No sé cuánto
tiempo pasó desde la última vez que estuve despierto, los días se sucedían, lo
sabía, pero el tiempo no parecía ser el que marcaban los relojes. De mi propio
tiempo fue una cantidad inmensa y complicada, como nadar en la oscuridad en medio de una cascada tumultuosa y profunda. La llegada de la nota me trajo
nuevamente a mí.
Estimado Al Green:
Deberá
dirigirse al poblado de Rain a fin de
investigar la creación de vida en forma clandestina a partir de materia inerte
no especificada. Recibirá el apoyo de Cuervo. Él sabrá encontrarlo. No deje
rastros, y recuerde que la vida no deberá abrirse caminos paralelos al nuestro.
S.I.
Efectivamente,
resultó así. Esa misma tarde me encontraba en la sala de mi departamento, recostado
sobre el sofá de terciopelo, tomando café junto al hogar. Cuervo se había
ubicado sobre el apoyabrazos y escudriñaba atentamente cada objeto de la sala,
al tiempo que volvía su mirada siniestra sobre mi persona. Le pregunté si
dejaría algún día mi soledad intacta y volvería a la tempestad y a la ribera, y,
obviamente, dijo: ¡Jamás! Luego conversamos por horas; me contó de la señora
Jobs, del lejano pueblo de Rain y de
aquellos vegetales que parecían tener vida. Finalmente, emprendió su vuelo y yo
me dispuse a preparar mi equipaje.
Llegué al
pueblo junto con las primeras luces del amanecer. Una mujer, alta y resuelta,
abrió la puerta principal. Me presenté y, sin preámbulos, me remití a los
hechos:
—Fuerzas
superiores a usted y a mí exigen conocer aquello que se gesta en su granja —expliqué.
Pudo ver entonces el vacío y fuego en mis ojos,
y comprendió de forma irremediable que debía decirme la verdad. Me invitó a
pasar a su casa y me condujo hacia la cocina. Allí permanecía sentado, con los
antebrazos rígidos apoyados sobre la mesa y la mirada ausente: el creado. Sus
puños estaban cerrados, y de los nudillos florecían perfumadas lavandas
violetas. La mujer suspiró con resignación, hizo una pausa, levantó la vista y
comenzó su relato:
—Cuando mi
esposo falleció, pensé que la mejor opción era enterrarlo en el jardín de casa,
donde él pasaba la mayor parte del tiempo, ocupándose de su pasatiempo
favorito: cultivar su huerta. Maíz, lechuga, escarola, zanahoria, zapallo,
tomates, todo estaba perfectamente organizado, teniendo en cuenta el tiempo de
exposición al sol, la humedad, el riego, la dirección del viento. Incluso el
sistema de cosecha y recolección estaba definido a través de un circuito. No
quise alterar su orden, y entonces me decidí a tomar el hacha de los leños y
corté el cadáver en perfectos cubos de cuarenta por cuarenta, como a él le
hubiera gustado. Los enterré cuidadosamente uno por uno a veinte centímetros de
la superficie como es debido y pensé que la tarea estaba cumplida, que mi
esposo estaría orgulloso de mí. Hasta que tiempo después ocurrió algo
inesperado. Cada uno de los vegetales que crecía en el huerto poseía una parte
humana, una oreja, un dedo, un ojo, un pie. Y no era cualquier parte, eran su
oreja, su dedo, su ojo, su pie, exactamente iguales a los de él, pero en textura
vegetal. Quedé fascinada por tan sorprendente hallazgo, y me vi tentada a armar
el rompecabezas. Tenía todas las piezas disponibles. ¿Por qué no hacerlo?, pensé.
»La cuestión
es que, una vez armado mi marido en formato vegetal, vi que era él, pero en
realidad no era exactamente él. Podía hidratarlo con un rociador, dejarlo un
rato frente al sol de la ventana y luego era capaz de cumplir algunas tareas
simples, pero faltaba algo. No podíamos discutir, no podíamos conversar, ya no
me acariciaba. Su mirada oliva, brillante y amarga estaba como clavada en el
vacío; no se enojaba cuando yo dejaba las cosas desordenadas ni cuando le despeinaba, al pasar, su frágil cabello, hoy convertido en radiante siboulette. Reinaba en la casa un silencio frío e indiferente a
cualquier sentimiento ajeno. No me hacía feliz su compañía, debo reconocerlo,
pero tampoco era capaz de acabar con él. Me daba pena cortarlo y comerlo en
ensalada.
»¿Qué se puede hacer cuando las cosas llegan a
este punto en una relación? —inquirió la mujer, como exigiendo una pronta
revelación de mi parte.
—Querida
señora, es una decisión muy personal. Evidentemente ese ya no es su esposo,
porque su alma no habita en él. Es simplemente un golem, una entidad que tiene
una forma de vida muy elemental: puede moverse, ejecutar órdenes sencillas,
carece de cualquier tipo de intencionalidad o violencia, es un ser indefenso,
dependiente… la pareja ideal, para muchos.
—Entiendo el
punto, pero no es mejor vida de la que tenía sin él. ¿Se le ocurre cómo poder
darle, de una vez, fin a este asunto? —preguntó.
Guardé
silencio y advertí, entonces, que dos pequeños, pero incisivos, ojos rojos me
miraban expectantes desde la ventana. El Cuervo, que todo lo sabe —y
evidentemente todo lo escucha—, parecía haber arribado con la solución.
Confiaba en él, aunque no me imaginaba lo que ocurriría a continuación.
La luz del
amanecer mutó en oscuras plumas, picos y graznidos, los cristales de la ventana
estallaron; cientos de cuervos invadieron la sala y, arremolinándose en un
negro y ensordecedor torbellino, cubrieron de oscuridad al golem, devorándolo a
él y a su fútil existencia.
La mujer
miraba alucinada el imponente espectáculo, en el cual la criatura desaparecía
en un voraz vórtice de horror. Luego todo se convirtió en lúgubre silencio y
quietud. Sigilosamente, tomó los pétalos de lavanda que habían quedado en el
piso y los guardó con cuidado en el bolsillo de su delantal.
Minutos más
tarde, satisfecho por haber finalizado el caso, me dispuse a abandonar la
vivienda mientras encendía un cigarrillo. Atravesé por última vez la granja y noté con asombro, y especial fastidio, que allí seguían creciendo
otros ojos, otras bocas, otras manos. Otro golem. Cuando estaba por arrojar el fósforo,
comprendí que debía asegurarme de no volver nuevamente a ese extraño lugar.
Lancé una bocanada de humo sobre el fósforo encendido, la cual se transformó en
una enorme y extensa llamarada que envolvió fugazmente los cultivos humanos.
Vagos lamentos y quejidos eran arrastrados y olvidados por el viento a medida
que me alejaba de allí. Vegetales asados o humanos ahumados… lo mismo daba; mi
misión había concluido y ya era hora de volver a mi oscuridad.
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