Por Axel S. Salas.
1
El detective está parado fuera de la ventana, y
está a punto de saltar. No se puede observar cuanto se mueve la ciudad hasta
que se le mira a treinta pisos de altura, a dos centímetros de precipitarse
hacia ella. Las figuras sobre su máscara no habían mostrado gestos tan
específicos, tan desesperados en toda su vida. Espera, fatídicamente, que el
asesino entre por la puerta con su sonrisa terriblemente segura, resuelta,
reseca.
Medita cuáles son sus movimientos, si es que
realmente lo llevan a algún lugar, si lo que está a punto de hacer es un avance
en realidad; de repente, el detective que lo averigua todo, siente que todas las puertas de escape lo llevan a una
trampa. Quedarse inmóvil se siente igual, el suelo se cierra bajo sus pies.
El oponente perfecto; el juego de ajedrez
exacto. Las piezas del tablero se ríen, lo cercan, lo han dejado correr antes,
creer que tenía opción de tregua, han cantado a coro esa palabra escalofriante,
él no se lo ha creído sin embargo. El detective que va siempre cinco
movimientos adelante, se ve rebasado. Las piezas opuestas ahora por fin se
deciden a culminar con el juego. Él repasa los movimientos, repasa los
espacios, le sudan las manos pensando si el jugador al otro lado del tablero no
blofea sobre su inminente victoria. Abajo, los autos avanzan, pitan,
distorsionan sus gemidos al alejarse. Nadie lo ve tambalearse setenta metros
por encima de sus cabezas.
Las cortinas de seda transparente continúan
empujándolo, ligeras, incitándolo a dar el paso. La máscara se le moja de sudor
en la frente; las gotas le escurren calientes hacia los ojos. El sudor está
excesivamente salado, le pica demasiado, necesita rascar los parpados, necesita
saltar ahora.
El asesino ha entrado por la puerta. No se vuelve
para mirarlo pero sabe que sonríe, quizás lleve ese insoportable labial rojo.
Siempre sonríe.
2
Un mes antes de la conclusión en el piso treinta
del Grandlook Hotel, el detective se encuentra frente a la escena del crimen
número cincuenta. La cantidad de víctimas es mayor, una cifra ni si quiera
registrada, muchos números ocultos que nadie, ni él ni la policía encontraran
jamás. El detective sabe que el artista pinta para sí mismo también, que
algunas obras las conserva en casa, las tira a la basura porque no han valido
la pena, las cubre con una tela o las empalma con otras en una habitación con
seguro. El detective observa la obra del
asesino, repasa las partes, busca detalles faltantes, pistas, respuestas. Otra niña
de cabello rojo clavada en la pared, hecha pedazos, todos los miembros
masticados por perros de buen tamaño; la quinta niña así, mismos patrones, casi
los mismos arquetipos representados en el lugar del crimen. El detective sabe
que es una carta de amor para él, mensajes encriptados en lenguajes que solo
ellos dos hablan, como mirarse y conversar sin abrir la boca en una habitación
atestada de personas. El asesino lo conoce afondo, le demuestra más de lo que
el detective se permite entender con los asesinatos. Le guiña el ojo y le pide
que cierre los parpados, que lo espere en la habitación oscura. Le pide que lo
espere en silencio, paciente, que no retroceda cuando sus labios toquen los
suyos.
Pero es la quinta carta, no es una revelación,
hay un par de signos distintos, la niña lleva anillos en las manos destruidas
por los clavos, la lengua asoma entre los dientes. El rostro y torso sucios de
carbón y coágulos de sangre. La cabeza, separada cuelga de nervios rojos,
cartílago blanco, cae en un ángulo perfecto para que el detective vea su hinchada
expresión. El ángulo, la altura del cuerpo importa, el olor a chimenea. Está
algo más arriba en esta ocasión, aun podría besar el rostro si se lo propusiera
pero el detective tiene que levantar ligeramente el suyo, como lo haría María
con su Jesucristo agonizante. Como lo haría un súbdito para admirar a su rey o
su dios.
Confundido, ligeramente esperanzado, el
detective rocía algo de polvo cerca del cuerpo, en puntos posibles donde el
asesino pudo apoyar las manos al trabajar. No ha habido huellas digitales en
todas las anteriores locaciones, sabe que si en esta ocasión aparecen, será
deliberado. El polvo cae, hay algo de humedad en la superficie, algo viscoso.
Se produce una reacción inesperada, hay una chispa y una onda de calor, una
serpiente encendida que recorre dos caminos. La figura de la niña se enmarca en
fuego, forma una corona alrededor de su cabeza. La otra línea de fuego se ha
extendido hasta formar dos palabras, una de cada lado del cuerpo “Zug zwang”.
Lo entiende entonces y siente que el mundo se
precipita con peso sobre sus hombros. “El
rey cae” dice la obra.
Esa es una carta de despedida.
3
Despierta a mitad de la noche enfebrecido,
palpitando de pánico. Lleva el olor del carbón en la nariz. Sentado en
la oscuridad de la habitación, se frota el rostro intentando borrarse la
pesadilla y los recuerdos también. Se acerca hasta el baño, enciende la luz y
al mirar su rostro en el espejo empañado de sarro y mugre, hay trazos oscuros
en las mejillas y la frente, carbón, como en el cuerpo de la pequeña Diana Beck
a quien sacara de la caldera, picada finamente cinco años atrás. Las manos
manchadas de negro y muerte podrida como en aquella vez, cuando se le escaparan
los trozos de entre los brazos. Cuando todo comenzó como es ahora, el detective
en quien se convirtió, la ira y la determinación para encontrar a las
aberraciones como el asesino de Diana. Cinco años atrás cuando cubriera por
primera vez su rostro con una máscara blanca, de gestos múltiples, cambiantes,
figuras solo definidas por la imaginación de quien trata de mirarlo a los ojos
y solo se topa con figuras en las nubes, una prueba de Rorschach.
El detective se frota la cara con pánico,
histérico, hace salir el agua del grifo con violencia, machuca las mejillas y
la frente hasta que cree que se ha sacado sangre. No hay sangre, ni carbón
tampoco. Solo está él en el espejo, su rostro asustado. Por primera vez desde
hace cinco años. Quizás por última vez también.
El carbón, la niña pelirroja, hecha pedazos, los
perros. No sabe cómo el asesino pudo saberlo, supone que algún detalle ha
omitido aquel día cero, el día de la pequeña Diana , porque esa es la única respuesta a
la ecuación, y sin embargo sabe que él nunca pasa un detalle por alto.
Teme que
quizás el asesino lo está llevando a esa encrucijada mental, una paradoja que
lo arrastra hacia su centro como un agujero negro.
Esa noche
ya no duerme y apenas tiene la fuerza para fumar. Escribe como un loco, medita,
se aprieta las sienes intentando no esta vez tomar la delantera en ese juego de
ajedrez; trata solo de saber qué tan perdido está. Zugzwang.
Lo único que consigue averiguar lo hunde más. De
la niña número uno, la primera víctima pelirroja, encontrada seis meses atrás,
los domicilios del hallazgo abarcan del apartamento A 101, hasta el D 104,
terminando con la última víctima de nombre Nancy. El detective comienza a sudar
de nuevo y no puede soportar la necesidad de volverse hacia la oscuridad del
apartamento con los puños cerrados.
Sobre su puerta cuelga en metal E 105. El
asesino va por él. Quizás ya ha estado ahí antes, sonriéndole en la oscuridad. Quizás
está ahí ahora.
A la
entrada de su puerta, en un papel blanco hay una nota y una huella digital
color café.
“Te veo cada noche cuando te miras en el
espejo, te veo cuando sales en tus caminatas nocturnas y andas con los ojos
cerrados. Cuando pierdes la memoria como un adicto. Eres más ligero entonces,
eres mejor.
A veces
sé que me ves también y volteas la mirada. Pero ya no habrá otros lados a dónde
mirar, sino es a mis ojos. No más mascaras ni trazos negros.
PD: Debiste usar chocolate, lo sabes…”
PD: Debiste usar chocolate, lo sabes…”
Al otro lado de la puerta está un martillo y un
par de clavos. Son suyos.
4
Un mes después nadie salta del piso treinta en
el Grandlook Hotel. No hay tripas que levantar, ni muchedumbres que observan
con horror y fascinación. Ninguna nota de periódico sobre suicidios. No hay
asesinatos durante dos semanas.
El detective ha muerto sin embargo, pero no hay
cuerpo que se pueda encontrar. La máscara es quemada en un discreto bote de
basura. Un hombre de cabello anaranjado camina con una sonrisa larga en el
rostro. Una sonrisa seca. El hombre camina despacio a través de las asfaltadas
calles donde los autos zumban y la gente no mira nada con demasiada atención.
Es fácil para él vivir así, sin vigilantes de quién preocuparse.
Llega hasta el Instituto Arthur Cummings, se
aproxima hacia la cerca del patio escolar donde un montón de niños juegan,
gritan, corren y comen comida que les produce caries y una diabetes programada
a futuro. El hombre se apoya contra la reja y sonríe con sus labios rojos,
largos. Un niño de seis años está a punto de morder una galleta cuando lo ve
sonriendo desde allá. La galleta cae sobre su regazo y luego al suelo. El niño
apenas respira. La orina que se le escapa entre los muslos es caliente, es
demasiada, le arde al salir. Quiere echar a correr, llorar, gritar, decirle a
alguien que ahí está el hombre de las pesadillas, el hombre que se ha
convertido en un mito espantoso, el monstruo que se está comiendo a toda la ciudad. La pesadilla
que se llevó a su hermana, Nancy.
Una maestra se percata de que el pequeño de los
Leniqui no está respirando, que se ha puesto azul. El caos dentro del patio
escolar empieza a crecer.
El hombre de gabardina se marcha de ahí
despacio, sonriendo, rompiendo en su partida la nota con la huella digital.
Dejando cae los trozos al aire sin preocuparse, casi como un reto desdeñoso. Ya
nadie va a atraparle. No hay dos mentes como la suya, nunca la hubo, y él ganó.
Esa noche, el hombre de gabardina trepa por un
árbol en la casa veintidós del bulevar San Patricio. Da tres toquecitos en una
ventana. Lo hace por segunda vez y un pequeño de once años aparece tras el
cristal.
— ¿Quién es…? ¡Hola! ¿Eres tu verdad?
—Baja la voz. Soy
yo. —Responde el hombre de gabardina.
—Casi no te reconocí, excepto por la ropa, y la voz.
—Lo sé, pero confiaba en que al final sabrías quién soy.
— ¿Por qué ya no llevas la máscara? —El niño estira la mano para tentar
el rostro del hombre, que cierra sus ojos ante el tacto.
—Ya no la necesito. —El hombre no puede evitar sonreír, está a punto de
tirarse una carcajada, pero consigue apretar las tripas y contenerse.
—Qué mal, me gustaba. Pero también me gusta saber cómo eres —El rostro
del pequeño se vuelve algo serio, pálido y lunar ante el resplandor nocturno—.
¿Qué pasa con el asesino? ¿Pudiste encontrarlo?
El hombre de la gabardina sonríe asintiendo —De hecho te traje un
regalo— Desliza las manos a sus bolsillos donde siente la madera áspera del
martillo y el rose terroso de los clavos.
Fin
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