Abrió
los ojos y lo primero que vio fue una figura borrosa, vestida con un traje
rojo. Enseguida se le vino un bofetón.
—¿Quién
los ha enviado? —le dijo una voz de mujer. Levantó la cabeza e intentó enfocar
la mirada hacia ella. Otra cachetada, esta vez por el otro lado de la cara, le
hizo girar la cabeza (a eso se le llamaba poner la otra mejilla, aunque él no
la había puesto voluntariamente).
La
mujer se colocó a su espalda, paciente, esperando una respuesta. No alcanzaba a
ver dónde estaba o lo que hacía debido a que se encontraba atado de pies y
manos a una silla. Le dolían los tobillos y las muñecas de los amarres. También
le dolía la cabeza y la mandíbula, lo que le hizo suponer que le habían
golpeado con algo en la testa y, posteriormente, había sido amordazado.
—Vayan
y róbense esa cajita —les pidió el hombre—. Será tarea fácil, ella es una
anciana y vive con un subnormal. No tendrán problema.
—Está
bien, patrón —respondió su compañero—. ¿Hay alguna cosa más que debamos saber?
—Nada,
será como quitarle la frutilla a un niño.
Sin
embargo, nada había salido como estaba planeado. Él no sabía de la identidad de
la anciana a la que tenían que asaltar, pero eso no era problema. Recibían una
nota en la cantina y, al caer la noche, se reunían con quien les había hecho el
mandado para recibir las instrucciones finales y acordar el pago.
Al
oscurecer del segundo día, cuando la luna estaba nueva, se adentraron por el
sendero que conducía a la pequeña choza donde vivían la anciana y el
deficiente. Las cañas estaban altas, por lo que se podían ocultar entre ellas
con facilidad. Desde su posición se podía ver la titilante luz de un candil en
el interior y, de vez en cuando, una sombra que se movía.
—Será
sencillo —le dijo El Chato—. Tú te
acercas a la puerta, y picas pidiendo limosna o un mendrugo de pan. Cuando la
vieja abra, yo, que estaré escondido a un lado, me lanzo sobre ella y la
metemos en la casa. Los atamos a ambos y les sacamos dónde tiene escondida la
caja. Cuando el tarado vea que golpeamos a la anciana, nos lo dirá sin
problemas.
—¿Y
si el tarado no lo sabe?
—Pues
le golpearemos a él para que hable la vieja. Sencillo.
Pusieron
su plan en marcha. El Chato se colocó
en un lateral de la entrada y esperó. Él golpeó ligeramente la puerta a la vez
que pedía un mendrugo de pan y un jarro de agua. Cuando la anciana abrió para
atenderle, su compañero se abalanzó sobre ella y la introdujo en la casa. Él
entró detrás y cerró la puerta. Desde ese momento, no recordaba nada.
Armado
con una pala, el compañero de la anciana golpeó a uno de los intrusos en la
cabeza, al mismo tiempo que ella, tras un breve forcejeo, le aplicaba una llave
de estrangulamiento al otro hasta dejarlo sin sentido.
—¿Quién
los ha enviado? —repitió la mujer. Continuaba a sus espaldas esperando una
respuesta—. Los estaba aguardando, sabía que vendrían a por mí y a por mi caja.
—No
diré nada, revieja, hija de mil putas. —Y le escupió en la cara. Un nuevo bofetón
sobrevino sobre su rostro tras limpiarse con la manga del vestido rojo.
—Tengo
formas más efectivas de hacerte hablar —amenazó. Cogió un hatillo con
instrumental de tortura que tenía en la mesa cercana. La luz del candil
proyectaba una sombra siniestra en la pared que tenía frente a él. Podía ver (y
oír) que la anciana estaba manejando instrumentos: los miraba, los acariciaba y
volvía a depositarlos en su lugar, buscando el más conveniente.
De
la estancia contigua llegó la voz del tarado llamando a la mujer.
—Míreme,
mamá Juana, soy uno de los tipos malvados.
—Ahora
no puedo ir, Indalecio, mamá Juana está ocupada con el otro de nuestros invitados.
Él
intentó mirar hacia la habitación de al lado, pero las ataduras le impedían
girarse más. Entonces el tarado apareció en la sala repitiendo la misma frase.
—Míreme,
mamá Juana, soy uno de los tipos malvados.
El
prisionero levantó la cabeza y lo que vio le heló la sangre. Un gritó intentó
salir de su garganta, pero se quedó atrapado antes de pasar por sus cuerdas
vocales.
El
deficiente había entrado en la habitación portando la cara de El Chato, le habían arrancado la piel
del rostro y aquel tarado la usaba como careta.
—Indalecio,
no juegues con eso. Sabes que nos las pagan muy bien, pero tienen que estar en
perfectas condiciones.
—Sí,
mamá Juana.
La
mujer se acercó con un afilado cuchillo a su rehén y se lo aproximó a la altura
de la oreja derecha. El hombre temblaba y las lágrimas de terror comenzaron a
aflorar en sus ojos.
—Le
diré lo que quiera, pero no me haga daño.
—¿Quién
los ha enviado acá?
—No
sé su nombre, pero he oído que le llaman El
Bolivariano. Contactó con nosotros en la cantina, nos dijo que viniéramos y
nos robáramos no sé qué caja. Que estaba en la casa, que sería sencillo, como
robarle la frutilla a un niño.
—El
hijo bastardo de Bolívar. Siempre quiso lo que no le pertenecía, igual que su
madre. ¿Acaso no saben quién soy yo? Yo soy la legítima esposa de Simón Bolívar
a los ojos de Dios. La gran Juana Azurduy, mariscal del Ejército de Bolivia y
general del Ejército de la Argentina. Yo ayudé a la independencia de ambos
países de España. Mi cara será puesta en sus monedas, mi nombre lo llevará una
provincia boliviana y será usado en el Siglo XXI por un participante de Versus
8.
—¡Mi
abuelo luchó a su lado en el Cerro de las Carretas! Fue uno de los pocos
supervivientes y siempre nos habló de usted y de su valor.
—¡Tu
abuelo fue un cobarde! Todos los que sobrevivieron en aquella escaramuza fue
porque huyeron como ratas, yo tuve que hacerme pasar por muerta y teñirme con
la sangre de mis compatriotas caídos para que los realistas no me creyeran
muerta. Pero se llevaron una gran sorpresa cuando me vieron aparecer sobre mi
caballo días después para derrotarles y conseguir la liberación de mi pueblo. Y
me lo pagaron dejándome sin mis posesiones y sin la pensión que me
correspondía. ¡A mí, que soy historia viva! ¡A MÍ, QUE SOY LA JUANI!
Tras
lanzar aquel grito le clavó el cuchillo en el ojo a su prisionero. La hoja le
llegó tan rápido al cerebro que murió al instante.
—Indalecio,
ayúdame con este también.
—Mamá
Juana, ¿qué es lo que querían robarse estos hombres? —preguntó el deficiente.
—Mi
caja de los tesoros. Donde guardo el corazón del único hombre que me amó y me
respetó: Simón Bolívar.
—Pero
yo te amo y te respeto, mamá Juana —sollozó.
—Lo
sé, Indalecio, y yo a ti, por eso, cuando yo falte, podrás tener mi corazón
guardado en tu propia caja de los tesoros.
—Gracias,
mamá Juana.
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