viernes, 5 de agosto de 2022

Patria de sueños

La calle empedrada desciende suavemente, con pequeños escalones cada pocos metros. Un emparrado cubre varios tramos de la travesía, y su sombra se esparce sobre los adoquines centenarios. El frescor casi se puede paladear. Juana camina lentamente. Desea alcanzar lo que parece el final de la calle: un patio penumbroso que se vislumbra en una cercana lejanía. Se está aproximando. Esta vez va a alcanzarlo.

Sus ojos se abren. Despierta, la luz inclemente del mediodía  ciega su pensamiento. Una vez más, el sueño recurrente que no logra culminar.   

—Señora.

Con ella no hay títulos o grados militares. Es la hija de una familia patricia, que ha abandonado la tranquilidad de una vida resuelta, por un fin superior al que se siente predestinada. Todos lo saben, y reconocen su grandeza. También su arrojo, su obstinación, y su genio militar.

—Señora.

—Ya te he oído, Alvear. No hace falta que te repitas. ¿Qué sucede? ¿Ya han llegado?

—En efecto. Tal como nos dijeron.

Un mensajero les ha anticipado la derrota de la partida enviada a tomar Antauta. Una aldehuela que, por su ubicación, es necesario controlar si quieren tener esperanzas de derrotar al ejército realista, que desde hace meses se prepara para masacrarles.

—Malos tiempos son si no somos capaces de tomar un pequeño poblado.

—Parece que los habitantes habían sido comprados por el oro del rey. 

—Qué estupidez, Alvear —dice mientras se levanta del sofá. 

Se arrepiente enseguida de la frase. Sus mandos provienen todos del ejército realista. Son, por tanto, legalmente, desertores, o peor aún, traidores que solo merecen la ejecución con deshonra. Es injusta al tratarles con ese desprecio.

Sale del salón hacia la pradera inmensa que rodea la modesta estancia. Los supervivientes de la escaramuza vuelven sucios, emponzoñados de sangre y derrota, sobre caballos moribundos, o andando con sus últimas fuerzas. Son atendidos por las mujeres, aunque algunos ya están sentenciados por sus heridas. Pero lo peor no es su muerte, asumida como posibilidad desde que salieron a la lucha. Lo peor es la sensación de que las posibilidades se agotan.

Esa noche Juana se reúne con sus colaboradores para analizar la situación. Son siete hombres, cada uno con un mando sobre un batallón de doscientos soldados.  La disyuntiva es clara: intentar reforzarse para defenderse mejor de la inminente ofensiva realista; o, contra toda lógica militar, intentar un golpe de mano. Para morir junto a la nueva nación por la que luchan, o para torcer el rumbo de la historia de una forma inaudita en la historia de América. Pero la situación es desesperada, hasta tal punto que los ánimos comienzan a flaquear. Tras la derrota de Huaqui, apenas han podido recomponer sus tropas. El silencio se mantiene ante la pregunta que lanza Juana: “¿Qué es lo más conveniente para la causa?”.  Y ese silencio evidencia las dudas que albergan algunos de ellos. Dudas que les lleva a pensar en una posible salida honrosa, a la altura de sus ideales. 

—Señora  —responde finalmente el teniente Alvear—. El fracaso en la toma de Antauta nos ha dejado en una situación muy delicada.

—Más que delicada, desesperada —apostilla el teniente Velarde—. Tenemos las provisiones justas, las fuerzas al límite. Y sin esa plaza...

—¿Qué opina, Acevedo? —responde nerviosa Juana; ella misma duda.

El aire parece espesarse repentinamente. Aunque no se puede comentar, todos saben de los profundos sentimientos que unen a Juana Azurduy y a Leonel Acevedo, primos lejanos por línea materna. Sentimientos que van mucho más allá de la hermosa fraternidad que une a todos. Mientras que el marido de la señora, don Manuel Padilla, está luchando en el frente oriental. Todos callan pues. Les domina el respeto por una figura a la que se resisten a reconocerle tal flaqueza, imperdonable en aquella sociedad.

—Yo creo... —Acevedo recompone la voz titubeante, y dice con calma— yo creo que estamos aquí porque Dios nuestro señor así lo quiere. Quiere que fundemos una república. Libre e igualitaria. Y si Dios lo quiere así... si nos consideramos cristianos, nuestra sagrada obligación es ser consecuentes con sus designios.

—Nada más que decir —repone Juana con calma—. Preparen sus hombres. Mañana al alba atacaremos al ejército realista.

La noche cae y trae un ligero frescor a la seca llanura. Pero no hay calma en las almas de los que quieren romper con el orden establecido desde hace más de tres siglos. Los que han sido criados en el respeto a un rey, que hoy sienten lejano y extraño. Y el alma de Juana se siente más azorada que ninguna en esta noche oscura. Porque a la duda sobre su destino, que ya no puede negarse a sí misma, se une el deseo de estar con su primo, su compañero del alma, y no con su marido. Y eso le atormenta hasta extremos indecibles.

Se acuesta, inquieta. Una hora después sigue despierta, con el espíritu atormentado como un pecador en penitencia. Oye entonces un suave golpeteo en la puerta. Sabe bien quién es. Se levanta y la abre. Enfrente de ella, en la penumbra, el brigadier Acevedo duda y se avergüenza. Juana desea abrazarle. Besarle, como tantas otras noches. Pero no quiere ni puede caer, una vez más, en lo que sabe bien que es una deshonra. Le despide con suavidad, sin reproches, y vuelve al lecho. Poco después logra conciliar el sueño. Entre lágrimas.

***

 Extrañas lunas se dibujan en el suelo adoquinado. El sol se está poniendo. Las sombras se funden con la luz de las lámparas de aceite que, ahora, repentinamente, cuelgan en los dinteles de la calle. Juana inspira y siente la frescura del aire inundar su cuerpo. Lleva un ligero vestido de lino que le acaricia la piel. Al caminar puede ver sus alpargatas de esparto. Levanta su vista y contempla unos gallinazos picoteando los entresijos de las piedras, gordos y plácidos. Se aproxima cada vez más al patio, a la plaza donde desemboca esa calle que lleva ya tantas noches descendiendo. Está ya muy cerca.

***

Escucha un extraño ruido metálico. Despierta. Es su asistente, que ha traído sus armas de la sala contigua y se apresta para ayudarla con los preparativos. Juana se desespera por dentro. ¿Qué sentido tiene ese extraño sueño? Pero se domina. Se levanta y comienza a cambiarse. Como siempre, irá al frente de sus tropas.

La batalla es extraña. Porque en ella se decide el destino del virreinato del Perú. Porque frente a un disciplinado ejército realista, el ejército insurrecto, de inferior tamaño, está compuesto por voluntarios. En su mayoría han tenido que procurarse  ellos mismos sus armas, y hasta sus casacas azules,  por lo que cada una tiene un tono distinto. Unos son soldados profesionales, y otros son luchadores por una patria que todavía no existe. El enfrentamiento es directo, sin artimañas. El ejército patriótico inicia su ataque nada más distinguir a su oponente, porque la sorpresa es imposible ante la casi total ausencia de elevaciones del terreno. Los hombres, a pie o a caballo, luchan con sus sables, sus machetes, sus lanzas, con todo lo que pueden utilizar. Las armas de fuego son excepcionales aquí. Pronto se evidencia la realidad latente de toda refriega. Que, aun cuando las fuerzas no están equilibradas, la victoria se decanta a menudo por el bando que logra mantener la entereza unos pocos instantes más que el adversario.

Juana se desgañita animando a sus soldados, trotando con su caballo de un lado a otro. Sabe que insuflar valor a sus hombres es lo más valioso que puede darles. Aun cuando sabe matar, y así lo hace, -ella y sus dos escoltas-, cuando intentan derribarla, conscientes de su importancia.

En un momento de la contienda, cuando las fuerzas de los soldados comienzan a flaquear, cuando los uniformes son solo amasijos de barro y sangre, Juana intuye que la victoria puede decantarse de su lado. Son detalles, intuiciones que solo alguien con su perspicacia y coraje puede percibir. Una sombra de duda en la mirada de algunos soldados realistas. Las vacilaciones con las que los oficiales monárquicos deciden hacia dónde mover sus caballos. El inconsciente movimiento con el que las tropas realistas empiezan a concentrarse, pegándose unos a otros, en una actitud que empieza a ser puramente defensiva.

Pronto el espíritu de derrota toma cuerpo en el ejército enemigo. Los soldados rebeldes lo perciben, y redoblan su violencia y arrojo. En un momento dado, un soldado realista inicia la huida. Es el principio del fin para ellos. Las tropas monárquicas pierden la posición poco a poco e inician una desbandada, como todas, desordenada. Juana entonces tiende a calmarse, porque sabe que nunca debe dejarse envolver por el odio, menos aún en esos momentos. Pero no es capaz de percibir el ataque de un oficial español, que arremete lleno de odio a sus espaldas. Y que le logra dar un sablazo plano en el costado. 

Juana cae del caballo, doblándose la rodilla derecha. Grita de dolor, pero aun así se incorpora, aturdida, con el costado en carne viva. Ve el caballo del oficial, que vira para terminar la faena: eleva el sable y comienza la carga. A diez metros de su objetivo, parece que todo va a terminar. Pero, en el postrer momento, cuando todo está perdido, un huracán de color celeste le desvía de su camino. Es Acevedo, que ha observado todo, y se ha lanzado con su caballo, desesperado y furibundo, sin tiempo para armar el ataque, contra el jinete realista.

El choque de las dos monturas es feroz. Dos masas colosales de músculo y tendones que colisionan con un sonido hondo y brutal. Los jinetes son lanzados por el aire, pero Acevedo se lleva la peor parte, y se rompe el brazo al caer. El oficial realista se incorpora y mira en derredor, realizando un rápido análisis. Acevedo está más cerca, y además gravemente lesionado. Cambia por tanto de presa, y se dirige al brigadier con rabia asesina. Éste se intenta recomponer, pero todo es muy rápido. El oficial saca su machete y se lo clava con todas sus fuerzas el vientre, rajándoselo de lado a lado

Juana, al borde de sus fuerzas, grita desesperada. No es un grito de generala, no tiene un matiz marcial. Es un aullido por el ser querido, lleno de horror y miedo.

Acevedo queda arrodillado, mientras intenta contener sus entrañas con las manos. Todo ha acabado para él. Pero, en ese crucial momento, algo inaudito sucede. Recupera por un breve instante la calma que siempre le ha caracterizado; la que le ha hecho famoso en el virreinato por su confiabilidad y su cordura. Son sus últimos instantes de vida, y pareciera que su alma no quiere apagarse enfangada en el dolor y la desesperación. Entorna pues sus ojos. Su brazo derecho deja de sujetar sus intestinos. Lo extiende con segura rapidez para tomar su sable, y en un movimiento mil veces ensayado, lo desenvaina para, de seguido, degollar de un tajo a su verdugo mientras cae hacia atrás.

El cuello del oficial es un breve surtidor de sangre, la última que derramará en vida. Acevedo se derrumba, muerto.

Juana, al límite del dolor, se desmaya.

***

El sol se ha acabado de poner, y el frescor inunda por fin la calle de piedra. Las lámparas lanzan una suave luz dorada que engalana las paredes encaladas. Juana se siente ligera y animosa. Aunque descubre que en su vestido quedan restos de barro y sangre. Se aproxima a la pequeña plazoleta en la que desemboca la travesía tantas veces recorrida. Da un paso; otro más; y, por fin, la alcanza. Gira la cabeza hacia la derecha, para encontrar a un gallardo brigadier con su impoluta casaca azul celeste y sus doradas charreteras. Es Leonel Acevedo, que la contempla con inmenso amor. Juana se aproxima, emocionada. Se funden en un beso apasionado y quedan unidos en un profundo abrazo. Juana sabe, de repente, por qué está ocurriendo eso. Y sabe bien que va a despertar pronto.

***

Abre los ojos. Se encuentra en una modesta cama, rodeada por sus oficiales.

—Por fin se despierta, señora. La victoria ha caído de nuestro lado. El ejército realista del virreinato del Perú ya no existe. Dios nos ha dado el privilegio y la oportunidad de poder construir una nueva nación.

Juana casi se enternece al observar la fruición casi infantil con la que le comunican las buenas nuevas. Mira el horizonte a través de la ventana abierta del fondo de la estancia. Muchas batallas restan hasta la victoria final. Y las enfrentará sin su compañero del alma. Pero, al menos, ha podido despedirse de él. Y ahora sabe, con total certeza, que Dios tiene un plan para el Perú. 

Y para ella.
Por Senderista gris
Consigna: Escribe una historia, anécdota, lo que se te ocurra, en un día de la vida de la patriota del Alto Perú Juana Azurduy.

No hay comentarios:

Publicar un comentario