La
calle empedrada desciende suavemente, con pequeños escalones cada pocos metros.
Un emparrado cubre varios tramos de la travesía, y su sombra se esparce sobre los
adoquines centenarios. El frescor casi se puede paladear. Juana camina
lentamente. Desea alcanzar lo que parece el final de la calle: un patio
penumbroso que se vislumbra en una cercana lejanía. Se está aproximando. Esta
vez va a alcanzarlo.
Sus
ojos se abren. Despierta, la luz inclemente del mediodía ciega su pensamiento. Una vez más, el sueño
recurrente que no logra culminar.
—Señora.
Con
ella no hay títulos o grados militares. Es la hija de una familia patricia, que
ha abandonado la tranquilidad de una vida resuelta, por un fin superior al que se
siente predestinada. Todos lo saben, y reconocen su grandeza. También su
arrojo, su obstinación, y su genio militar.
—Señora.
—Ya
te he oído, Alvear. No hace falta que te repitas. ¿Qué sucede? ¿Ya han llegado?
—En
efecto. Tal como nos dijeron.
Un
mensajero les ha anticipado la derrota de la partida enviada a tomar Antauta.
Una aldehuela que, por su ubicación, es necesario controlar si quieren tener
esperanzas de derrotar al ejército realista, que desde hace meses se prepara
para masacrarles.
—Malos
tiempos son si no somos capaces de tomar un pequeño poblado.
—Parece
que los habitantes habían sido comprados por el oro del rey.
—Qué
estupidez, Alvear —dice mientras se levanta del sofá.
Se
arrepiente enseguida de la frase. Sus mandos provienen todos del ejército
realista. Son, por tanto, legalmente, desertores, o peor aún, traidores que
solo merecen la ejecución con deshonra. Es injusta al tratarles con ese
desprecio.
Sale
del salón hacia la pradera inmensa que rodea la modesta estancia. Los
supervivientes de la escaramuza vuelven sucios, emponzoñados de sangre y
derrota, sobre caballos moribundos, o andando con sus últimas fuerzas. Son
atendidos por las mujeres, aunque algunos ya están sentenciados por sus
heridas. Pero lo peor no es su muerte, asumida como posibilidad desde que
salieron a la lucha. Lo peor es la sensación de que las posibilidades se
agotan.
Esa
noche Juana se reúne con sus colaboradores para analizar la situación. Son
siete hombres, cada uno con un mando sobre un batallón de doscientos
soldados. La disyuntiva es clara:
intentar reforzarse para defenderse mejor de la inminente ofensiva realista; o,
contra toda lógica militar, intentar un golpe de mano. Para morir junto a la
nueva nación por la que luchan, o para torcer el rumbo de la historia de una
forma inaudita en la historia de América. Pero la situación es desesperada,
hasta tal punto que los ánimos comienzan a flaquear. Tras la derrota de Huaqui,
apenas han podido recomponer sus tropas. El silencio se mantiene ante la
pregunta que lanza Juana: “¿Qué es lo más conveniente para la causa?”. Y ese silencio evidencia las dudas que albergan
algunos de ellos. Dudas que les lleva a pensar en una posible salida honrosa, a
la altura de sus ideales.
—Señora
—responde finalmente el teniente Alvear—.
El fracaso en la toma de Antauta nos ha dejado en una situación muy delicada.
—Más
que delicada, desesperada —apostilla el teniente Velarde—. Tenemos las
provisiones justas, las fuerzas al límite. Y sin esa plaza...
—¿Qué
opina, Acevedo? —responde nerviosa Juana; ella misma duda.
El
aire parece espesarse repentinamente. Aunque no se puede comentar, todos saben de
los profundos sentimientos que unen a Juana Azurduy y a Leonel Acevedo, primos
lejanos por línea materna. Sentimientos que van mucho más allá de la hermosa
fraternidad que une a todos. Mientras que el marido de la señora, don Manuel
Padilla, está luchando en el frente oriental. Todos callan pues. Les domina el
respeto por una figura a la que se resisten a reconocerle tal flaqueza,
imperdonable en aquella sociedad.
—Yo
creo... —Acevedo recompone la voz titubeante, y dice con calma— yo creo que
estamos aquí porque Dios nuestro señor así lo quiere. Quiere que fundemos una
república. Libre e igualitaria. Y si Dios lo quiere así... si nos consideramos
cristianos, nuestra sagrada obligación es ser consecuentes con sus designios.
—Nada
más que decir —repone Juana con calma—. Preparen sus hombres. Mañana al alba
atacaremos al ejército realista.
La
noche cae y trae un ligero frescor a la seca llanura. Pero no hay calma en las
almas de los que quieren romper con el orden establecido desde hace más de tres
siglos. Los que han sido criados en el respeto a un rey, que hoy sienten lejano
y extraño. Y el alma de Juana se siente más azorada que ninguna en esta noche
oscura. Porque a la duda sobre su destino, que ya no puede negarse a sí misma,
se une el deseo de estar con su primo, su compañero del alma, y no con su
marido. Y eso le atormenta hasta extremos indecibles.
Se
acuesta, inquieta. Una hora después sigue despierta, con el espíritu
atormentado como un pecador en penitencia. Oye entonces un suave golpeteo en la
puerta. Sabe bien quién es. Se levanta y la abre. Enfrente de ella, en la
penumbra, el brigadier Acevedo duda y se avergüenza. Juana desea abrazarle.
Besarle, como tantas otras noches. Pero no quiere ni puede caer, una vez más,
en lo que sabe bien que es una deshonra. Le despide con suavidad, sin
reproches, y vuelve al lecho. Poco después logra conciliar el sueño. Entre
lágrimas.
***
Extrañas lunas se dibujan en el suelo
adoquinado. El sol se está poniendo. Las sombras se funden con la luz de las
lámparas de aceite que, ahora, repentinamente, cuelgan en los dinteles de la
calle. Juana inspira y siente la frescura del aire inundar su cuerpo. Lleva un
ligero vestido de lino que le acaricia la piel. Al caminar puede ver sus
alpargatas de esparto. Levanta su vista y contempla unos gallinazos picoteando
los entresijos de las piedras, gordos y plácidos. Se aproxima cada vez más al
patio, a la plaza donde desemboca esa calle que lleva ya tantas noches
descendiendo. Está ya muy cerca.
***
Escucha
un extraño ruido metálico. Despierta. Es su asistente, que ha traído sus armas
de la sala contigua y se apresta para ayudarla con los preparativos. Juana se
desespera por dentro. ¿Qué sentido tiene ese extraño sueño? Pero se domina. Se
levanta y comienza a cambiarse. Como siempre, irá al frente de sus tropas.
La
batalla es extraña. Porque en ella se decide el destino del virreinato del
Perú. Porque frente a un disciplinado ejército realista, el ejército
insurrecto, de inferior tamaño, está compuesto por voluntarios. En su mayoría
han tenido que procurarse ellos mismos
sus armas, y hasta sus casacas azules, por lo que cada una tiene un tono distinto.
Unos son soldados profesionales, y otros son luchadores por una patria que
todavía no existe. El enfrentamiento es directo, sin artimañas. El ejército
patriótico inicia su ataque nada más distinguir a su oponente, porque la
sorpresa es imposible ante la casi total ausencia de elevaciones del terreno.
Los hombres, a pie o a caballo, luchan con sus sables, sus machetes, sus
lanzas, con todo lo que pueden utilizar. Las armas de fuego son excepcionales
aquí. Pronto se evidencia la realidad latente de toda refriega. Que, aun cuando
las fuerzas no están equilibradas, la victoria se decanta a menudo por el bando
que logra mantener la entereza unos pocos instantes más que el adversario.
Juana
se desgañita animando a sus soldados, trotando con su caballo de un lado a
otro. Sabe que insuflar valor a sus hombres es lo más valioso que puede darles.
Aun cuando sabe matar, y así lo hace, -ella y sus dos escoltas-, cuando
intentan derribarla, conscientes de su importancia.
En
un momento de la contienda, cuando las fuerzas de los soldados comienzan a
flaquear, cuando los uniformes son solo amasijos de barro y sangre, Juana
intuye que la victoria puede decantarse de su lado. Son detalles, intuiciones
que solo alguien con su perspicacia y coraje puede percibir. Una sombra de duda
en la mirada de algunos soldados realistas. Las vacilaciones con las que los
oficiales monárquicos deciden hacia dónde mover sus caballos. El inconsciente
movimiento con el que las tropas realistas empiezan a concentrarse, pegándose
unos a otros, en una actitud que empieza a ser puramente defensiva.
Pronto
el espíritu de derrota toma cuerpo en el ejército enemigo. Los soldados
rebeldes lo perciben, y redoblan su violencia y arrojo. En un momento dado, un
soldado realista inicia la huida. Es el principio del fin para ellos. Las
tropas monárquicas pierden la posición poco a poco e inician una desbandada,
como todas, desordenada. Juana entonces tiende a calmarse, porque sabe que
nunca debe dejarse envolver por el odio, menos aún en esos momentos. Pero no es
capaz de percibir el ataque de un oficial español, que arremete lleno de odio a
sus espaldas. Y que le logra dar un sablazo plano en el costado.
Juana
cae del caballo, doblándose la rodilla derecha. Grita de dolor, pero aun así se
incorpora, aturdida, con el costado en carne viva. Ve el caballo del oficial,
que vira para terminar la faena: eleva el sable y comienza la carga. A diez
metros de su objetivo, parece que todo va a terminar. Pero, en el postrer
momento, cuando todo está perdido, un huracán de color celeste le desvía de su
camino. Es Acevedo, que ha observado todo, y se ha lanzado con su caballo,
desesperado y furibundo, sin tiempo para armar el ataque, contra el jinete
realista.
El
choque de las dos monturas es feroz. Dos masas colosales de músculo y tendones
que colisionan con un sonido hondo y brutal. Los jinetes son lanzados por el
aire, pero Acevedo se lleva la peor parte, y se rompe el brazo al caer. El
oficial realista se incorpora y mira en derredor, realizando un rápido
análisis. Acevedo está más cerca, y además gravemente lesionado. Cambia por
tanto de presa, y se dirige al brigadier con rabia asesina. Éste se intenta
recomponer, pero todo es muy rápido. El oficial saca su machete y se lo clava
con todas sus fuerzas el vientre, rajándoselo de lado a lado
Juana,
al borde de sus fuerzas, grita desesperada. No es un grito de generala, no
tiene un matiz marcial. Es un aullido por el ser querido, lleno de horror y
miedo.
Acevedo
queda arrodillado, mientras intenta contener sus entrañas con las manos. Todo
ha acabado para él. Pero, en ese crucial momento, algo inaudito sucede.
Recupera por un breve instante la calma que siempre le ha caracterizado; la que
le ha hecho famoso en el virreinato por su confiabilidad y su cordura. Son sus
últimos instantes de vida, y pareciera que su alma no quiere apagarse enfangada
en el dolor y la desesperación. Entorna pues sus ojos. Su brazo derecho deja de
sujetar sus intestinos. Lo extiende con segura rapidez para tomar su sable, y
en un movimiento mil veces ensayado, lo desenvaina para, de seguido, degollar
de un tajo a su verdugo mientras cae hacia atrás.
El
cuello del oficial es un breve surtidor de sangre, la última que derramará en
vida. Acevedo se derrumba, muerto.
Juana,
al límite del dolor, se desmaya.
***
El
sol se ha acabado de poner, y el frescor inunda por fin la calle de piedra. Las
lámparas lanzan una suave luz dorada que engalana las paredes encaladas. Juana
se siente ligera y animosa. Aunque descubre que en su vestido quedan restos de
barro y sangre. Se aproxima a la pequeña plazoleta en la que desemboca la
travesía tantas veces recorrida. Da un paso; otro más; y, por fin, la alcanza.
Gira la cabeza hacia la derecha, para encontrar a un gallardo brigadier con su
impoluta casaca azul celeste y sus doradas charreteras. Es Leonel Acevedo, que
la contempla con inmenso amor. Juana se aproxima, emocionada. Se funden en un
beso apasionado y quedan unidos en un profundo abrazo. Juana sabe, de repente,
por qué está ocurriendo eso. Y sabe bien que va a despertar pronto.
***
Abre
los ojos. Se encuentra en una modesta cama, rodeada por sus oficiales.
—Por
fin se despierta, señora. La victoria ha caído de nuestro lado. El ejército
realista del virreinato del Perú ya no existe. Dios nos ha dado el privilegio y
la oportunidad de poder construir una nueva nación.
Juana
casi se enternece al observar la fruición casi infantil con la que le comunican
las buenas nuevas. Mira el horizonte a través de la ventana abierta del fondo
de la estancia. Muchas batallas restan hasta la victoria final. Y las
enfrentará sin su compañero del alma. Pero, al menos, ha podido despedirse de
él. Y ahora sabe, con total certeza, que Dios tiene un plan para el Perú.
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