miércoles, 31 de mayo de 2023

Un otoño peculiar

Ni Polo ni el Vasco sabían que yo tenía un revólver en la mochila. Los filmé mientras probaban las linternas y escudriñaban el frente de ladrillos y los desvencijados ventanales de la planta alta. Cada vez que respiraban, la cámara captaba el vapor de sus exhalaciones formando remolinos a través de los haces blancos.

El Vasco me apuntó con la luz de la linterna directo a la cara.

—¿Por dónde entramos, Diego? La puerta principal tiene candado y mirá: todas las ventanas están enrejadas.

Señalé hacia una zona oscura al final del edificio.

—Es por allá. Atrás del vivero hay un boquete en la pared. Pero igual no te emociones que tenemos que esperar a las chicas.

—Yo voto por que entremos ahora —dijo Polo —. Hacemos unas tomas de las aulas, recorremos un poco el lugar para familiarizarnos, en una de esas nos topamos con algún fantasmita, ¿no? Uno de esos acólitos de la Senda.

La idea era pésima y podía echar a perder mis planes, pero no tuve necesidad de protestar. Oímos el ruido de un motor y a los pocos minutos las ruedas del jeep de Marcela crujieron sobre el camino de ripio del acceso. Había cien metros desde la reja hasta el colegio y sin embargo, a causa de la niebla, las luces del vehículo eran apenas dos estrías pálidas. Mientras esperábamos a las chicas, pisoteamos el alto pastizal para formar un claro. Hice unas tomas descuidadas de la fachada y de las frondosas copas de eucaliptos que tapaban el ala derecha. El lente de la cámara los captaba como ovillos de negrura superpuestos de forma abstracta.

Desde algún lugar Marcela pegó un grito. Se oyeron risas. «Estamos bien, no se preocupen». Dos linternas barrieron el cielo, arriba y abajo. La voz de Jimena vibró en el aire fresco. Era más aguda que la de Marcela, rodeada de un aura infantil. Preguntó por coordenadas. «¿Dónde están?» Polo sonrió y agitó su linterna. El Vasco silbó una nota breve, casi mezquina. Como si no le entusiasmase la idea de generar demasiado ruido.

—Qué increíble que estemos acá, ¿no? —me susurró Polo al oído.

—Increíble es tu hermana en la cama.

Las chicas emergieron desde el yuyal y pusieron cara de alivio. Dejaron las mochilas en el suelo. Tenían las mejillas coloradas a pesar del frío. El Vasco les convidó cigarrillos. Polo abrazó a Jimena y le frotó los hombros para insuflarle valor.

—Les dije que valía la pena venir. Miren lo que es eso —dijo el Vasco.

Marcela contempló el viejo colegio con gesto de valoración.

—Es más horrible que en las fotos.

—¿Qué pasó? ¿Por qué se demoraron tanto? —pregunté.

Marcela contó que las había parado la policía en la entrada de Saldungaray. El jeep tenía la oblea de la VTV vencida, cosa que derivó en una largo tire y afloje con respecto al precio de la coima. Cuando se estaban por ir, los canas vieron las cámaras y se pusieron suspicaces. Ellas les dijeron que iban a filmar el pórtico del cementerio (pensando que la sola alusión a Salamone las haría zafar) pero tuvieron que aguantarse una clase magistral acerca del arquitecto, orgullo local y disparador de un sinfín de anécdotas de misterio y ocultismo. Tanto se entusiasmaron los canas con el “proyecto” que se ofrecieron a escoltarlas hasta el cementerio. Fue Jimena la que los cortó en seco, manifestando que primero irían al hotel porque tenían una videollamada con la productora.

Polo les sonrió.

—Muy astutas. Pero a quién le puede interesar Salamone, teniendo a la Senda del Sagrado Bastón para investigar —Me hizo un gesto con la cabeza— Acá Dieguito nos va a indicar por dónde entrar.  

Bajé mi cámara y los guie hacia la izquierda, bajo la sombra expectante de la fachada de ladrillos. Si se prestaba atención se notaban las señales del antiguo camino que conducía hacia el invernadero y seguía hacia los campos de siembra. Los altos pastos entorpecían el paso y dejaban una desagradable estela de humedad en la ropa. El grupo me siguió de cerca, en fila india, moviendo las linternas de un lado a otro y haciendo comentarios por lo bajo. A los pocos minutos, el invernadero surgió de la niebla. Era un extenso armazón de hierro oxidado de techo redondo y pilotes de concreto emplazados en línea paralela al edificio. Los paneles de vidrio repartido estaban rotos y en el interior se podían ver estantes y bancales tumbados e invadidos por la maleza. Marañas de madreselva se enroscaban en las cañas silvestres, manojos de ligustros y yuyales confabulaban para formar siluetas tétricas. En el fondo, una tupida hiedra trepaba por las columnas y colgaba a modo de guirnalda desde las vigas.

Era una pena no tener más tiempo para inspeccionar. Hice unas tomas rápidas mientras avanzábamos hasta la entrada. Mi contacto me había dicho que el boquete estaba tapado así nomás por unas chapas y pronto descubrí que estaba en lo cierto. Solo hubo que patear unas maderas podridas para poder retirarlas y revelar el agujero. Polo y el Vasco me palmearon la espalda mientras las chicas se frotaban los brazos, indecisas.

—Primero las damas —dije, haciendo una exagerada reverencia.

Marcela me dedicó un gesto burlón, pasó la mochila y entró. Jimena le dio una última pitada al cigarrillo y la siguió. Después entraron los chicos. Desde el interior, sus voces excitadas retumbaron en una cacofonía de ecos.

Me preocupaba que algún detalle imprevisto interfiriera con mis intenciones. El año era exacto, la estación era exacta y el ciclo lunar era exacto, pero había ciertos aspectos de la historia que no terminaban de convencerme. Había inconsistencias. Sacudí la cabeza y pasé por el boquete. Funcionaría. Tenía que funcionar. Lo importante era que los elementos y las ofrendas estuvieran alineados.

—¡Diego! ¡Tenés que ver esto! —La voz del Vasco rebotó por la amplia galería polvorienta. La luz de la linterna se asomaba por la primera de una larga seguidilla de puertas que se perdían en la oscuridad.

 Consulté al reloj: faltaban veinte minutos para las doce. Cambié la cámara al modo visión nocturna y me acerqué al grupo. Me asomé a un recinto rodeado de repisas altas hasta el techo. Las estanterías estaban atiborradas de vidriería de laboratorio y frascos que contenían raros especímenes y órganos conservados en formol. Marcela y Jimena habían sacado sus cámaras y grababan con avidez. Polo sostenía un frasco a trasluz donde flotaba un embrión encogido y arrugado. Tenía el aspecto de un feto humano.

—¿Seguro que no es tu hijo? —preguntó Jimena.

—Ja, ja. Muy graciosa. Creo que es una cabra. —Hizo un gesto abarcativo— ¿No les parece raro que después de tantos años todo esté intacto?

—¿Y quién querría llevarse semejantes trofeos?

El Vasco se colocó junto a las estanterías y le hizo una seña a Marcela para que lo filmase.

—¡Buenas noches, seguidores! ¡Lo conseguimos! Estamos dentro de la antigua escuela agro-técnica de Saldungaray, clausurada en la década del 50 durante la dictadura de Aramburu. Como les contamos en el programa anterior, existe una oscura leyenda sobre este lugar. Durante mucho tiempo se habló de un culto satánico que realizaba sus ritos aquí mismo. El 21 de marzo de 1970, hace exactamente 50 años, se hallaron los restos mutilados de las hermanas Irene y Marta Pereyra, de nueve y once años. Los cuerpos habían sido decapitados y tenían extraños símbolos marcados en la piel. Pero eso no es todo: los testigos dijeron que los cadáveres estaban sentados en unos pupitres en posición erguida. Las cabezas nunca fueron halladas. La policía investigó el caso pero no logró avanzar más allá de algunas pistas dispersas. A lo largo de los años, desapariciones y suicidios han sido relacionados directamente con el colegio. Hasta el día de hoy los pobladores sostienen que el lugar está maldito. Afirman que cada 21 de marzo se oyen golpes y gritos provenientes del… No, no me gusta. Cortá Marcela, por favor. Vamos de vuelta.

Pero algo no estaba bien. Porque en ese momento Marcela bajó la cámara y señaló con un dedo tembloroso hacia uno de los estantes, justo detrás del Vasco.

—Qué… ¿Qué es eso?

Las luces de las cámaras y las linternas convergieron en el mismo punto: un receptáculo que contenía un enorme corazón de vaca suspendido en un líquido turbio.

El corazón se contrajo, se agitó, comenzó a latir. Pequeños coágulos de sangre negra brotaron de la arteria.

Gritamos. Marcela dejó caer su cámara y retrocedió. El Vasco estrelló el frasco contra el suelo. Un segundo después nos atropellamos para salir del laboratorio y fueron nuestros propios corazones los que parecieron querer detenerse. Una vez en la galería notamos que algo había cambiado. Las linternas no tenían fuerza, no lograban taladrar la oscuridad más allá de unos pocos metros. Una atmósfera densa y granulosa había descendido sobre nosotros. Marcela se aferró a mi brazo y lloriqueó unas palabras suplicantes junto a mi oído. Me sacudí su contacto con violencia.

—Esto está mal… Tenemos que irnos —murmuró Polo. Pero el telón negro nos desorientaba. Nos movimos como un animal atolondrado, cinco pares de piernas intentando coordinar el escape. Levanté mi cámara y aproveché la visión nocturna. Vi la galería en un rabioso contraste de grises. Las dimensiones y disposición del lugar habían cambiado. El sitio donde antes estaba el boquete estaba ocupado por una pared de lockers. A corta distancia, a la derecha, se hallaba el acceso a la escalera que conducía a la planta alta. Más atrás, interrumpiendo el punto de fuga de un larguísimo pasillo, una montaña de sillas y pupitres formaban un pesadilla geométrica. Justo delante del desorden había un animal agazapado. Tenía cuerpo de perro pero su cabeza era la de un hombre. Nos miraba fijamente. La sonrisa se descolgó en una mueca demencial. La criatura avanzó hacia nosotros. Después aulló con un sonido que no era ni humano ni animal.

La aguja del pánico se clavó en mi médula. Lo imposible dejaba heridas en la mente. Me desentendí de todos y me precipité escaleras arriba para escapar de aquel espanto. Brazos y manos intentaron detenerme. Detrás de mí venía Polo o el Vasco gritando a voz en cuello. Más abajo se desató un pandemónium de confusión y alaridos. Subí los escalones de dos en dos. En el rellano observé a través de la cámara para ver quién me seguía y se me heló la sangre. Polo avanzaba con dificultad, intentaba subir un escalón pero su pierna se flexionaba con suma lentitud. Estiró un brazo hasta mí. Su piel parecía derretirse y fundirse con la ropa. Vi como su cabeza se retorcía y se achicaba, aplastada cada vez más entre los hombros. Los ojos se hundieron en las órbitas y desaparecieron dejando dos agujeros negros en su lugar. Los brazos se convirtieron en ramas secas. Enloquecido por la visión, llegué a la planta alta y busqué refugio en el primer lugar que encontré. La visión nocturna me mostró una biblioteca con muebles repletos de viejos volúmenes. A la derecha había un mostrador lleno de carpetas y cajas con papeles. Me escondí detrás del mostrador y vigilé la puerta intentando calmar mis temblores. La mochila con el revólver había quedada abandonada en el laboratorio. Eso que yo pretendía llevar a cabo carecía de sentido a la vista de los acontecimientos. Como para corroborar la idea, unas campanas lúgubres tañeron y vibraron en los cimientos podridos de todo el colegio. Campanadas que anunciaba la medianoche. La llegada del 21 de marzo y el cincuentenario de un crimen profano perpetrado en la carne de dos niñas.

Primero llegó la pestilencia como un heraldo de la muerte. Después el gemido. ¿Qué habría cambiado de tener yo un revólver en las manos? ¿Podría acaso haber disparado sobre aquella cabeza monstruosa que se asomó por el vano de la puerta? ¿Habría detenido las compuertas de la locura que se abrieron en mí cuando me llamó por mi nombre?  ¿Habría evitado arrancarme los pelos y rasguñarme la cara cuando aquella cosa gigantesca abrió las fauces y desenroscó su lengua, buscándome?

                                                             ***

Consigna: Un otoño peculiar

Seudónimo: Síndrome de Marfan

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