domingo, 28 de agosto de 2022

Matar a un murf

Matar al murf de ayer fue complicado. Yo estaba concentrada adoptando la posición de ejecución. Se acercaba con su hermosa piel anaranjada, lentamente, como siempre. Levantó con suavidad su gruesa cabeza para contemplarme con sus ojos profundos y desvalidos. Entonces, tuve un pequeño despiste, y crucé mi mirada con la suya. A pesar de toda mi experiencia, abrió con facilidad mi flanco emocional. Durante unos instantes, me sentí un ser miserable; una auténtica canalla. Por suerte, me logré reponer. Terminé de adoptar la postura de ataque, y le atravesé limpiamente el cuello con mi lanza. Chaszzz  La piel no es muy dura y sus músculos son esponjosos. Nunca se defienden. Me dejó perdida. Su sangre es azul. AZUL, por Dios. No me logro acostumbrar.

Carlos, mi pareja, también lo pasó mal con su murf. Era de los que presentan diferencias. En su caso era aterciopelado, más pequeño de lo habitual, con un andar cauto y elegante, parecido (me contó) al de los gatos. Tuvo unas ganas casi irresistibles de acariciarlo. Afortunadamente, controló el impulso. Lo degolló, como hace con casi todos. Él prefiere esa técnica.

Llevamos ya seis años con esta historia. Empezó con un meme de internet. En Samoa se había descubierto una nueva especie. Un pequeño y obeso cuadrúpedo de más de un metro de alto y 200 kilos aproximadamente. Un mes después llegaron nuevas noticias: eran muy amigables, y buscaban siempre un ser humano con el que vincularse. Sólo uno. Más tarde las novedades empezaron a ser más incoherentes. Hablaban de la curiosa conducta de algunas de las personas que habían entrado en contacto con ellos. “Cerdo de Samoa”, lo llamaban. Pero no eran cerdos.

El asunto saltó del mundo de los mitos digitales a la realidad, cuando se dieron los primeros casos, en varias ciudades, de forma simultánea. La casualidad hizo que yo fuera testigo de uno de ellos. Trabajaba por entonces semiesclavizada, diez horas al día, en un call center de Chivilcoy. Estaba atendiendo en línea a un cliente, cuya licuadora Thompson recién adquirida había volatilizado a dos de sus hámsteres, cuando una serie de exclamaciones de estupor y alarma empezó a crecer desde el fondo de la sala. No era para menos: un enorme y redondeado ser caminaba lentamente por los estrechos pasillos, bamboleando su cuerpo gris semiesférico sobre unas patas parecidas a las de un hipopótamo. Pero lo más llamativo eran sus ojos. No tenía la mirada plana y sin emoción que caracteriza a los animales salvajes. Ésta expresaba muchas cosas. Y, por encima de todo, una: la más desnuda soledad que nunca nadie hubiera soñado vislumbrar. Y, si eres la persona a la que está destinado el murf (porque, como luego sabríamos, siempre están destinados a una sola persona) esa solicitud de afecto es mil veces más poderosa.

Y eso es lo que pasó, delante de mis narices. El murf estaba destinado al compañero del cubículo adyacente al mío. El pobre sujeto no había reparado en nada, enfrascado como estaba en intentar colocar a una jubilada de Cacharí un pack de cuchillos. Sólo se fijó en el murf cuando lo tuvo delante, a un palmo de distancia.

Se quedó mirándolo, fascinado. Se acercó al enorme bicho, y se le abrazó al cuello, despacio. Pero con la mayor emoción que hubiera sentido nunca durante su gris vida. El murf ladeó su tierna cabezota y cerró los ojos, respondiendo a su abrazo con dulce ternura. Sus compañeros, conmovidos, nos alegramos infinitamente por él. No faltaron algunas lágrimas. Y aunque suene absurdo, algunos envidiamos, secretamente, no haber sido el elegido por ese bicho amorfo pero de enorme ternura que contemplábamos por primera vez. Pronto sabríamos que esa envidia no tenía sentido. Porque tarde o temprano, un murf llega a tu vida. Tu murf.

Las situaciones, para qué negarlo, fueron en su mayoría absurdas. La más famosa en sus principios fue durante un concierto de la última banda juvenil lanzada al estrellato mundial. Mientras sus cinco imberbes componentes  bailaban en un escenario gigantesco,  de repente, un ser gris y perezoso, salido de no se sabe dónde, comenzó a andar en mitad del escenario. Los auxiliares intentaron ahuyentarle, alarmados, para poder continuar el concierto, pero todo fue inútil. Siguió su camino directo hacia la voz solista del grupo. Éste acabó por fijarse en el bicho. Entonces, le acarició el lomo, y a pesar de sus ganancias anuales de 4 millones de USD y su récord de escuchas en Spotify, abandonó el concierto, ante el estupor de sus compañeros. Salió del estadio andando junto a la criatura. Lanzando al estercolero su contrato, el amor de sus seguidores y su futuro profesional. Pero feliz.

Pronto se hizo obvio que había un murf para cada uno de nosotros. Tarde o temprano, llegaba a ti allá donde estuvieras, por extraño o intrincado que fuera el lugar; No importaba  quién fueras. o qué estuvieras haciendo. Un murf llegó a cada uno de los soldados de estadounidenses destacados en Irak. A cada uno de los presos de máxima seguridad de la Prisión Central de Vladímir. También a todos aquellos paranoicos que se encerraron, temerosos, en su domicilio. Cuando llegó su momento, un murf estaba delante de ellos, mirándoles y pidiéndoles su amor como si no hubiera un mañana. No sabemos cómo lo hacen. Hasta ahora hemos sido incapaces de averiguarlo.

Y bueno… Al principio no se interpretó como algo necesariamente malo o peligroso. Dejando a un lado que nadie sabía de dónde vienen. Que cada día cientos de ellos perecían atropellados. y que algunos empezaron a verlos como un alimento exótico o como un nuevo trofeo de caza…… Dejando, como digo, todo eso a un lado, lo cierto es que muchas personas (pronto serían millones), conseguían con su murf algo a lo que en realidad casi todos aspiramos: ser especial para otro. Ser su consuelo, su luz. Aquel que da sentido y dirección a su existencia, entre la masa egoísta y miserable que nos rodea. Es difícil renunciar a esa sensación de importancia y de poder... En el caso de los murfs es simplemente imposible.

La parte oscura comenzó a conocerse a los pocos meses de que el fenómeno se hiciera masivo. Las personas que se han vinculado con un murf entran en una sintonía emocional completa, de tal calibre, que hace que todo lo demás pierda gradualmente sentido para ellos. El proceso empieza con una drástica disminución de la vida social de la persona. Luego suele continuar con absentismo laboral. Prosigue con la eliminación de algunas de las comidas diarias. Con el tiempo estas tendencias se agudizan. En la fase final, el sujeto deja de realizar las funciones básicas de la vida. Tan sólo quiere permanecer día y noche junto a su murf. Dándole amor y sintiendo la irrefrenable felicidad de éste. Llegados a este estadio, el desenlace suele ser rápido. Fallo multiorgánico por inanición. Una vez muerto el ser humano, su compañero entra en un sueño melancólico. Del que ya no despierta.

La ternura del murf es adictiva. Su amor, letal.

El proceso es imposible de parar, o al menos nadie ha encontrado la cura. Si se mata al murf, o si se separa de él a la persona vinculada, ésta reacciona de forma salvaje. Se vuelve loca de rabia y desesperación, incapaz de soportar la separación. Y acaba, o bien en el suicidio, o en la locura, o la mayoría de las veces, de nuevo en la muerte por inanición, hundidos en la consternación y la más negra de las angustias.

Pronto, en medio mundo, se estaba liquidando a todo murf que se viera por la calle, para evitar que llegara a su destinatario. Los gobiernos dieron luz verde a esta masacre mundial cuando el volumen del fenómeno empezó a superar la capacidad de las fuerzas del orden. Pero todo fue inútil.

Por supuesto, todos empezamos a preguntarnos en qué momento nos iba a llegar a cada uno nuestro bicho barrigón. Porque por muy eficiente que sea la maquinaria celeste o demoníaca que nos envía estos seres, despachar 8.000 millones lleva, al parecer, su proceso. Así que la mayoría  tuvimos tiempo de prepararnos para liquidar nuestro murf. Porque nadie lo iba a hacer por nosotros, claro. Los pobres, los desheredados del mundo, deberíamos hacerlo nosotros mismos. Antes de que clavara en nuestra alma su mirada esperanzada y profunda.

Muchos no lo consiguieron. Otros, sí. A trancas y barrancas, con medios manuales, llorando casi siempre, pero lo hicimos. Aunque, claro, hubo un “pero”. Siempre lo hay ¿verdad? La terrible realidad es que, si logras matar a tu murf, ese no era realmente tu murf. Porque poco después, llega a tu vida otro. Que también aspira a ser tu murf. Y si acabas con el segundo, pronto llega otro. Y cuantos más matas, más rápidamente llega el siguiente. La frecuencia se estabilizó a los cuatro años de iniciado el fenómeno en uno por día. Lo necesario para recuperar unas mínimas fuerzas mentales. Lo suficiente para destrozarte la vida. Una vida dedicada al asesinato para sobrevivir. Rodeada de sangre y extraños animales muertos. Muchos de mis conocidos han perdido el equilibrio mental ante esta certeza.

Como era de esperar, las explicaciones más peregrinas proliferaron, cubriendo todo el espectro de la estupidez humana. ¿Son aliens de otra dimensión que necesitan nuestro afecto como nutriente? ¿Alguien decidió cruzar un hipopótamo con un oso amoroso? ¿Se les ha ido la mano a los chinos con los experimentos genéticos en Wuhan? Etcétera… También, inevitablemente, surgió un culto religioso. Los adoradores del Gran Murf. Un ser multidimensional y todopoderoso que nos envía periódicamente sus retoños para enseñarnos el camino correcto. Por algún tiempo yo llegué a creer en una de esas tonterías. Es lo que tiene la desesperación. La del Murf número Cien. Decía básicamente que debes matar a cien murfs. Si caes antes en las garras amorosas de uno de ellos, fin del juego para ti. Si logras matar al centésimo, lograrás una revelación instantánea. Y ya no habrá más murfs en tu vida, sólo clarividencia infinita. Llevo ya novecientos seis murfs liquidados. Y la civilización occidental se está comenzando a tambalear. Aunque eso ya me importa poco.

Son las 4 de la tarde. Carlos acaba de irse de mi desvencijado apartamento. Ni siquiera hemos hecho el amor, no encontramos ya consuelo en eso. Acabo de oír un ruido sordo. Viene de la cocina. No tengo dudas. El murf de hoy está allí. No me desea el mal, de eso estoy casi segura. Me necesita. Pero voy a tener que coger mi lanza, y liquidarlo.

Yo… No sé, quizás nos estemos equivocando todos, y esta sociedad está condenada. Quizás alguien ha decidido que esto es más misericordioso que un apocalipsis nuclear, o una extinción masiva por el cambio climático.

Lo que sí sé es que estoy agotada. Al límite de mis fuerzas. Siento que tal vez, dentro de poco, dejaré de afilar mi lanza por la noche. E intuyo que llegará un día, que siento cada vez más cercano, en que me acerque al murf de la jornada. Agarre con mis manos esos enormes mofletes. Clave mi mirada en la suya. Y le dé todo el consuelo que tanto está necesitando.

Y ese será mi murf. Y mi murf será feliz.

Tal vez los dos lo seamos.

Chivilcoy, 6 de marzo de 2022.

Por Senderista gris

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