Autor: Robe Ferrer.
Sabía que
aquel chico lo haría sufrir, se lo había dicho tantas veces que aquella frase
había perdido su significado. Desde el día en que llegó a casa, nos confesó su
orientación sexual y nos dijo quién era su pareja, supe que iba a pasarlo mal
por su culpa.
Jesús llegó
aquel día a casa llorando, como el día anterior y el otro. Su madre acudió a
consolarlo, pero tras la puerta solo recibió gritos y reproches. Como las
últimas veces. Bajó las escaleras y entró en la cocina para preparar la cena.
—Hoy no va a
cenar —dijo.
—Igual que las
últimas noches.
—No sé qué le
pasa a este chico, y me tiene preocupada.
—Serán cosas
de críos. Hablaré con él.
Al día
siguiente Jesús salió temprano y fue imposible hablar con él. Al regresar de la
universidad para la hora de la comida era otra persona. Por aquella puerta
entró un chico alegre y deseoso de vivir la vida, todo lo contrario de las
últimas noches.
Así pasaron
muchos días y muchos meses. Jesús se había convertido en lo que todo padre
desea que sea su hijo: alegre, estudioso, buena persona y con muy buenos
amigos. Su madre sospechaba que aquel cambio de humor tenía que ver con una
chica, decía una y otra vez que se había enamorado, que se le notaba en los
ojos.
Entonces pasó.
Jesús entró en el salón en el que yo estaba sentado en mi sillón viendo un
partido de baloncesto y su madre poniendo la mesa para la cena. Sonreía, pero a
la hora de hablar le temblaban la voz y las manos. Estaba nervioso y no paraba
de juguetear con un anillo que nunca habíamos visto antes. Brillaba mucho, por
lo que supuse que era nuevo.
—Mamá, papá,
tengo que contaros algo. Sentaos, por favor.
—¿Estás bien,
te pasa algo? —pregunto enseguida su madre. Ella se alteraba rápidamente en
cuanto intuía que a Jesús podría sucederle alguna cosa.
—No,
tranquila, estoy bien. Siéntate. Lo que os quería decir es… es…
—Venga, dilo.
—Que estoy
saliendo con alguien. —Por fin lo dijo, de manera rápida. Como se dicen las
cosas que pueden doler.
—¡Eso es
maravilloso! —se alegró su madre—. Tienes que invitarla a venir y
presentárnosla. Queremos conocer a la chica con la que sales.
—Verás, mamá, no
va a poder ser.
—¿Por qué? No
tiene que ser ahora mismo, podemos esperar.
—Mamá, es que…
es que… no hay ninguna chica. Estoy saliendo con alguien, pero no es una chica.
Es un chico. Se llama Gabriel.
En ese momento
oí como el corazón de mi mujer se quebraba. El mío creo que también, pero no
podría asegurarlo. Los dos nos quedamos en silencio sin saber que hacer ni que
decir, fue como si nos quitaran una parte de nuestro cerebro y nos pusieran
otra. De un plumazo se volatilizaron todas las ideas de boda con una preciosa
muchacha vestida de blanco, que se quedase embarazada y nos diera nietos. Lo
que todos los padres piensan que algún día les darán sus hijos se quedó en una
ilusión.
Al principio
nos costó asumirlo. Nadie desea que su hijo sea homosexual. Su madre siempre
pensó que tenía una enfermedad. Intentó una y otra vez concertarle una cita con
un psicólogo, después pasó a los curanderos y hasta a los profesores africanos que curan todo tipo de enfermedades solo con
tocar al enfermo. Pero Jesús no tenía ninguna enfermedad. Lo que le sucedía era
que le gustaban los hombres, y frente a eso no hay cura posible.
Pasado el
tiempo, por fin nos presentó al chico con el que salía y, decía, quería
compartir el resto de su vida. En cuanto aquel muchacho entró en casa, cuatro
meses después de saber de su existencia, comprendí que mi hijo no iba a ser
feliz con él. No me pregunten cómo lo supe, supongo que fue intuición de padre.
Mi familia
estaba bien colocada socialmente. La empresa que fundó mi padre dio generosas
ganancias y la gestión que había hecho yo a lo largo de mi vida las multiplicó.
Sin embargo,
el muchacho que había elegido como pareja era la antítesis de mi hijo. Criado
en una familia socialmente desestructurada que vivía en una caravana, no había
acabado los estudios. Tampoco tenía un trabajo estable, si no que cada poco
cambiaba: hoy era repartidor de pizzas, mañana camarero y pasado ayudaba en un
taller mecánico.
Jesús se
deshacía en regalos y le daba todos los caprichos que aquel muchacho quería.
Prácticamente era mi hijo quien lo mantenía. Nos contaba que Gabriel lo había
abandonado todo por él ya que su familia no toleraba su homosexualidad y le
había dado a elegir entre ellos y mi hijo, y lo había elegido a él. Sin
embargo, lo que mi mujer y yo veíamos era que la forma de pagarle era con
discusiones y control sobre Jesús. Si nuestro hijo se veía con los amigos de la
universidad, Gabriel tenía que ir, y si no lo hacía, aquello acababa en una
discusión que llevaba a Jesús a pasar algunos días sin querer comer y encerrado
en su cuarto sin parar de llorar.
A veces, en
mitad de la noche, oíamos sonar el móvil de nuestro hijo, después, él bajaba al
salón y desde allí llamaba a Gabriel, para demostrarle que estaba en casa y que
no había salido con otras personas. Lo escuchábamos discutir sin levantar la
voz. La mayoría de las veces acababa cediendo, pero en las que no era así, se
volvía a su habitación llorando y así se tiraba hasta que caía rendido. Al día siguiente,
todo volvía a la normalidad. Hasta el siguiente ataque de celos de Gabriel.
Por las
mañanas Jesús acudía a la universidad y las tardes las dedicaba, en su mayor
parte, a estudiar para sacar el curso. Los fines de semana, como cualquier
chico de su edad, salía a divertirse y a pasear con Gabriel. Iban a cine, a
musicales, cenaban en los mejores restaurantes y acudían a fiestas. Todo ello
costeado por mi hijo.
El ritmo de
vida que Gabriel le hacía llevar era muy elevado, por encima de sus posibilidades.
Cuando quise hablar con él del tema, me contestó con evasivas y algún
improperio, así que cambié de estrategia: me dediqué a investigar a Gabriel
para hacérselo ver.
Cada mañana,
cuando Jesús salía de casa, yo lo seguía. Descubrí que iba hasta un edificio de
apartamentos donde vivía Gabriel. No lo podía demostrar, pero estaba seguro de
que era mi hijo el que lo pagaba. Cuando abandonaba el lugar para ir a clase,
yo continuaba espiando A media mañana, algunos jóvenes llegaban y momentos
después salían acompañados de Gabriel. Lejos de ir a trabajar o a buscar
trabajo, se dedicaban a sentarse en los bancos del parque a beber cervezas y
fumar marihuana. En algunas ocasiones los seguí hasta casas de empeños y de
compraventa de objetos para vender cosas, seguramente robadas. Y así fueron
pasando los días.
Intenté
explicarle a Jesús a qué se dedicaba Gabriel, pero lejos de creerme me llamaba
mentiroso y me acusaba de querer separarle de su novio y hacerle infeliz.
Poco a poco la
vida de mi hijo fue cambiando por completo. Empezó a faltar a alguna clase los
viernes, después también las de la primera hora del lunes, más tarde las
últimas de los jueves y finalmente no iba a casi ninguna. Sus notas bajaron
tanto que las asignaturas que llevaba aprobadas con buenas calificaciones acabó
suspendiéndolas por no presentarse o por dejar los exámenes casi en blanco.
En casa
también cambió su comportamiento: llegaba tarde, incluso los días de diario, se
quedaba en la cama hasta el mediodía y nos perdió todo el respeto a su madre y
a mí. Muchos días venía bebido e incluso con síntomas de haber fumado marihuana
u otra cosa peor. Recibía llamadas a mitad de la noche y salía de casa para
volver de madrugada. En algunas ocasiones llorando y maldiciendo a Gabriel. Apenas
comía y se pasaba las horas muy alterado e inquieto. El carácter bueno y afable
de Jesús se había tornado en huraño e iracundo. Vasos rotos, portarretratos
destrozados y puertas rotas a puñetazos eran las respuestas que obteníamos
cuando no hacíamos lo que él nos pedía.
Su físico
también cambió. Perdió mucho peso en muy poco tiempo. Los ojos se le hundieron
y le aparecieron debajo unas ojeras tan marcadas que parecían tatuajes. Los
huesos de las articulaciones, sobre todo de los codos, comenzaron a marcarse en
su cuerpo. Sus pómulos salieron a la superficie como puntas de icebergs en el
mar.
No supimos (o
no quisimos) identificar los síntomas con la enfermedad que mi hijo padecía:
estaba enganchado a las drogas. Ya era tarde cuando lo hicimos. Jesús dependía
de las drogas. Mi mujer y yo decidimos cortarle el suministro de dinero,
pensando que así podríamos paliar el problema, pero lejos de aquello, todo fue
a peor, empezó a robarnos joyas para venderlas y comprar drogas. Cuando ya no
le quedaba nada que quitarnos, comenzó a pincharse delante de nosotros para
hacernos sentir culpables. Su madre no dejaba de repetirle una y otra vez que
qué era lo que habíamos hecho mal.
Quisimos que
recibiera ayuda para dejar las drogas, pero siempre recibíamos negativas. Se lo
pedimos, se lo rogamos y hasta se lo suplicamos llorando, pero todo fue en
balde. Sus respuestas negativas eran en forma de gritos, golpes en las puertas,
objetos rotos y fugas de casa que duraban varios días. Cuando regresaba lo
solía hacer llorando y con agresividad hacia nosotros si le queríamos ayudar.
En una ocasión acudimos a un abogado para ver si era posible que lo incapacitaran
y poder internarlo en un centro de forma forzosa. Sin embargo, nos dijeron que
no podíamos hacer eso, que si se internaba en un centro de desintoxicación
tenía que ser de forma voluntaria; así que desechamos la idea.
Hace un mes,
con lágrimas en los ojos, nos dijo que necesitaba ayuda. Nos rogó llorando que
lo ayudásemos. No sabíamos por qué ahora nos pedía esa ayuda que tantas veces
le ofrecimos y él denegó.
—Gabriel…
Gabriel… Gabriel… —balbuceaba una y otra vez sin responder a nuestras
preguntas. Temblaba de pies a cabeza. No sabíamos si de nerviosismo, por
necesidad de drogas o por una mezcla de ambas—. Se ha ido —dijo por fin—,
Gabriel se ha ido. Teníais razón. Se ha aprovechado de mí.
Tras
consolarle y dejar que llorase en los brazos de su madre, cenamos y se acostó.
No durmió nada en toda la noche, lo estuvimos oyendo llorar desde el ocaso
hasta el alba. Al día siguiente no salió del cuarto ni tan siquiera para comer.
A la noche, conseguí entrar a hablar con él. Estaba temblando, me dijo que
llevaba un día entero sin tomar drogas y que comenzaba a tener el mono. Le prometí que le ayudaría si él
quería. Me pidió que le consiguiese algo de heroína. Le dije que no, que eso se
había acabado porque la droga no le ayudaría. Aquella noche, como otras muchas
que le siguieron, dormí en el cuarto de Jesús, tumbado en una alfombra a los
pies de su cama.
Al día
siguiente, le preparé el desayuno y se lo llevé a su cuarto. Me senté con él
hasta que se lo acabó y después esperé allí hasta que empezó a hablar. Me contó
que se arrepentía de no habernos hecho caso. Que desde el primer momento,
Gabriel se había aprovechado de él. Le había sacado cada céntimo que tenía. Le
había convencido para que le diera el pin de su tarjeta y poco a poco le había
ido sacando todo el dinero de la cuenta sin que él se enterara. Cuando lo hubo
conseguido, desapareció del apartamento sin dejar rastro. Cuando fue a buscarlo
a dónde le había dicho que vivía con su familia, se encontró con un solar. No
había rastro de Gabriel.
Durante los
meses que fueron pareja, mi hijo había sido un juguete de aquel mal nacido.
Había sido víctima de su ira, de sus celos y de sus excesos. Jesús trató de
apartarlo del mundo de las drogas y la delincuencia en el que vivía, pero no
había tenido éxito. Todo había sido al contrario. Comenzó probando un
cigarrillo de marihuana, ante las burlas de Gabriel y algunos amigos de este.
Después vino más marihuana y mucho alcohol. De ahí, pasó a tomar algunos
tranquilizantes y sin saber cómo. Gabriel le había introducido de cabeza en la
heroína. Le había dicho que con aquello alcanzaría cotas de paz y de placer
sexual y físico que no había sentido en la vida. Empezaron fumándola para
acabar inyectándosela. La última vez que vio a Gabriel, le había dejado una
jeringuilla con heroína preparada para pinchársela.
—Voy a darme
una ducha y enseguida vuelvo contigo, mi amor. Mientras tanto, tienes esto para
pasar el rato —le dijo.
Cuando Jesús
se pinchó, comenzó a perder el conocimiento y cayó desmayado. Lo siguiente que
recuerda es verse solo en el apartamento, sin Gabriel, sin sus cosas y sin la
mayoría de objetos que él le había comprado para la casa. Sin nada. Entonces
comprendió que sus padres siempre tuvieron razón y que aquel hombre no lo
quería realmente, si no que quería aprovecharse de él. Cuando acudió al cajero
para sacar dinero y pagarse un taxi de vuelta a casa, descubrió que tenía la
cuenta bancaria a cero. Gabriel le había robado todo.
En ese
momento, cuando me contaba todo eso, se rompió y comenzó a llorar y me suplicó
que lo perdonásemos y lo ayudásemos a salir de ese infierno.
Con el alma
rota, las lágrimas bañando mi rostro y la ropa de mi hijo y cubriéndolo de
besos, le juré por lo más sagrado que íbamos a ayudarlo.
Su madre y yo
acabamos de dejarlo en un centro de desintoxicación. Cuando nos hemos despedido,
nos ha prometimos que se curaría y volvería a ser aquel chico alegre que había
sido antes. Al darnos la espalda y caminar por aquel pasillo, no vi a un chico
de veintidós años, si no a un niño pequeño, asustado, que reúne el valor
suficiente para enfrentarse a su peor miedo.
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