linterna. El Vasco silbó una nota breve, casi mezquina. Como si no le
entusiasmase la idea de generar demasiado ruido.
—Qué
increíble que estemos acá, ¿no? —me susurró Polo al oído.
—Increíble
es tu hermana en la cama.
Las
chicas emergieron desde el yuyal y pusieron cara de alivio. Dejaron las
mochilas en el suelo. Tenían las mejillas coloradas a pesar del frío. El Vasco
les convidó cigarrillos. Polo abrazó a Jimena y le frotó los hombros para
insuflarle valor.
—Les
dije que valía la pena venir. Miren lo que es eso —dijo el Vasco.
Marcela
contempló el viejo colegio con gesto de valoración.
—Es
más horrible que en las fotos.
—¿Qué
pasó? ¿Por qué se demoraron tanto? —pregunté.
Marcela
contó que las había parado la policía en la entrada de Saldungaray. El jeep tenía
la oblea de la VTV vencida, cosa que derivó en una largo tire y afloje con
respecto al precio de la coima. Cuando se estaban por ir, los canas vieron las cámaras
y se pusieron suspicaces. Ellas les dijeron que iban a filmar el pórtico del
cementerio (pensando que la sola alusión a Salamone las haría zafar) pero
tuvieron que aguantarse una clase magistral acerca del arquitecto, orgullo
local y disparador de un sinfín de anécdotas de misterio y ocultismo. Tanto se
entusiasmaron los canas con el “proyecto” que se ofrecieron a escoltarlas hasta
el cementerio. Fue Jimena la que los cortó en seco, manifestando que primero irían
al hotel porque tenían una videollamada con la productora.
Polo
les sonrió.
—Muy
astutas. Pero a quién le puede interesar Salamone, teniendo a la Senda del Sagrado
Bastón para investigar —Me hizo un gesto con la cabeza— Acá Dieguito nos va a
indicar por dónde entrar.
Bajé
mi cámara y los guie hacia la izquierda, bajo la sombra expectante de la
fachada de ladrillos. Si se prestaba atención se notaban las señales del antiguo
camino que conducía hacia el invernadero y seguía hacia los campos de siembra. Los
altos pastos entorpecían el paso y dejaban una desagradable estela de humedad
en la ropa. El grupo me siguió de cerca, en fila india, moviendo las linternas
de un lado a otro y haciendo comentarios por lo bajo. A los pocos minutos, el invernadero
surgió de la niebla. Era un extenso armazón de hierro oxidado de techo redondo
y pilotes de concreto emplazados en línea paralela al edificio. Los paneles de
vidrio repartido estaban rotos y en el interior se podían ver estantes y
bancales tumbados e invadidos por la maleza. Marañas de madreselva se
enroscaban en las cañas silvestres, manojos de ligustros y yuyales confabulaban
para formar siluetas tétricas. En el fondo, una tupida hiedra trepaba por las
columnas y colgaba a modo de guirnalda desde las vigas.
Era
una pena no tener más tiempo para inspeccionar. Hice unas tomas rápidas
mientras avanzábamos hasta la entrada. Mi contacto me había dicho que el
boquete estaba tapado así nomás por unas chapas y pronto descubrí que estaba en
lo cierto. Solo hubo que patear unas maderas podridas para poder retirarlas y
revelar el agujero. Polo y el Vasco me palmearon la espalda mientras las chicas
se frotaban los brazos, indecisas.
—Primero
las damas —dije, haciendo una exagerada reverencia.
Marcela
me dedicó un gesto burlón, pasó la mochila y entró. Jimena le dio una última
pitada al cigarrillo y la siguió. Después entraron los chicos. Desde el
interior, sus voces excitadas retumbaron en una cacofonía de ecos.
Me
preocupaba que algún detalle imprevisto interfiriera con mis intenciones. El
año era exacto, la estación era exacta y el ciclo lunar era exacto, pero había
ciertos aspectos de la historia que no terminaban de convencerme. Había
inconsistencias. Sacudí la cabeza y pasé por el boquete. Funcionaría. Tenía que
funcionar. Lo importante era que los elementos y las ofrendas estuvieran
alineados.
—¡Diego!
¡Tenés que ver esto! —La voz del Vasco rebotó por la amplia galería
polvorienta. La luz de la linterna se asomaba por la primera de una larga
seguidilla de puertas que se perdían en la oscuridad.
Consulté al reloj: faltaban veinte minutos
para las doce. Cambié la cámara al modo visión nocturna y me acerqué al grupo. Me
asomé a un recinto rodeado de repisas altas hasta el techo. Las estanterías
estaban atiborradas de vidriería de laboratorio y frascos que contenían raros especímenes
y órganos conservados en formol. Marcela y Jimena habían sacado sus cámaras y grababan
con avidez. Polo sostenía un frasco a trasluz donde flotaba un embrión encogido
y arrugado. Tenía el aspecto de un feto humano.
—¿Seguro
que no es tu hijo? —preguntó Jimena.
—Ja,
ja. Muy graciosa. Creo que es una cabra. —Hizo un gesto abarcativo— ¿No les
parece raro que después de tantos años todo esté intacto?
—¿Y
quién querría llevarse semejantes trofeos?
El
Vasco se colocó junto a las estanterías y le hizo una seña a Marcela para que
lo filmase.
—¡Buenas
noches, seguidores! ¡Lo conseguimos! Estamos dentro de la antigua escuela
agro-técnica de Saldungaray, clausurada en la década del 50 durante la
dictadura de Aramburu. Como les contamos en el programa anterior, existe una
oscura leyenda sobre este lugar. Durante mucho tiempo se habló de un culto
satánico que realizaba sus ritos aquí mismo. El 21 de marzo de 1970, hace
exactamente 50 años, se hallaron los restos mutilados de las hermanas Irene y
Marta Pereyra, de nueve y once años. Los cuerpos habían sido decapitados y tenían
extraños símbolos marcados en la piel. Pero eso no es todo: los testigos
dijeron que los cadáveres estaban sentados en unos pupitres en posición erguida.
Las cabezas nunca fueron halladas. La policía investigó el caso pero no logró avanzar
más allá de algunas pistas dispersas. A lo largo de los años, desapariciones y
suicidios han sido relacionados directamente con el colegio. Hasta el día de
hoy los pobladores sostienen que el lugar está maldito. Afirman que cada 21 de marzo
se oyen golpes y gritos provenientes del… No, no me gusta. Cortá Marcela, por
favor. Vamos de vuelta.
Pero
algo no estaba bien. Porque en ese momento Marcela bajó la cámara y señaló con
un dedo tembloroso hacia uno de los estantes, justo detrás del Vasco.
—Qué…
¿Qué es eso?
Las
luces de las cámaras y las linternas convergieron en el mismo punto: un receptáculo
que contenía un enorme corazón de vaca suspendido en un líquido turbio.
El
corazón se contrajo, se agitó, comenzó a latir. Pequeños coágulos de sangre
negra brotaron de la arteria.
Gritamos.
Marcela dejó caer su cámara y retrocedió. El Vasco estrelló el frasco contra el
suelo. Un segundo después nos atropellamos para salir del laboratorio y fueron
nuestros propios corazones los que parecieron querer detenerse. Una vez en la
galería notamos que algo había cambiado. Las linternas no tenían fuerza, no
lograban taladrar la oscuridad más allá de unos pocos metros. Una atmósfera
densa y granulosa había descendido sobre nosotros. Marcela se aferró a mi brazo
y lloriqueó unas palabras suplicantes junto a mi oído. Me sacudí su contacto
con violencia.
—Esto
está mal… Tenemos que irnos —murmuró Polo. Pero el telón negro nos desorientaba.
Nos movimos como un animal atolondrado, cinco pares de piernas intentando
coordinar el escape. Levanté mi cámara y aproveché la visión nocturna. Vi la
galería en un rabioso contraste de grises. Las dimensiones y disposición del
lugar habían cambiado. El sitio donde antes estaba el boquete estaba ocupado por
una pared de lockers. A corta distancia, a la derecha, se hallaba el
acceso a la escalera que conducía a la planta alta. Más atrás, interrumpiendo
el punto de fuga de un larguísimo pasillo, una montaña de sillas y pupitres formaban
un pesadilla geométrica. Justo delante del desorden había un animal agazapado. Tenía
cuerpo de perro pero su cabeza era la de un hombre. Nos miraba fijamente. La
sonrisa se descolgó en una mueca demencial. La criatura avanzó hacia nosotros.
Después aulló con un sonido que no era ni humano ni animal.
La
aguja del pánico se clavó en mi médula. Lo imposible dejaba heridas en la
mente. Me desentendí de todos y me precipité escaleras arriba para escapar de
aquel espanto. Brazos y manos intentaron detenerme. Detrás de mí venía Polo o
el Vasco gritando a voz en cuello. Más abajo se desató un pandemónium de confusión
y alaridos. Subí los escalones de dos en dos. En el rellano observé a través de
la cámara para ver quién me seguía y se me heló la sangre. Polo avanzaba con
dificultad, intentaba subir un escalón pero su pierna se flexionaba con suma lentitud.
Estiró un brazo hasta mí. Su piel parecía derretirse y fundirse con la ropa. Vi
como su cabeza se retorcía y se achicaba, aplastada cada vez más entre los
hombros. Los ojos se hundieron en las órbitas y desaparecieron dejando dos
agujeros negros en su lugar. Los brazos se convirtieron en ramas secas.
Enloquecido por la visión, llegué a la planta alta y busqué refugio en el
primer lugar que encontré. La visión nocturna me mostró una biblioteca con muebles
repletos de viejos volúmenes. A la derecha había un mostrador lleno de carpetas
y cajas con papeles. Me escondí detrás del mostrador y vigilé la puerta intentando
calmar mis temblores. La mochila con el revólver había quedada abandonada en el
laboratorio. Eso que yo pretendía llevar a cabo carecía de sentido a la vista
de los acontecimientos. Como para corroborar la idea, unas campanas lúgubres
tañeron y vibraron en los cimientos podridos de todo el colegio. Campanadas que
anunciaba la medianoche. La llegada del 21 de marzo y el cincuentenario de un crimen
profano perpetrado en la carne de dos niñas.
Primero
llegó la pestilencia como un heraldo de la muerte. Después el gemido. ¿Qué habría
cambiado de tener yo un revólver en las manos? ¿Podría acaso haber disparado sobre
aquella cabeza monstruosa que se asomó por el vano de la puerta? ¿Habría
detenido las compuertas de la locura que se abrieron en mí cuando me llamó por
mi nombre? ¿Habría evitado arrancarme
los pelos y rasguñarme la cara cuando aquella cosa gigantesca abrió las fauces
y desenroscó su lengua, buscándome?
***
Consigna: Un otoño
peculiar
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